EL FÍN DE LA SOCIEDAD PARA SÍ MISMA. MARCOS VILLENA

EL FÍN DE LA SOCIEDAD PARA SÍ MISMA

Que la nueva ley que regula las relaciones en el puesto de trabajo tiene sentido en el mundo actual es algo que salta a la vista si se analiza el contexto político, económico y social del momento en el que ha sido puesta en marcha: vivimos en una época en la que el empleo ya no es solo un objetivo inalcanzable para nuestras autoridades, sino que no es ni siquiera deseable: aunque se diga lo contrario, las prioridades económicas son bien distintas.

Estas últimas décadas han visto pasar muchos acontecimientos, pero sobre todo han presenciado lo que el sociólogo francés Alain Touraine ha denominado “el fin de la sociedad para sí misma”, la quiebra de un modelo económico que, en definitiva, necesitaba del ciudadano-empleado-consumidor para que el beneficio continuara maximizándose a buen ritmo. Por ello, el paro -no la inflación- pasó a ser el principal enemigo en Europa durante cerca de treinta años (1945-1975), con España, Portugal y Grecia -los tres países que peor están ahora en la zona euro, casualidades de la vida…- como sonadas excepciones.


La sociedad para sí, fundada bajo el denominado consenso keynesiano-fordista, tenía al trabajador como su centro: el ciudadano -normalmente un varón abastecedor de la familia- necesitaba un buen salario, no solo para seguir trabajando, sino también para mantener un poder adquisitivo que permitiera que las distintas empresas que satisfacían su deseo de compra continuaran vendiendo. El consumo aumentó y a ello contribuyó el hecho de que tanto los servicios públicos como la Seguridad Social ahorraran a las familias una serie de gastos que de otro modo hubieran sido los más importantes. El empleo creaba más empleo: más gente consumiendo y comprando suponía el nacimiento de nuevos productos y más personas dedicadas a prestar servicios de ocio, recreo, etc.

 Las necesidades se multiplicaron milagrosamente, pero todo parecía marchar viento en popa. Una nota cultural para describir el punto de vista de aquella época: para el Estado, el delincuente no era precisamente un malhechor: se trataba de una persona desintegrada de una sociedad que debía rehabilitarle lo antes posible para que continuara adquiriendo productos. El Frank Capra de “Qué bello es vivir” se alzaba victorioso bastantes años después de su estreno.

Eran, como podemos ver, momentos de seguridad económica y materialismo -el primer coche, la televisión, etc.-,  que pocos años después los hippies contraculturales comenzaron a despreciar, víctimas de un optimismo antropológico que se quebró en el mayo de 1968: aquella especie de salto en el tiempo -un paso infinito hacia una sociedad de iguales, un cielo en la tierra…- no fue más que un simulacro de la realidad, un espejismo, un ensayo de revolución para una clase media que pronto comenzó a ver que el futuro se parecía cada vez más a un pasado que no habían conocido siquiera. El esquema del pleno empleo comenzó a resquebrajarse cuando el precio del petróleo, la inflación generalizada y las oscilaciones monetarias amenazaron la supervivencia del capitalismo. El socialismo pareció momentáneamente posible: caían dictaduras fascistas, la URSS aparentaba cierta fuerza y no acusaba la crisis, los laboristas y socialistas franceses anunciaban un enorme plan de nacionalizaciones…

Sin embargo, en pocos años se produjo la revolución más silenciosa y exitosa que podamos recordar: los principales bancos centrales de los países avanzados multiplicaron los tipos de interés para combatir la inflación. La crisis de crédito estalló -el préstamo se puso muy caro- y comenzó a dejar en la calle a miles de personas. Los nuevos gobernantes en Occidente apoyaron planes de austeridad que estancaron la demanda, el consumo y el empleo; los sindicatos se quedaron desarmados; al mismo tiempo, los chinos declaraban sus “zonas de libre comercio”, fábricas sin derechos laborales a las que las multinacionales -apoyadas por los Estados- acudieron voraces en busca de la parte de la tarta que les había faltado durante décadas. Era la llegada de la era de la información, de los servicios y del empleo flexible. Eufemismos para evitar decir que ya no había vuelta atrás.

 Los empleos se recuperaron, pero ya no volvieron a ser los mismos: trabajo a tiempo parcial, contratos temporales, economía sumergida… El sociólogo alemán Ulrich Beck -en un país obsesionado con mantener la inflación baja- ya alertó de la “brasileñización de Occidente” en 1998, cuando a nadie les sonaban los minijobs: Alemania había decidido combatir el paro aumentando la precariedad y la pobreza, cualquier cosa valía para no salir en la estadística. Solo quedaba una pregunta: ¿quién consume ahora? La brecha entre la renta disponible y el poder adquisitivo necesario para ser un triunfador se cubrió mediante crédito. Igual que anteriormente el sistema necesitaba del empleado-trabajador, ahora regaló al individuo una tarjeta VISA reluciente. La burbuja comenzó a inflarse y pronto necesitó de cemento para aparentar “el fin de los ciclos económicos”. Y preferimos no enterarnos.

 Una década perdida de construcción financiada con crédito alemán -el mismo que pide ahora su parte de vuelta- nos ha dejado lejísimos de poder competir en algo que no sea precios baratos. Con un 23% de paro -más de un 30% en regiones-naciones como Andalucía, por ejemplo-, el trabajador ya no ejerce un derecho: tiene un privilegio. Hablar de mercado laboral ya de por sí es una aberración, pues supone aceptar el paradigma social actual: que la oferta y la demanda determinan que el precio del empleado es bajísimo, al existir millones que estarían encantados de ser tiranizados por mucho menos dinero.

 De ahí que se puedan encadenar contratos sin apenas cobrar y que pasen años sin que el empleado bien formado adquiera derechos. Los sindicatos, en su peor crisis, parecen reaccionarios al reivindicar algo que hemos aprendido a deplorar: más que trabajo fijo, estamos locos por tener una fuente de ingresos, aunque sea en negro. Y con esto los empresarios, subvencionados y mimados como los portadores de la marca España, harán maravillas durante los próximos años. “Ahora sí que sí”, reza un folleto de un curso para que estos propietarios y ejecutivos aprovechen los progresos de la última gran reforma.

 ¿Cuándo frenarán? ¿Nos daremos cuenta de que una enferma de anorexia no consigue la belleza por ese camino? Lejos de Islandia, nos acercamos a la bulímica Grecia, que demuestra que los parches neoliberales solo están sirviendo para ganar tiempo: quien tiene que cobrar ha de hacerlo lo antes posible para pagar a unos terceros, que a su vez se apalancaron con unas hipotecas concedidas al primero que pasaba. La economía del endeudamiento, de la usura, es el modelo más insostenible de sociedad. Solo el miedo a la destrucción mutua asegurada -que nos declaremos todos en quiebra o, mejor, que nos descontemos las deudas- mantiene este sistema en un duerme-vela, en el que los medios de comunicación mienten diariamente, sabedores de tener una pistola detrás de la cabeza. Dan ganas de apagar la luz, la tele, lo que sea… y pasar a otra cosa. Al menos tendrían que enterarse de que por fin les hemos pillado la broma.

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