EL GUADALMEDINA. SERGIO RUIZ MATEO


REFLEXIÓN SOBRE EL GUADALMEDINA
Ojeando viejas fotografías urbanas, me llamó la atención una en la que se ve una hilera de edificios antiguos al borde mismo de lo que parece el mar. Tenían entre tres y cuatro plantas y en ellas se percibía el inconfundible aire de las casas malagueñas del XIX: ventanas enmarcadas con pintura blanca, canaletas de cerámica vidriada, cierros y rejas amplias, algunas de ellas de las llamadas “preñadas”.
Mostraban una ciudad familiar a la vez que ya lejana. Sobre los tejados, destacando en el color sepia de la foto, se distinguía el tejado y la pequeña linterna del campanario de San Juan. Al pie de la calle la gente va y viene, con trajes de época, chaquetas (predominando las claras) y sombreros.

Se observan pocas mujeres, aunque la toma es lejana y cuesta identificar a los personajes. Sorprende que el agua llega justo al borde de la calle. Alguien poco avisado pensaría que la imagen es del cantil del puerto, una foto tomada desde un barco que ha plasmado al mar Mediterráneo en su permanente romance con la ciudad. Pero lo que ven los ojos del buen observador son los efectos de la riada de septiembre de 1907, cuando las aguas del Guadalmedina, después de intensos aguaceros, bajaron de los montes arrasando con lo que encontraron a su paso y transformando el Pasillo de Santa Isabel en una efímera Venecia. En la fotografía puede observarse, de hecho, la marca que el agua dejó en los muros, alcanzando el dintel de las puertas. Ni que decir tiene que tal acontecimiento supuso una tragedia para la ciudad y dejó una huella persistente en la memoria de los malagueños.

A pesar de ello, como malagueños, y muchas décadas después, nos criamos pensando que los cauces suelen estar secos, sucios y descuidados, porque el único río que veíamos, cuando “bajábamos al centro”, era aquel territorio salvaje acotado entre tapias, en aquel tiempo en que las tapias eran otra cosa: prohibiciones que saltarse y no murallas que servían de frontera. Poco conocíamos, los niños de la ciudad, de los ríos que contemplábamos en televisión o en el cine. El Guadalhorce, por lo menos para mí, quedaba ya algo lejos, en las afueras. Al Guadalquivir, por ejemplo, lo descubrí adolescente, y me pareció sublime la unión con su ciudad, el reflejo de las torres de Sevilla, aquella abundancia de aguas y su fluir sereno, casi perezoso. Aquella era la imagen del río: un curso de agua ancho y poderoso, no un torrente de tierra y escombros.

Pero uno aprende a amar lo suyo, con el tiempo, y no sólo porque le pertenezca, (que el espacio no se posee como se poseen unos calcetines o un libro) sino porque comienza a reconocerlo, a vislumbrar, siquiera lejanamente, las complicadas relaciones de la geografía con uno mismo. A sospechar que el paisaje llega a ser una extensión de la persona y que el alma del individuo, como un elemento gaseoso, puede fundirse con el territorio. Y este río, como tantas otras cosas de Málaga, como tantas otras cosas de cada una de nuestras ciudades, es escenario de nuestras vidas y las de nuestros antepasados. Cavafis lo expresaba bien en uno de sus versos cuando decía aquello de “La ciudad irá tras de ti”, porque mejor que nadie sabía, él que conocía tan bien el laberíntico sentir del mestizaje mediterráneo, que la ciudad, sublimación elevada del hombre civilizado, está en nosotros.

Para bien o para mal, el Guadalmedina es nuestro río: el “Wadi-al –Medina”,el río de la ciudad, donde los hombres de la edad de nuestros padres jugaban de niños a las bolas, se disputaban partidos de fútbol y echaban carreras; donde se celebraban mercados atestados de carretas, lonas y tenderetes; donde las mujeres lavaban al pie del arroyo; un lugar de esparcimiento y encuentro, que se cruzaba sin necesidad de puentes; un lugar franqueable a la vez que divisorio.

