JUAN MARÍA BANDRÉS

JUAN MARÍA BANDRÉS

Yo no viví en primera persona la historia que voy a tratar de narrar, pero la he escuchado muchas veces en boca de mi padre y sé lo importante que fue y sigue siendo para él. El 24 de diciembre del año 1968, una pareja de la Guardia Civil custodió a un viajero hasta un pequeño pueblo del interior de Almería. El viajero nunca había estado allí e imagino que debió pensar, una vez que se quedó solo en la pequeña plaza principal, que llegaba a un lugar bastante inhóspito, no tanto por el paisaje o el clima –tan distintos al suyo– sino porque él no había elegido ni ese viaje ni ese lugar de destino.

Lo habían decidido por él las autoridades, las mismas que durante 40 años decidieron prácticamente todo lo que debían hacer TODOS (vascos y catalanes, igual que extremeños, castellanos o andaluces) los ciudadanos de este país. Ese recién llegado no era ni mucho menos un invitado de honor. Era un joven abogado vasco "deportado" o "desterrado" en razón de sus actividades políticas contra el Régimen.

Lo que hoy es motivo de orgullo debía de ser, en aquel entonces, sinónimo de sospecha y no sólo para los más adeptos al franquismo. No me sentiría capaz de juzgar a los habitantes de aquel pequeño pueblo, a donde sólo llegaba la información controlada por un régimen dictatorial, si hubieran sentido prevención o desconfianza ante alguien a quien la autoridad señalaba como culpable de un delito y al que otorgaba, como única carta de presentación en el pueblo, el poco grato título de "deportado".

Y, sin embargo, -y esto es para mí lo más extraordinario de esta ya vieja historia– a pesar de todos esos motivos para el recelo, mi padre recibió de aquella gente tanto que ni siquiera hoy puede olvidarlo ni dejar de asombrarse. No habría sitio en esta página para contarles todos los gestos de confianza y cariño que tuvieron con él. Sólo les diré que esa noche tan especial en que llegó a Purchena mi padre cenó en la buena compañía de alguien que se acercó para ofrecerle su ayuda. Ni esa primera noche, ni ninguna de las que pasó en aquel pueblo, mi padre cenó solo. Personas inolvidables como Paco, el herrero, Salvador, el notario y su mujer, Dioni o José Antonio, el del bar, le dieron las cosas importantes que solo se dan a los amigos. Le ofrecieron su casa, su comida e incluso su dinero y, lo que es más importante, su compañía y su "mente abierta" para escuchar a aquel hombre sensible e inteligente y descubrir que sus ideas no eran tan terribles y que quizás no estaban tan lejanas a las de ellos. Cuando ocurrió esta historia, yo estaba en el vientre de mi madre. Nací, muy lejos, en San Sebastián, un día de enero, y mi padre lo supo antes de que se lo dijeran; lo intuyó cuando ese día florecieron los almendros, en Purchena.

Esto no es una licencia poética, aunque parezca más propio de una novela de Isabel Allende, así me lo contó él y así me sigue gustando imaginar que ocurrió. Al fin y al cabo, como creo que ya ha quedado, en Purchena casi todo era posible. La gente del pueblo lo celebró como si el niño hubiera nacido en el mismo pueblo, al fin y al cabo, el padre de la criatura era para entonces, -él llegó en diciembre y yo nací en enero– uno de los suyos. Y también porque, gracias a esas excelentes personas, el destierro con que una dictadura quiso castigar a un hombre se convirtió en un lugar de acogida amable y cordial. Hay otra razón por la cual creo que esta historia viene a cuento para el primer número de una revista como ésta: cuando mi amiga Nieves Concostrina me explicó como entendía ella la "mirada limpia", recordé inmediatamente esta historia. Por lo mucho o poco que conozco a mi padre sé, y en esto estoy seguro de no equivocarme, que la "mirada limpia" que él siempre ha tenido y ha deseado que tuviéramos todos con el extranjero o el diferente –en el que todos podemos convertirnos en algún momento-, es la mirada que él encontró en la gente de Purchena.

Jon Bandrés Bengoechea es hijo de Juan María Bandrés Molet

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