CÓMO NEGOCIAR LA RENDICIÓN. PABLO BUJALANCE

QUÉ PENA

PUBLICACO EN www.malagahoy.esVIENDO la semana pasada a los adolescentes, jóvenes y también maduros tumbados en la calle Alcazabilla, borrachos, vomitando e intoxicados hasta el tuétano, me venía a la cabeza aquello que cantaban The Clash, "Londres se hunde / y yo vivo junto al río". Aunque las calles del centro todavía huelen a mulo muerto, y a pesar de que las denuncias presentadas por los vecinos aún tienen que resolverse, el sopor del final de agosto y la nula agenda política tienden a pasar página, vale, durante la Feria se vulneró la ley a mansalva pero ya está, punto y aparte, ya no se hacen botellones y la normalidad se impone.




Pero toda aquella lamentable sucesión de cogorzas colectivas y la lamentable imagen ofrecida por el Ayuntamiento, lo sentimos pero esto no pedimos pararlo, habrá que ponerlos a copiar cien veces que eso no se hace, obedecen a una razón nada efímera. Un motivo que permanece y se reproduce todos los días. Cierto, ya no se hacen botellones, al menos no tantos como antes. Pero basta pasar cualquier noche por la Plaza de Jerónimo Cuervo para ver cantidad de basura amontonada impunemente: quienes compran comida rápida en los establecimientos de la zona no dudan en dejar allí todos los envoltorios, plásticos y vasos, ya los barrerán.

De manera general, tanto en el centro como en muchos barrios la suciedad se ha convertido en un problema urgente. Pero la cuestión no es que los de Limasa hagan su trabajo mejor o peor, ni que el Ayuntamiento destine un presupuesto mayor o menor a la limpieza de las calles. Lo grave es que mucha, muchísima gente, considera que no importa. Que resulta lícito tirar la porquería en el lugar que corresponde al paso de personas y el esparcimiento de los niños. Que lo propio cuando se consume algo es arrojar los restos al suelo. El asunto trasciende por tanto el ámbito de lo político y afecta de lleno a lo ético. La responsabilidad última no es de quien no penaliza o lo hace tarde, sino de quien se considera con autoridad suficiente para hacer en el ámbito público todo aquello que le apetece.

La decadencia existe. Elimina gobiernos y arrasa civilizaciones. Es decir, todos esos miles que disfrutan destrozando lo que tanto tiempo y tanto dinero cuesta hacer no brotan por generación espontánea. Se necesita una profunda anulación de valores para que algo así acontezca. Es cierto que la crisis aprieta, que el trabajo escasea y que muchos se ven atrapados en un túnel sin salida (no sé, de todas formas, cuántos de quienes rompían las botellas de vidrio junto al Museo Picasso en Feria irían a la campaña de la fresa a Huelva si pudieran), pero la raíz del cáncer es muy anterior a la crisis. El diagnóstico es cultural: si alguien decide que puede beber, escupir, vomitar, arrojar alcohol y romper una botella de vidrio en la calle Císter es porque no ve la calle Císter, sino una calle cualquiera, que no tiene nada que ver con él o ella. Lo mismo ocurre con la calle Alcazabilla, o con Álamos, o con el mismísimo Teatro Romano.

Tengan por seguro que ninguno de esos bárbaros se aplicará en descargar sus depósitos orgánicos encima de su Playstation. Pero como la calle Císter no es suya, la conciencia no les acusa. Más allá de cierto egoísmo coyuntural que la postmodernidad se ha empeñado en fraguar, lo que hay aquí es una profunda carencia de identidad: es evidente que quien muestra semejante desprecio a su ciudad no se siente parte de ella, no siente que su historia está ligada a la del lugar en que vive, no percibe conexión alguna entre su existencia y la de quienes habitaron el mismo espacio antes que él o ella. Y, lamentablemente, ya va siendo hora de decirlo claro: Málaga no se ha preocupado nunca, ni históricamente ni en los últimos años, de reforzar esta identidad, de cultivar el amor por sí misma, de subrayar tanto sus singularidades como lo que de común tiene con el resto de ciudades del planeta.

Al contrario, ha dado rienda suelta a un chauvinismo atroz y a un complejo incendiario respecto a la sempiterna posición de Sevilla como injusta capital de Andalucía y ladrona de buena parte de cuanto le correspondía. Esto y el autodesprecio es lo mismo. Málaga sólo ha sabido mirarse como basura, y así actúa. Ahora toca pagar la factura, y ya se ve que sale muy cara: un monstruo abúlico y fatal que el mismísimo Ayuntamiento se confiesa incapaz de contener.

Así estamos: hinchados de orgullo por la procesión de las tallas de nuestra Semana Santa en Madrid y sepultados en nuestra propia podredumbre. Pero venderse no es quererse. Ojalá esto lo comprendiera alguien con poder de decisión. Mientras, quienes amamos la ciudad seguimos barajando la carta del exilio antes de negociar la rendición. Qué pena. Qué pena.


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