Se ha repetido hasta la saciedad que suponía una barrera no sólo física, sino también social. La ciudad-este, la rica y burguesa, le daba la espalda a aquella otra del oeste, pobre, fabril, plagada de corralones y chimeneas decaídas. Pero cabría también preguntarse cómo hubieran sido las relaciones de ambas ciudades en caso de disfrutar de un río con caudal abundante. Puede que al cabo, el viejo Guadalmedina, que no necesitaba de grandes infraestructuras para cruzarse, sirviera para paliar aquella incomunicación que la sociedad de clases imponía a base de salarios paupérrimos, jornadas agotadoras y condiciones infrahumanas.

El río, por todo ello, conformó y conforma nuestra propia historia y es, tanto como el mar o los montes que la rodean, parte inseparable de la ciudad.

En los últimos meses se viene publicando en prensa el deseo de recuperar el espacio del río para los ciudadanos. No es un debate nuevo, sino que como el Guadiana (nuevamente un río) aparece y desaparece de los titulares y de los propósitos de nuestros munícipes. Se trata de viejas aspiraciones que han tenido diversas respuestas en otras ciudades de nuestro entorno, principalmente mediterráneas, donde la mayor parte del tiempo los cursos de agua son meras ramblas.

En Valencia, por ejemplo, el deseo de utilizar el cauce del Turia generó un espacio verde de dimensiones considerables, rematado ahora por las vanguardistas formas de Calatrava. Pero al tiempo, la opción de desviar el río ha generado un deseo contrario de reencuentro, y no son pocas las voces que solicitan ahora la vuelta de las aguas por sus caminos seculares. También en Almería se ha reutilizado el río aprovechando la futura llegada del Ave y la reforma del entorno ferroviario transformando la zona en una gran avenida. Pero quizás uno de los proyectos más ambiciosos y mediáticos es el de Madrid, aunque con muchas diferencias derivadas de la ventaja de un caudal permanente. Allí el Manzanares se ha liberado de la autovía que lo encorsetaba y aguarda un futuro protagonizado por paseos, bosques e incluso playas.

En el caso de Málaga, y teniendo en cuenta las experiencias anteriores, sería conveniente detenernos a meditar sobre algunos de los aspectos que semejante iniciativa presenta. Preocupa la solución que vayamos a darle, ya que toda actuación debería pasar por la irrenunciable condición de respetar la existencia y función del Guadalmedina. En este caso, como en todos cuando se produce, los ciudadanos debemos alegrarnos por el principio de acuerdo al que han llegado las administraciones (Gobierno Central, Junta y Ayuntamiento), y que tan difícil es en nuestra tierra. Tal acuerdo consiste, sencillamente, en ponerse manos a la obra y encargar un estudio a una consultora, dependiente del ministerio de Medio Ambiente, destinado a conocer las posibilidades de actuación en la cuenca del Guadalmedina.

Sin embargo, y junto a esta natural alegría, también es nuestra obligación de ciudadanos asistir al proceso como sujetos participativos y no como meros espectadores. La reflexión, el debate público y el soslayamiento de posiciones apriorísticas e inamovibles deben primar en el proceso. Se trata de una oportunidad casi única para ganar un espacio digno y de calidad, en el mismo corazón de la ciudad. Máxime cuando la solución marcará por un periodo extenso (probablemente varios siglos) la imagen de Málaga. Sólo intervenciones como la creación de La Alameda (s. XVIII), Calle Larios y el Parque (p. s XX y f. s. XIX), pueden compararse en importancia a tan ambicioso proyecto.

Todos somos libres de imaginar el cauce que queremos, pero debemos también acatar una serie de condicionantes físicos, económicos, y por qué no decirlo, históricos. Quizás debieran ser estos últimos los elementos más a tener en cuenta, ya que sería difícil repensar Málaga sin un hito geográfico que ayudó a discriminar, sobre otros, el lugar a donde habían de arribar lejanos comerciantes de oriente. Configuró su topografía, su callejero, e incluso la consciencia de fragilidad colectiva ante una naturaleza que aparenta dormir permanentemente y que un mal día puede colarse por tu puerta llevándose pertenencias, recuerdos y vidas.

