EL CASTIGO. ELVIRA LINDO


EL CASTIGO
¿Cómo sobrevive España con ese porcentaje escalofriante de parados? ¿Cómo no está a diario la gente en la calle? ¿Cómo no se disparan las cifras de hurtos, de robos, de asaltos? Hay algo que no cuadra, te dicen desde fuera. La contención misteriosa del pueblo español encuentra su explicación en la economía sumergida, que existe, obvio, pero conociendo a los míos me decanto más por la idea de que es la familia, esa institución que tanta aversión intelectual provocaba en mi generación, la que está salvando el país del desastre. 

Una solidaridad muda y eficaz que está paliando el déficit de guarderías, de ayudas relacionadas con la célebre ley de dependencia, que afectan al cuidado de enfermos crónicos, ancianos o discapacitados. Nadie está ya libre, o casi nadie, de tener que tender su mano a algún familiar en paro o de tener que subvencionar las vidas de unos hijos que no vislumbran el momento de ser plenamente independientes. ¿Estábamos malcriados? Puede, puede que nos mereciéramos una reprimenda, puede que no hubiéramos sabido transmitir a nuestros hijos que la generación de nuestros padres fue la del hambre, puede que con tanto empeño en la recuperación de la memoria histórica se nos hubiera olvidado lo esencial, que España era, en esencia, un país humilde en el que la gente no gastaba más allá de lo que tenía. Puede que necesitáramos con urgencia un cambio de mentalidad, de acuerdo, pero eso no significa que fuéramos merecedores de este castigo. Un castigo que sufren con más virulencia, como si el hilo de esta historia los manejara un ser perverso, aquellos que carecen de responsabilidad en este caos económico.

España se va manteniendo gracias a la unión de muchos esfuerzos anónimos e individuales. Eso es lo que de momento contiene el cabreo que produce el ver que los responsables de esta pesadilla nunca serán castigados.

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