Que la nueva ley que regula las
relaciones en el puesto de trabajo tiene sentido en el mundo actual es algo que
salta a la vista si se analiza el contexto político, económico y social del
momento en el que ha sido puesta en marcha: vivimos en una época en la que el
empleo ya no es solo un objetivo inalcanzable para nuestras autoridades, sino
que no es ni siquiera deseable: aunque se diga lo contrario, las prioridades
económicas son bien distintas.
Estas últimas décadas han visto pasar
muchos acontecimientos, pero sobre todo han presenciado lo que el sociólogo
francés Alain Touraine ha denominado “el fin de la sociedad para sí misma”, la
quiebra de un modelo económico que, en definitiva, necesitaba del
ciudadano-empleado-consumidor para que el beneficio continuara maximizándose a
buen ritmo. Por ello, el paro -no la inflación- pasó a ser el principal enemigo
en Europa durante cerca de treinta años (1945-1975), con España, Portugal y
Grecia -los tres países que peor están ahora en la zona euro, casualidades de
la vida…- como sonadas excepciones.
La sociedad para sí, fundada bajo el
denominado consenso keynesiano-fordista, tenía al trabajador como su centro: el
ciudadano -normalmente un varón abastecedor de la familia- necesitaba un buen
salario, no solo para seguir trabajando, sino también para mantener un poder
adquisitivo que permitiera que las distintas empresas que satisfacían su deseo
de compra continuaran vendiendo. El consumo aumentó y a ello contribuyó el
hecho de que tanto los servicios públicos como la Seguridad Social ahorraran a
las familias una serie de gastos que de otro modo hubieran sido los más
importantes. El empleo creaba más empleo: más gente consumiendo y comprando
suponía el nacimiento de nuevos productos y más personas dedicadas a prestar
servicios de ocio, recreo, etc.
Las necesidades se multiplicaron
milagrosamente, pero todo parecía marchar viento en popa. Una nota cultural
para describir el punto de vista de aquella época: para el Estado, el
delincuente no era precisamente un malhechor: se trataba de una persona
desintegrada de una sociedad que debía rehabilitarle lo antes posible para que
continuara adquiriendo productos. El Frank Capra de “Qué bello es vivir” se
alzaba victorioso bastantes años después de su estreno.
Eran, como podemos ver, momentos de
seguridad económica y materialismo -el primer coche, la televisión, etc.-, que pocos años después los hippies contraculturales
comenzaron a despreciar, víctimas de un optimismo antropológico que se quebró
en el mayo de 1968: aquella especie de salto en el tiempo -un paso infinito
hacia una sociedad de iguales, un cielo en la tierra…- no fue más que un
simulacro de la realidad, un espejismo, un ensayo de revolución para una clase
media que pronto comenzó a ver que el futuro se parecía cada vez más a un
pasado que no habían conocido siquiera. El esquema del pleno empleo comenzó a
resquebrajarse cuando el precio del petróleo, la inflación generalizada y las
oscilaciones monetarias amenazaron la supervivencia del capitalismo. El
socialismo pareció momentáneamente posible: caían dictaduras fascistas, la URSS
aparentaba cierta fuerza y no acusaba la crisis, los laboristas y socialistas
franceses anunciaban un enorme plan de nacionalizaciones…
Sin embargo, en pocos años se produjo la
revolución más silenciosa y exitosa que podamos recordar: los principales
bancos centrales de los países avanzados multiplicaron los tipos de interés
para combatir la inflación. La crisis de crédito estalló -el préstamo se puso
muy caro- y comenzó a dejar en la calle a miles de personas. Los nuevos
gobernantes en Occidente apoyaron planes de austeridad que estancaron la
demanda, el consumo y el empleo; los sindicatos se quedaron desarmados; al
mismo tiempo, los chinos declaraban sus “zonas de libre comercio”, fábricas sin
derechos laborales a las que las multinacionales -apoyadas por los Estados-
acudieron voraces en busca de la parte de la tarta que les había faltado
durante décadas. Era la llegada de la era de la información, de los servicios y
del empleo flexible. Eufemismos para evitar decir que ya no había vuelta atrás.
Los empleos se recuperaron, pero ya no
volvieron a ser los mismos: trabajo a tiempo parcial, contratos temporales,
economía sumergida… El sociólogo alemán Ulrich Beck -en un país obsesionado con
mantener la inflación baja- ya alertó de la “brasileñización de Occidente” en
1998, cuando a nadie les sonaban los minijobs: Alemania había decidido combatir
el paro aumentando la precariedad y la pobreza, cualquier cosa valía para no
salir en la estadística. Solo quedaba una pregunta: ¿quién consume ahora? La
brecha entre la renta disponible y el poder adquisitivo necesario para ser un
triunfador se cubrió mediante crédito. Igual que anteriormente el sistema
necesitaba del empleado-trabajador, ahora regaló al individuo una tarjeta VISA
reluciente. La burbuja comenzó a inflarse y pronto necesitó de cemento para
aparentar “el fin de los ciclos económicos”. Y preferimos no enterarnos.
Una década perdida de construcción
financiada con crédito alemán -el mismo que pide ahora su parte de vuelta- nos
ha dejado lejísimos de poder competir en algo que no sea precios baratos. Con
un 23% de paro -más de un 30% en regiones-naciones como Andalucía, por
ejemplo-, el trabajador ya no ejerce un derecho: tiene un privilegio. Hablar de
mercado laboral ya de por sí es una aberración, pues supone aceptar el
paradigma social actual: que la oferta y la demanda determinan que el precio
del empleado es bajísimo, al existir millones que estarían encantados de ser
tiranizados por mucho menos dinero.
De ahí que se puedan encadenar contratos
sin apenas cobrar y que pasen años sin que el empleado bien formado adquiera
derechos. Los sindicatos, en su peor crisis, parecen reaccionarios al
reivindicar algo que hemos aprendido a deplorar: más que trabajo fijo, estamos
locos por tener una fuente de ingresos, aunque sea en negro. Y con esto los
empresarios, subvencionados y mimados como los portadores de la marca España,
harán maravillas durante los próximos años. “Ahora sí que sí”, reza un folleto
de un curso para que estos propietarios y ejecutivos aprovechen los progresos
de la última gran reforma.
¿Cuándo frenarán? ¿Nos daremos cuenta de
que una enferma de anorexia no consigue la belleza por ese camino? Lejos de
Islandia, nos acercamos a la bulímica Grecia, que demuestra que los parches
neoliberales solo están sirviendo para ganar tiempo: quien tiene que cobrar ha
de hacerlo lo antes posible para pagar a unos terceros, que a su vez se
apalancaron con unas hipotecas concedidas al primero que pasaba. La economía
del endeudamiento, de la usura, es el modelo más insostenible de sociedad. Solo
el miedo a la destrucción mutua asegurada -que nos declaremos todos en quiebra
o, mejor, que nos descontemos las deudas- mantiene este sistema en un
duerme-vela, en el que los medios de comunicación mienten diariamente,
sabedores de tener una pistola detrás de la cabeza. Dan ganas de apagar la luz,
la tele, lo que sea… y pasar a otra cosa. Al menos tendrían que enterarse de
que por fin les hemos pillado la broma.
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