La memoria del río está unida de forma indeleble a la sustancia misma de la ciudad. En época de la fundación fenicia el mar llegaba hasta la actual Plaza de la Constitución y el río bajaba cargado de agua, sirviendo de ruta de penetración hacia el interior del traspaís malagueño. También existía un arroyo, en la que hoy es calle Granada, que desembocaba en este estuario originario, lo que indica una abundancia de aguas difícil de imaginar actualmente. Los púnicos solían escoger lugares así para sus ciudades: pequeñas ensenadas junto a ríos para el comercio interior y cerros para la defensa.

Los sedimentos del Guadalmedina y las mareas contribuyeron a colmatar la desembocadura y rellenar los terrenos entre la colina de la Alcazaba y el cauce actual, gestando así la superficie misma de la ciudad, como una madre fecunda que da a luz una nueva criatura. Este proceso fue consolidándose durante la dominación romana, mientras la ciudad iba asumiendo nuevos modelos urbanos aún hoy visibles en su callejero.

En época musulmana aún discurría una corriente casi permanente. Se servían de ella para sus quehaceres diarios y construyeron un puente para atravesarlo. La ciudad se extendió hasta el cauce y llegó a saltarlo al configurarse el arrabal de la Paja, en los actuales Perchel y Trinidad. Y fueron los musulmanes quienes le dieron nombre al río, un nombre sencillo, claro y a la vez casi poético.

Ellos amaban el agua. Su religión nació en un desierto y allí el agua era la mejor y más alta manifestación de la grandeza y bondad de Alá. El río alimentó sus huertos y alquerías, hizo girar norias y rebosar acequias, y en las almunias y casas el murmullo de las fuentes hacía las veces de almuédano doméstico y permanente. Los viajeros musulmanes hablan de un paisaje idílico de fincas donde se producían los cultivos que habrían de satisfacer la medina y salir del puerto rumbo a otros lugares del Mediterráneo, y todo ello gracias al caudal generoso de los ríos de Málaga.

Tras la conquista cristiana la situación del río cambiará radicalmente. La puesta en explotación de los montes que bordean la ciudad significará su deforestación y por tanto la destrucción del ecosistema fluvial. Las inundaciones comenzaron a convertirse en un fenómeno que acompañará a los malagueños periódicamente, adherido a su propia historia.

Más recientemente, entre finales del S. XIX y p. XX, el Guadalmedina se reducía a un somero arroyo, un wadi en sentido estricto, más o menos profundo en función de la época del año. Hay viejas postales que sirven de testimonio, en las que mulas y caballos beben de sus aguas mientras sus dueños charlan u observan la cámara intrigados. Probablemente, una imagen más ajustada a la actualidad comenzó a gestarse tras la construcción en 1913 del pantano del Agujero, que definitivamente reguló el caudal del cauce y propició, junto al más reciente del Limosnero (que no Limonero), las defensas artificiales de la urbe, así como la muerte, en la práctica, del río.

Es innecesario recordar, y nos centramos ahora en los condicionantes físicos, que un cauce es fundamentalmente un lugar por el que circula el agua. Este agua puede hacerse presente o no, pero potencialmente está ahí, existe. Pasarán uno, cinco o cien años, pero de lo que podemos estar seguros es de que el agua de la cuenca del Guadalmedina volverá a circular nuevamente por su cauce, como circula desde hace miles de años y como circulará hasta que las fuerzas geológicas o climáticas dispongan lo contrario. Lo hará con mayor o menor intensidad y en nuestras manos está el evitar nuevos desastres como la famosa riada de 1907 o las inundaciones de 1989.

La seguridad debe ser, por tanto, la piedra angular del proyecto, y eso pasa por una ambiciosa intervención hidroforestal que incluya la reforestación y recuperación ambiental de la cuenca, con el objeto de frenar la erosión, de que el nivel de escorrentía sea inferior al actual, el riesgo de riada se reduzca y las aguas bajen lo más limpias posibles, ya que los lodos y tierras que arrastran ,además de enturbiar paisajísticamente el río, generan el riesgo de colmatar los pantanos que protegen la ciudad.

Un río sano es un río seguro. A partir de ahí, el tratamiento urbano, liberado del hándicap de la inseguridad y asentada la premisa del respeto ambiental, ya puede encarar las exigencias de una metrópoli que aspira a ser moderna y habitable. Es el momento preciso en el que el arquitecto, el urbanista o el ciudadano soñador, pueden dibujar el cauce ideal.

