LAS FOSAS DE SAN RAFAEL. SERGIO RUIZ MATEO.



LAS FOSAS DEL CEMENTERIO DE SAN RAFAEL

Era media mañana de un día de febrero. Pese a la fecha, la temperatura era cálida y agradable, uno de esos días en los que nuestro proverbial clima se burla del calendario. Jesús y yo esperábamos en el coche con las ventanillas abiertas. Un lugar de un encuentro, habitualmente, suele enmarcarse junto a un portal, una parada de bus o una cafetería, pero nosotros habíamos quedado en un lugar poco frecuente: las puertas de un cementerio.

Lo más curioso es que era un cementerio sin lápidas, nichos ni cruces. Un cementerio olvidado salvo por un colectivo de personas empeñadas en que el tiempo no destruya los recuerdos, como hizo con panteones y epitafios. Personas que quizás tengan en el tiempo un compañero inseparable y callado: ancianos y arqueólogos.

El cementerio de San Rafael, en el camino del mismo nombre, se abrió a finales del S. XIX, dando abrigo a los cuerpos sin vida de las clases menos privilegiadas, mientras el viejo y romántico de S. Miguel albergaba los panteones de los prohombres de la ciudad. Fue en el sigo siguiente, en su última década, cuando se clausuró como camposanto. Hoy se proyecta un parque sobre sus terrenos. Volverán, pues, las flores a su recinto, pero esta vez aferradas tenazmente a la tierra y no marchitándose sobre el mármol.

Frente a sus muros, arruinados, con la cal desconchada y los hierros del portón oxidados, denunciando públicamente su abandono, aguardábamos la llegada de Manuel, antiguo compañero de facultad y arqueólogo colaborador de la Asociación de la Memoria Histórica, quien participaba en los trabajos de exhumación de un abundante número de restos humanos, todos ellos procedentes de los fusilamientos posteriores a la toma de Málaga por las tropas fascistas y nacionales en 1937.

Tras la caída de la ciudad, dominada hasta entonces por las fuerzas del Frente Popular, la represión fue brutal. Las autoridades franquistas habían emprendido, como en el resto del territorio, una política de eliminación total del enemigo perfectamente planificada. Se trataba de una violencia de estado orientada a “limpiar España” de rojos, francmasones, separatistas y demás elementos “subversivos”. Incluso el embajador italiano, Roberto Cantalupo, atento a las operaciones de las tropas enviadas por Mussolini y orgulloso de su actuación en tierras malagueñas, protestó ante Franco por los crímenes que se estaban cometiendo en la ciudad.

En los días sucesivos a la entrada de las tropas italo-nacionales, una innumerable masa de anarquistas, sindicalistas, socialistas, marxistas y republicanos en general, fueron desfilando en una macabra procesión que tenía su estación culminante en las tapias del cementerio. Sería difícil encontrar en la historia de la ciudad unos años tan duros como aquellos que transcurrieron entre julio del 36 y los posteriores al fin de la guerra. Los horrores de la evacuación civil a Almería, con la aviación italiana atacando a un población indefensa, demuestra que la decisión entre quedarse o marchar finalmente no suponía una opción muy diferente.

Cuenta Gabriel Jackson, en su “La República Española y la Guerra Civil” que hasta veinte años después los camioneros encontraban esqueletos en los alrededores de la carretera de Almería.
Minutos después de saludar a Manuel nos encontrábamos a los pies de una enorme fosa común, de unos tres metros por diez, de la que sobresalían, minuciosamente ordenados, un grupo de unos diez cuerpos descarnados. Algunos envueltos y disueltos en cal, otros perfectamente conservados, mostrando incluso el calzado y otras piezas de sus últimas vestiduras, se erigían como testigos mudos de un enorme crimen perpetrado hace casi 60 años.

“El orden se explica porque así ocupaban menos espacio, cabían más muertos. La cal se usaba como desinfectante, para evitar riesgos” Manuel, con el pelo algo enmarañado, hablaba con aparente naturalidad, pero consciente de la importancia y el valor que mucha gente daba a su tarea.

