Dice Emilio Lledó: “Y paideía –educación- tiene que ver con las instituciones que nos transmiten la cultura, o sus sucedáneos y que, en cierto sentido, colaboran en nuestro elegir. Por ello, la educación es una cuestión de amor; una enseñanza crítica, amorosa, de nuestra posibilidad de elegir.”
Estas palabras publicadas hace ya más de diez años en un volumen homenaje al poeta José Ángel Valente, recobran hoy actualidad en cualquier reflexión sobre el ser del proceso de enseñanza-aprendizaje, sobre el modo en que se produce esa enseñanza y sobre las maneras y formas de recepción. A nadie son indiferentes las dificultades de llevar a cabo en el aula una enseñanza crítica, amorosa, que invite a la reflexión y se presente como una relación dialéctica y útil entre el mundo exterior y el mundo del conocimiento. Una enseñanza que enseñe.
Hoy en día se piensa el enseñar-aprender como un camino plagado de trampas imposibles de salvar, cuando esas trampas, pensamos, deberían ser las maromas en que agarrarse para llegar a la posibilidad de elegir. Si la educación es el desarrollo de esas facultades o competencias que, entre otros aspectos (sentimientos, afectos, etc.) presentan modelos de la experiencia que elegir a los alumnos, deberíamos como docentes no juzgar el proceso a priori, deshacernos de aquello que nos pese, acercarnos, hacernos sentir, seguir aprendiendo, actualizarnos, interesarnos, preguntar..., en pocas palabras: compartir un espacio de interacción comunicativa y cultural con los alumnos en el entorno educativo.
No salir de las trampas, o hacerlo herido, produce en el docente la situación de estrés, no adecuarse a la influencia que algunos aspectos de la cultura, en su sentido más amplio, ejercen sobre los participantes en el proceso, principalmente los alumnos, provoca que nuestros principios de actuación pedagógica, fijados a fuego a través de los años, entren en conflicto con los intereses y motivaciones de los alumnos y se produzca una falla casi insalvable que conducirá al profesor al estrés y al alumno a la frustración.
La Posmodernidad, el fin de los estructuralismos y la vanguardia de los ochenta ha producido una cultura de múltiples alternativas, métodos de análisis, aproximaciones, didácticas, puntos de vista, procesos de creación y recepción, modelos, lenguajes específicos, formas de entender el mundo, etc. que si en algunos campos del conocimiento han abierto un abanico de posibilidades atractivo en su estudio y desarrollo, en otros se ha comprobado que han actuado negativamente sobre el devenir del ser humano y el papel que éste juega dentro de esa misma cultura y sociedad.
Este desplazamiento a que está sometido el ser humano en la cultura posmoderna condiciona un cambio en todos los niveles y estructuras al que no es fácil ceder ni acceder, e igual que el hombre-social se encuentra incapaz y desprotegido ante los nuevos lenguajes tecnológicos o semióticos que le desenfocan, el docente que sigue sus parámetros de enseñanza se ve derrotado para emprender con ilusión y concretar con éxito el proceso de enseñanza-aprendizaje.
Su objeto ha cambiado, él no, por consiguiente, escasean las experiencias vividas y compartidas, enseñantes, y al docente le sobreviene la situación de estrés y malestar. La escuela ya no es el lugar del descubrimiento ni el significado, no digamos del sentido, sino un magma de alumnos desmotivados en los que no nace ningún tipo de espíritu o interés crítico y al que se hace difícil presentar modelos de elección.
Las ideas del docente, en muchos casos, giran en torno a un tipo de alumno que perteneciera (de hecho nos atreveríamos a decir que perteneció) a otra cultura, no a la Posmodernidad ni al momento actual de globalización selectiva que ha modificado sustancialmente los conceptos e ideas del pensamiento social y que actúa en todos los aspectos del proceso de enseñanza-aprendizaje, empezando por el papel que cada uno desempeña dentro del mismo y los intereses que el modelo ofrece.
En esta cultura posmoderna se han desarrollado y se desarrollan planes de estudios que nos atreveríamos a calificar de “deshumanizados”, y que han potenciado el surgimiento tanto de lenguajes parciales como de estudios enfocados desde los principios del funcionalismo más radical, alejando dichos campos, con el paso del tiempo, del concepto de escuela como lugar de descubrimiento y apertura al mundo, segregando unos estudios de otros, beneficiando materias o ramas del saber, dando prioridad a un hombre técnico-científico mediante una desvalorización de los saberes más conceptuales y/o contemplativos, a la vez que desaprovechando todo el potencial de conocimiento que pueden aportar todos esos avances a una educación totalizadora y humana.
En aunar en una relación dialéctica cultura y sociedad dentro de la escuela y del proceso de enseñanza-aprendizaje está el reto para restablecer los canales de una comunicación productiva y creativa, donde el carácter dialógico del discurso dé cabida a todas las voces en un marco de libertad y democracia.
La Institución Educativa, sus sucedáneos y todos los que participan de y en la escuela deben reflexionar sobre esta cuestión desde todos sus ángulos y en todos sus ámbitos: planes, currículos, metodologías, evaluación, etc., para volver al acuerdo de una enseñanza crítica como proponía Lledó.
Javier Bermúdez Gómez
No hay comentarios:
Publicar un comentario