El factor económico es sin duda aquel que nos devuelve, de manera más fría, a la realidad. Las instituciones deberían comprometerse a no ser cicateras en un proyecto de tal magnitud. Los principales ejes de desarrollo del área metropolitana necesitarán evidentemente de un esfuerzo inversor sin precedentes, lo cual genera cierta inquietud ante el actual clima de incertidumbre económica, poco proclive a presupuestos alegres.

No es menos cierto que la metrópoli tiene marcado un buen número de retos, de los cuáles el Guadalmedina es uno más, y sin duda uno de los más importantes, pero que no puede comprometer toda la inversión destinada a la provincia. Se necesitan proyectos ambiciosos, pero también realistas, alejados del colosalismo. En este sentido, conviene recordar que un proyecto que garantice la sostenibilidad probablemente favorecerá el ahorro, mientras que uno de carácter faraónico contribuirá al despilfarro de forma inevitable.

Pongamos un ejemplo de esto último: el proyecto de embovedado promovido por Celia Villalobos y la antigua Confederación Hidrográfica del Sur (por supuesto, cómo no, anunciado en plena campaña electoral). En él, el cauce dejaba de ser lo que es y era alienado por la ciudad. El proyecto de la alcaldesa suponía levantar una losa de cemento entre ambas orillas, dando prioridad en su superficie al tráfico rodado, y creando un gran vaso cerrado por donde debía circular el caudal (con el consiguiente peligro que conllevaría su obturación o incapacidad en situaciones extremas). Para evitar esto se pensaban construir dos grandes túneles de trasvase, uno hacia el embalse de La Viñuela, y otro que desembocara en el Peñón del Cuervo: un auténtico atentado ecológico.

Difícilmente se conformaría un boulevard arbolado, como se afirmaba en los trípticos de campaña del PP, ya que ningún árbol de porte podría sobrevivir sobre un lecho de cemento. En pos de la transversabilidad y la permeabilidad, la urbe devoraba a su río, lo hacía desaparecer, lo cual invalidaba cualquier posibilidad de integración, ya que no es posible integrar aquello que deja de existir.
Propongamos ahora, a modo de boceto, una medida más blanda.

Conste que soy consciente de que puede resultar una osadía jugar a ser alcalde. Pero también estoy seguro de que nadie se resiste a este inofensivo ejercicio de creatividad. La anchura del cauce, en la mayor parte de su recorrido, es lo suficientemente grande como para proponer grandes taludes que desciendan, de forma aterrazada, hasta la cota más baja del terreno, donde se crearía un pequeño cauce, en principio artificial, pero que, con el tiempo, debería ser asimilado por la propia naturaleza.

La vegetación, propia de los bosques de ribera mediterráneos, acompañaría el curso del río, y a medida que se ascendiera por las terrazas, las especies se harían más urbanas, más ornamentales y cuidadas. En esta zona se instalarían juegos, zonas de estancia, bellvederes, quioscos, etc., pero siempre dando protagonismo al verde.

Los paisajistas deberían jugar un papel clave, procurando, por ejemplo, que el recorrido del río sea tan serpeante como cualquier otro que podamos encontrar en la naturaleza. Los laterales, ahora sí acompañados por árboles potencialmente frondosos, que arrancarían de los bordes mismos del antiguo cauce, se convertirían en auténticos paseos, predominando los espacios peatonales frente al tráfico rodado que podría trasladarse, ya sin problemas, al subsuelo de dichos paseos.

Esta configuración, entre otras cosas, posibilitaría el mantenimiento de los puentes históricos, tan ligados también al discurso temporal de Málaga (piensen si no en el Puente de los Alemanes o el de la Aurora). La transformación de las fachadas urbanas al río, suavizada su relación con éste, se convertiría en una cuestión prioritaria, iniciando su revalorización y dignificación.

La historia de un río también puede escribir la historia de una ciudad, igual que su mar o sus caminos, ya que, al fin y al cabo, ambos son lugares de paso. Recordando a Jorge Manrique, también los hombres navegan por las aguas del tiempo, como sobre un río. Historia, hombres, ríos: todos ellos objetos de tránsito.

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