Algunos ancianos deambulaban por allí. Eran familiares de las víctimas, quienes, de forma anhelante y para dar un último sentido a sus vidas, o porque quizás toda su existencia había girado en torno a esa obsesión, buscaban alguna pista que pudiera permitir la identificación de su padre, novio, hermano… “Recuerdo que mi padre tenía unas botas como esas. En los últimos días las llevaba y estoy segura de que desapareció con ellas”. Se trataba de una mujer alta y bastante mayor, cuya mirada no acierto a recordar si estaba húmeda de emoción o mostraba, sencillamente, el cansancio de muchos años de incertidumbre. Con una mano se aferraba al brazo de Manuel, mientras con la otra señalaba aquellas polvorientas botas; un destello del pasado que ella quería asumir como propio.

“A pesar de lo que pueda creerse, la mayoría de la gente no busca identificar los restos, ya que los procesos de identificación genética son bastante caros. Lo que quieren es que se desentierren y se les proporcione una sepultura digna”, afirmaba Manuel.

Un poco más al interior del cementerio se extendía otra fosa de dimensiones similares, donde trabajaban, bajo un toldo, un grupo de estudiantes voluntarios. Aquí nos sorprendimos al ver un esqueleto de pequeñas dimensiones. También había restos de mujeres, reconocidas fácilmente por sus caderas más anchas, y en otro cuerpo, un pequeño agujero denunciaba el orificio de entrada de una bala que, décadas después, aun permanecía junto a su víctima.

“Estamos seguros de que en aquella dirección vamos a encontrar más fosas”. De hecho, las últimas estimaciones cifran en 4200 el número de fusilados enterrados las tapias de San Rafael, una de las más importantes de Andalucía y España. El Instituto Geofísico de la Universidad de Granada ha detectado entre cuatro y cinco fosas. Muchos de los crímenes se realizaron en el exterior del camposanto así como en otros puntos de la ciudad, unos 2300 hasta diciembre del 37.

El escándalo que esa carnicería supuso obligó a las autoridades a realizar los fusilamientos en el interior, dando más “intimidad” y celeridad al proceso. La Asociación contra el Silencio y el Olvido, por la Memoria Histórica, respaldada por Junta de Andalucía, Univerisidad de Málaga y Ayuntamiento, seguramente podrá beneficiarse de las ayudas estipuladas en la reciente Ley de la Memoria Histórica aprobadas por el gobierno socialista. Su labor consiste, entre otras, en la recuperación de los restos y en la identificación de todas las víctimas a través de fuentes escritas y arqueológicas.

En una especie de caseta de obras fabricada con un contenedor, de esos que bien podrían descansar en los muelles del puerto o a bordo de un navío, una gran cantidad de pequeñas cajas de madera almacenan, uno a uno, los restos de aquellos desafortunados que cometieron el pecado de estar en el bando perdedor. Están listos para su futura identificación con muchos de los nombres ya reconocidos por la investigación, aunque eso no es lo prioritario. En el futuro, descansarán bajo un monumento que la Asociación y las autoridades planean construir en ese parque que será San Rafael.

Probablemente, entre los últimos pensamientos de los fusilados, no estaba el lugar en que su cuerpo yacería en las siguientes décadas. Eso no debió importarles mucho. Probablemente, entre el cúmulo de imágenes, sentimientos y añoranzas que cruzaron por sus mentes, fueron los amores, hijos, madres... quienes habitaron por última vez aquellos recovecos del alma, tan profundos y cálidos. No es nuestra misión averiguar que se les pasó por la cabeza.

Eso quedará en secreto. Nuestra obligación es que su sacrificio no caiga en el olvido, no se pierda y difumine para siempre como algunos desean con la identidad de sus restos. También es nuestra obligación que no se les utilice, una vez que alcanzaron la paz, como objetos armados, municiones de una batalla ideológica que no conduce a ningún sitio, como si quisiéramos que continuaran con su guerra fraticida por toda la eternidad. Se han merecido el descanso. Otorguémoselo en el lugar más digno posible.



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