EL ESTADO DE LA NACIÓN. JUAN BONILLA

DEBATE SOBRE EL ESTADO DE LA NACIÓN



PUBLICADO EN www.diariosur.es

Si se pudiera medir de veras el estado anímico de la nación por el debate sobre el estado de la nación que se ha celebrado esta semana en el Congreso de los Diputados, no tendríamos más remedio que admitir que el estado de nuestro Estado es, fundamentalmente, aburrido. No recuerdo un debate sobre el estado de la nación más aburrido, moribundo, cansino y bobo: quizá estemos así todos, pero uno diría que es una prueba más de lo poco que reflejan los políticos los humores de la gente a la que representa. Si los políticos son un espejo de la sociedad, hace ya mucho que nuestro espejo está lo suficientemente empañado como para no reflejarnos apenas. No digo que no estemos más moribundos y cansinos y hasta bobos que hace un año, porque puede que sí, pero estoy casi convencido de que el debate ha sido más cansino y bobo de lo que nosotros somos.

De lo poco salvable, la intervención de Rosa Díez pidiéndole a Zapatero que urgiese a un cambio en la ley electoral, instrumento injusto que fomenta el bipartidismo y escamotea representación parlamentaria a miles de españoles según un sistema hecho para que los partidos mayoritarios sean beneficiados descaradamente. Zapatero debió consultar unas estadísticas, a sabiendas de que al menos en eso los del PP iban a estar de acuerdo con él, y ni corto ni perezoso respondió que por mucho que a Rosa Díez le doliera, la verdad es que España era un país bipartidista. No en vano los votos que se le dan al PP y al PSOE suman el 84 por ciento de los votos que se emiten, a pesar de lo cual ambos partidos ocupan el 92 por ciento de los escaños que hay en el Congreso.

Según lo veo, el error de Rosa Díez fue acudir al bipartidismo como razón de peso para cambiar la ley electoral, porque al mencionarlo estaba dando ventaja a quienes como Zapatero y Rajoy dicen que las diferencias entre lo que sale al traducir votos por escaños apenas serían notables pasando de un sistema a otro.

En efecto, en cualquiera de los sistemas electorales que se practican en los países civilizados, PP y PSOE se repartirían, como no podía ser de otra manera, la mayoría de los escaños, pero precisamente por ser España un país claramente bipartidista es tan importante y tan urgente que se cambie la ley electoral. Porque en los países bipartidistas, a menudo la última palabra y las decisiones quedan en manos de las minorías, que decantan hacia un lado o el otro la balanza del poder.

Y nuestro sistema electoral potencia, entre las minorías, a las más minoritarias por el hecho de concentrarse en unos territorios a los que se les privilegia: es decir, a los partidos nacionalistas. Al hacerlo así, sí que ayuda a cometer una flagrante injusticia que cobra peso cuando, como ha pasado hace quince días, para aprobar unos presupuestos, el Gobierno ha tenido que recurrir a la abstención de los nacionalistas vascos, a los que convencieron cediendo a todas sus peticiones.

Los nacionalistas vascos salieron de esa reunión ufanos y chulescos diciendo que nunca habían conseguido tanto con tan poco: y tanto, nunca doscientos y pico mil votos, han tenido tanta fuerza, una fuerza que por momentos podía decantar la situación del país hacia la estabilidad postiza en la que estamos o hacia el cierre definitivo de la legislatura.

Y todo, gracias a un sistema electoral que, en efecto, regala unos cuantos escaños a los partidos mayoritarios, pero también afianza a aquellas fuerzas poderosas territorialmente, sin que llegue a importar el número de ciudadanos a los que representan, mientras que partidos, como Izquierda Unida, la más perjudicada por el sistema electoral, con millón y pico de votos y representación insignificante en el Parlamento, al no aunar a todos sus votantes en unos pocos territorios, se tiene que quedar con esa cara de pasmo que inevitablemente tienen sus líderes.

No es que haya que cambiar la ley electoral, como también piden los indignados, para acabar con el bipartidismo, sino más bien para que el bipartidismo no se acompañe siempre de la potenciada voz de los nacionalistas que representan a un número muy pequeño de ciudadanos comparados con los cientos de miles que por votar a Izquierda Unida o a UPyD se quedan sin voz, literalmente, por culpa de un sistema que no sólo es injusto sino que es también un atentado contra las matemáticas. Pero no se esperance nadie, porque no habrá cambios en esta ley idiota. Al PSOE no le interesa hacer cambios en ella porque prefiere su dependencia actual a la mera posibilidad de depender de los comunistas: por mucho, por demasiado que haya durado el idilio de socialistas y de comunistas, los primeros nunca se han fiado de los segundos, y los segundos, por fin, al calor de los manifestantes del 15-M, han empezado tarde y mal a no fiarse de los primeros.

En cuanto al PP, ni te digo. En el fondo les viene bien que PNV y CiU se harten de congresistas con la mitad de votos que los de Izquierda Unida: al menos, aunque nacionalistas, son de derechas y saben negociar, y han demostrado que no les importa mucho con quien negocian con tal de llevarse lo suyo, y a raudales, de cada negociación.

Así que la verdad es que, aunque la calle sea un clamor, los dos grandes partidos están encantados con nuestro sistema electoral a pesar de los estropicios evidentes que provoca, y de que fiarse del PNV a estas alturas, como se ha visto en Guipúzcoa, son ganas de creer en los horóscopos y los Reyes Magos. Pero hasta que esa ley no se cambie, hasta que un millón de votantes no sienta que de veras sus votos significan representación política, si no real, sí al menos matemática, nuestro sistema no estará limpio: seguirá pesando sobre él la sombra, cada vez más negra, de la jerarquización del voto, y por tanto, la certeza de que, por mucho que la ley diga que todos somos iguales, no sólo no somos iguales, sino que, encima, a unos cuantos les basta juntarse para que sus votos sean un diputado, mientras otros miles, literalmente, no somos nadie.

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