LOS
PROBLEMAS DE EUROPA
Las políticas de austeridad impuestas
por los grandes poderes financieros por intermedio de los gobiernos de Francia
y Alemania y del Banco Central Europeo son un fracaso sin paliativos: han
llevado a casi toda Europa a otra recesión, han agravado el peso de la deuda,
las asimetrías y el paro, están destruyendo la cohesión social de Europa y
derechos sociales cuya conquista costó décadas de conflictos y luchas,
destruyen miles de empresas, crean pobreza y exclusión, producen un
alejamiento, quién sabe si definitivo, entre la población y las autoridades
políticas, y están dando alas a la extrema derecha fascista y neonazi que los
banqueros y grandes industriales siempre han azuzado en épocas de crisis.
No hay ninguna experiencia histórica ni
evidencia empírica que permita afirmar que se puede salir de una crisis como la
que estamos (de racionamiento financiero y falta de demanda efectiva) con menos
gasto, de modo que insistir en reducirlo sin tomar al mismo tiempo medidas que
garanticen de nuevo la financiación y que proporcionen ingresos adicionales a
la población consumidora es una vía que solo lleva a la depresión y al
desastre.
La ceguera ideológica de las autoridades
políticas y de los economistas que marcan el camino les impide reconocer esta
realidad. Y su sumisión a los poderes financieros (solo interesados ahora en
aprovechar la crisis para acrecentar sus privilegios) les lleva a insistir en
nuevos recortes, que solo sirven para que los bancos, especuladores y grandes
empresas aumenten su beneficios y un poder ya omnímodo que está liquidando a
las de por sí débiles democracias que se permite el capitalismo de nuestra
época.
Los recortes en educación,
investigación, innovación, en infraestructuras vitales y en prestaciones
sociales solo van a traer años de atraso y una inestabilidad social de terribles
precedentes en Europa.
Tan rotunda es la evidencia de todo
ello, que desde hace semanas se empezaron a abrir grietas en los bloques
políticos dominantes y a filtrarse la idea de que es imprescindible poner fin a
esta barbaridad política y económica. La presión de movimientos sociales, de
economistas críticos o incluso de las personalidades más sensatas del propio
establishment ha contribuido decisivamente a ello y la victoria del socialista
Hollande en las elecciones francesas posiblemente sea lo que definitivamente
obligue a poner en cuestión las políticas de austeridad.
Pero la alternativa que se está difundiendo
frente a ellas es insuficiente e inadecuada: la del crecimiento. Una estrategia
que ya ha demostrado que puede ser muy perversa y poco útil si no se matiza
claramente lo que implica y a dónde queremos que nos conduzca.
Frenar los recortes de gasto público y
en general todas las políticas de austeridad que están impidiendo que se
regenere el privado y se recobre el pulso económico es una precondición
indispensable para que en Europa se vuelva a crear empleo y para garantizar
estándares mínimos de bienestar y protección a toda la población. Pero se trata
solo de una precondición para evitar el desastre. Para conseguir que no vuelva
a producirse otra crisis mayor y con peores perturbaciones y daños que los que
ahora estamos sufriendo hacen falta más cosas.
No basta con hacer que crezca el
Producto Interior Bruto de cualquier forma ni con inyectar más dinero aún de
cualquier modo.
Aunque la crisis se desencadenó en su
superficie por la desregulación financiera y por las estafas continuadas que
cientos de bancos llevaron a cabo con la anuencia de las autoridades, sus
causas profundas (las que la hicieron sistémica) y las que volverán a
provocarla de nuevo si no se resuelven, son otras: la gran desigualdad que
deriva rentas sin cesar a la especulación financiera, la utilización intensiva
y despilfarradora de recursos naturales y energía que rompe la armonía básica y
los equilibrios imprescindibles entre la sociedad y la naturaleza, y una
progresiva degeneración del trabajo que empobrece a la población y al tejido
empresarial y que frena la innovación y el incremento de la productividad.
Sin afrontar todo eso, promover de nuevo
el crecimiento del producto interior “a lo bruto”, a base de gasto público e
inyectando recursos para la creación de más infraestructuras y para la
provisión de más servicios públicos puede frenar la deriva a la depresión en la
que nos encontramos, como ya ocurrió con los planes de estímulo, pero será sin
duda algo insuficiente y que terminaría provocando problemas aún más graves que
los que tenemos.
El crecimiento entendido como un
objetivo en sí mismo, sin más matizaciones, medido a través de un indicador tan
perverso como el PIB y sin tener en cuenta los costes sociales, ambientales y
antropológicos que lleva asociados, favorece la acumulación y volverá a dar
buenos beneficios a ciertas ramas del capital, además de generar algo más de
empleo y bienestar. Pero, en esas condiciones, éstos últimos no serán los
suficientes para alcanzar niveles mínimos de estabilidad y satisfacción social,
como demuestra la experiencia vivida en los últimos treinta años, ni con ello
se podrá evitar volver a las andadas más pronto que tarde.
Lo que Europa necesita no son planes de
crecimiento del PIB sino una estrategia global para la igualdad, el bienestar y
la responsabilidad ambiental basada en la promoción de nuevos tipos de
actividad, de propiedad y de gestión empresarial, en la generalización del
empleo decente, en el uso sostenible de las fuentes de energía y de los
recursos naturales que modifique radicalmente el actual modelo de metabolismo
socioeconómico, y en la promoción de una ciudadanía democrática, plural,
protagónica y cosmopolita. Y también, valga la paradoja, basada en la
austeridad pero en lo que ésta tiene de respeto al equilibrio natural y
personal y al buen uso de los recursos, y de rechazo al despilfarro; pero no de
renuncia a los derechos sociales y a la igualdad, como la entienden los
neoliberales.
Y además de ello, son imprescindibles
reformas políticas e institucionales que frenen el poder de los grandes grupos
oligárquicos y que permitan que las autoridades representativas sean quienes de
verdad adopten las decisiones en función de los mandatos de la mayoría social
en un marco de una auténtica democracia. Sin crear un auténtico poder público
en Europa, sin someter la actuación del Banco Central Europeo a las exigencia
de los intereses sociales y sin acabar con su complicidad con los intereses
bancarios privados, sin sanear el sistema financiero europeo declarando la
financiación de la vida económica como un servicio de interés público esencial,
nacionalizando los bancos que no se sometan a él y fomentando nuevos tipos de
finanzas descentralizadas y de proximidad, sin disponer de un auténtica
hacienda europea y sin replantear el diseño de la unión monetaria, por no
mencionar sino las cuestiones más urgentes, Europa seguirá balanceándose
irresponsablemente al borde del precipicio y las llamadas al crecimiento solo
servirán, si se me permite la expresión, poco más que para marear a la perdiz y
engañar otra vez a los pueblos.
La cuestión que hay que poner sobre la
mesa en Europa no es si recortamos un poco menos los gastos e inyectamos algo
más de recursos a las mismas actividades e infraestructuras de siempre (otra
vez carreteras, viviendas, más trenes de alta velocidad… y siempre casi todo en
masculino), sino si rompemos o no con el poder de las finanzas privadas y de
las grandes corporaciones empresariales y oligárquicas que nos dominan y que
son las que nos han llevado a la situación en la que estamos.
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