EL FIN DE ETA
El jueves 20 de octubre asistimos a una de esas fechas históricas, la anhelada renuncia de ETA a la “lucha armada”, poniendo de ese modo fin a una pesadilla que ha durado más de 50 años. Vaya por delante mi felicitación y alegría, eso sí, prudente, que se suma a la de todos los demócratas, y el recuerdo a las víctimas, para quienes poco consuelo puede suponer este abandono, más que retrasado, de una violencia injustificada e inútil.
Quizás pasen los años y los españoles del futuro revisen con indiferencia este periodo de nuestra historia, sin poder imaginar lo que era un país que en el conjunto de la civilizada Europa, sufría el martirio periódico del coche bomba o el tiro en la nuca. Para nosotros sin embargo, que nacimos y crecimos con las fotos de los etarras en las comisarías, con la noticia del atentado en la sobremesa día sí y otro también, y las imágenes de la kale borroca destrozando algo más que autobuses y contenedores en las ciudades vascas, parecía que el terrorismo fuera como una enfermedad crónica que dolía cada poco tiempo y cuya curación suponía más un acto de fe que una posibilidad real.
Era tan normal ver noticias de la banda como escuchar que se acercaba una borrasca. Para nuestra generación, ETA no será nunca un epígrafe más en un libro de historia, como seguramente lo será para los niños que han nacido en este feliz 20 de octubre, sino la prueba sombría de nuestra incapacidad para articularnos como país, la evidencia de que a la democracia le costaba abrirse paso del todo en España. Algunos la sufrieron más que otros, mucho más, tanto que se dejaron la vida por su causa. El terror secuestró la libertad de muchos vascos, se cebó con aquellos que quisieron ser libres, ser la voz que no se doblegara al chantaje. A ellos no les pudieron robar la libertad: su elección, sufrida y grande, de ser ciudadanos.
El anuncio del pasado jueves fue por encima de todo la victoria de aquellos que lo sacrificaron todo por ser libres. Ni la parafernalia de la previa conferencia en San Sebastián, ni su consabida retórica del conflicto pueden disimular la amarga realidad de ETA: la derrota sin paliativos. El optimismo de muchos españoles se justifica especialmente en este hecho. Evidentemente aún faltan pasos: las esperadas disolución y entrega de las armas, que se esgrimen como motivos de desconfianza por parte de amplios sectores. Pero era esperable que la desaparición de la banda tenía que maquillarse ante su base social, representar una mascarada más que diera argumentos a su base social. ETA no va a rendirse sin más y enviar a los suyos el mensaje de que la lucha armada no sirvió de nada, de que tantos presos y tanto dolor fue incapaz de doblegar la firmeza del estado de derecho, de que la democracia les ha cercado y de que ya no había salida posible, en suma, de que han sido derrotados. No, ETA tiene que aparentar que ha abandonado la lucha por propia voluntad, y esa es la mejor evidencia, digo, de su derrota definitiva.
Pero queda camino por recorrer. La nueva etapa que se abre debería asumir un equilibrio de difícil naturaleza, feliz patata caliente para el nuevo gobierno que se forme el 20N. Por una parte, la convicción de una victoria sin contraprestaciones políticas, única salida posible ante el terrorismo; por otra, la magnanimidad, como la de los reyes antiguos, de una democracia que puede hacer uso de los mecanismos necesarios, pienso por ejemplo en el acercamiento de presos y otras medidas penitenciarias, desde la firmeza que da su superioridad moral, para estimular el perdón y la reconciliación. Obtendríamos una paz enferma si los pasos posteriores a la misma eternizan la fractura en el seno de la sociedad vasca, pero al mismo tiempo, como no pocas voces solicitan, no es posible la paz sin justicia.
Es posible que el conjunto de incertidumbres sobre el futuro de la paz en Euskadi sea mayor que el de las certezas, pero en un país acosado por la crisis económica y el paro, dominado por un clase política que pendula entre la corrupción y la ineptitud, nos viene bien una noticia que aporte algo de optimismo, que nos redima de este fatalismo asfixiante en el que últimamente estamos instalados. ¿Si vamos a ganar la paz, cómo no pensar en que podemos superar una crisis económica? Al cabo, parece que siempre hay luz al final del túnel.
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