Negrito en blanco y negro.
Recuerdo la primera vez que los nuevos llegaron a casa, eso fue poco tiempo después de mi enfermedad. Cuando tuve fiebre y mucha tos. Apenas puedo acordarme con exactitud lo que ocurrió durante la noche, pero no he olvidado que mi madre me envolvió en una manta y finalmente acabé en una sala en el hospital, conectado a una máquina y deslumbrado por los focos. En verdad, sólo me quedan recuerdos vagos de aquellos días; creo que mi abuela volvió de Francia y me agarró fuera de sí como un muñeco. Todos lloraban mucho.
Yo les sonreía e incluso abracé varias veces a mi madre pero ella no reaccionó. Nadie se daba cuenta de que estaba ahí; de pie, mirándoles, todos me ignoraban y se agarraban a mi cuerpo en la cama. Mientras, yo gritaba desgañitándome y corriendo de un lado a otro de la habitación. Mi abuela rezaba. Al rato, porque estaba aburrido me fui a contar los coches que veía aparcados debajo de la ventana. A mamá después de aquel día no volví a verla. No sé adonde se fue. Yo regresé a casa solo, a píe, ocurrió como en un sueño, pero al despertar estaba de nuevo allí, en mi habitación jugando con mi escalextric.
Una semana después, los nuevos vinieron con todos sus bártulos. Trajeron primero las maletas, pero después nos inundaron con sus cajas de cartón, algunos muebles y muchos tablones de madera. Enseguida temí lo peor; habían llegado para quedarse. No quiero olvidar mencionar, que a partir de aquellas fechas en que la familia Ibranovic se iban apropiando de nuestra casa, el mundo interior entre nuestras paredes empapeladas se fue volviendo más oscuro y a la vez extrañamente más claro.
Todos los objetos que tenía a mí alrededor basculaban entre el negro y el blanco pasando por todos los matices de grises. Así la lámpara del salón que siempre había resaltado por su color azul intenso se convirtió en una araña con globos blancos y negros. El sofá en verde olivo cambió a un gris perlado que parecía sucio. Los rojos de los muebles de la cocina se mutaron en antracitas, los amarillos en blancos y hasta las puertas de taracea griseaban.
Yo esperaba ya harto a que llegase mamá, mientras ellos deambulaban como verdaderos fantasmas aburridos; del sofá se iban a la cama y por la mañana después del desayuno, el padre se iba a trabajar y la madre y el hijo se conectaban al ordenador. A Lukas, el hijo, que con el paso de los días se le iba volviendo el pelo rubio en color ceniza, no le gustaba practicar ningún deporte. No iba más allá de jugar al rugby con su consola. Entre tanto, aunque me parara quieto mirándoles fijamente a los ojos; ellos pasaban a través de mí como si me hubiera convertido en una cortina de humo transparente; así de fácil, sin ni siquiera echarse a un lado o pedir permiso.
Yo ya nunca tenía hambre, pero también sentía ya nostalgia por los guisos de mamá; esas ollas humeantes que borbotaban al cocinar durante horas. En lugar de eso, la señora Ibranovic almacenaba comida precocinada y de microondas. Hasta las salsas las compraba de bote y las dejaba siempre encima de la mesa para poder acceder a todas horas a los envases.
Así transcurrieron un par de semanas sin que mis intentos por contactar con ellos fueran efectivos. Pero por suerte llegó el cumpleaños de Lukas, y para mi sorpresa recibió como regalo un perro precioso. Era de color alabastro y muy lanoso con una mancha grande blanquecina en el cuello. Iba husmeando por todas partes; cosa que al principio me molestó porque siempre sabía donde yo estaba pero a la vez me hizo muy feliz, al comprobar que para él yo no era del todo invisible. Desde el primer día le llamé Negrito, y jugábamos al escondite, y ladraba cuando yo se lo pedía, e ignoraba a sus otros dueños cuando yo le llamaba. Sólo él sabía de mi existencia y me traía siempre su pelota para jugar conmigo.
Una noche Negrito no paraba de ladrar, se iba hacia la puerta de entrada y volvía a su cesta refunfuñando porque el señor Ibranovic le regañaba debido a que no le gustaba que ladrase, y menos cuando era de madrugada porque molestaba a los vecinos. Pero el perro estaba muy inquieto y daba vueltas y levantaba las patas en su canasta de mimbre. Corría a veces de nuevo en dirección a la entrada por el pasillo, daba un ladrido, pero inmediatamente huía con el rabo entre las piernas. Yo sabía que en esta ocasión su nerviosismo no estaba provocado por los gatos callejeros que a veces entraban en nuestro jardín, ni tampoco por los pájaros que siempre le ponían muy nervioso. A la vez siguiente que se atrevió de nuevo a acercarse a la puerta le acompañé, pero yo también tenía miedo, de modo que me aproximé primero a la ventana por si podía divisar entre los huecos de la persiana algo de lo que ocurría afuera.
En principio no vi nada, apenas podía reconocer los arbustos y la verja delante de la casa. Pero al darme la vuelta vi como mi abuela que vestía un traje bellísimo en blanco acariciaba el lomo de Negrito. Ella me miraba, sin dejar de acariciarle, con la misma dulzura como cuando me leía los cuentos al acostarme. Me contó que había estado buscándome, que a ella le había llegado la hora del último viaje pero estaba triste porque no había ido a esperarla. Me dio un abrazo y la vi feliz.
Me costó mucho trabajo despedirme de Negrito, verdaderamente había sido mi único compañero y amigo durante todos esos meses. Le prometí que un día cuando llegase el momento, yo también le haría compañía y vendría a buscarle.
Empezaba ya a amanecer y entonces a través de la ventana distinguí como el sol ya amarillo iba asomándose entre las nubes, y también las rosas eran ya rojas y la verja verde, y al mirar hacia atrás me percaté que negrito en verdad era marrón, un marrón canela como de café con mucha leche. Mi abuela me dio su mano y nos fuimos andando hacia el jardín, a lo lejos alguien que conocía a la abuela nos esperaba...
Estoy llorando de emoción... ¿Qué más puedo decir, escribir? Me ha llegado este relato directo a mi corazón dolorido por una reciente pérdida... mi tita Nati nos ha dejado...
ResponderEliminarAdemás, este cuento es alimento para mentes sensibles e inteligentes y para personas que albergan esas mentes y que se empeñan en ser felices porque consideran que ser feliz es un deber moral.
Gracias Isabel Campos seas quien seas, tengas la edad que tengas, leas lo que leas, trabajes donde trabajes... Si así escribes, lo demás es secundario.
Juana Godoy Aguilera.