¿DEMASIADO TARDE PARA EL SENADO?
Convengamos en que la pregunta
"¿Estaría usted de acuerdo en eliminar el Senado?" se contesta de
forma muy distinta si a uno le acaban de eliminar la paga extra: hay que tener
una inquebrantable fe en el bicameralismo para contestar que no. Pero, por
encima de los efectos directos que los recortes sobre los ingresos personales
pueden tener sobre la visión de las instituciones, lo cierto es que para la
mayoría de la opinión pública el Senado hace ya tiempo que ha pasado de ser el
gran desconocido a considerarse perfectamente prescindible. Un logro que, en mi
opinión, el mismo Senado se ha ganado a pulso, pues exagerando sólo un poco
podría decirse que el trabajo más concienzudo que ha hecho desde su
implantación por la Constitución de 1978 ha sido estudiar, con tanta
profundidad como escaso éxito, el posible diseño de su propia reforma.
A pesar de su popularidad, la prescindibilidad
de nuestra Cámara Alta no ha gozado hasta ahora de mucho predicamento en la
doctrina constitucionalista, tan unánime en la apreciación de la necesidad de
reformarla como en descartar que la reforma podría consistir, simple y
llanamente, en su supresión. A mi juicio, sin embargo, ya va siendo hora de que
la opción unicameral -la que considera que nos basta con una sola Cámara, el
Congreso de los Diputados- comience a discutirse como una muy razonable
solución al problema que el Senado supone en la actualidad.
El primer argumento en el que se puede
apoyar esta tesis es el que podríamos llamar argumento empírico. La realidad es
tozuda, y cuando durante 35 años no se ha conseguido encontrar una solución a
un asunto es muy posible que la razón sea que esa solución no existe. Es decir,
puede que tengamos que empezar a considerar que el problema constitucional no
es la reforma del Senado, sino el Senado mismo. Si fuera así, nada más
razonable que suprimirlo.
La verdad es que el Senado no ha cumplido
ninguna de las dos funciones que justificaron su inclusión en la Constitución.
La primera, que no está expresamente recogida en su texto, pero que no deja de
ser por ello fácilmente deducible, fue actuar como contrapeso conservador de un
Congreso eventualmente más progresista, el papel que tradicionalmente ha
cumplido el Senado en nuestra historia; ni una fórmula electoral mayoritaria ni
la sobrerrepresentación de las provincias más rurales han tenido el efecto que
supuestamente iban a tener, situar siempre al Senado más a la derecha que el
Congreso. La segunda fue establecer una Cámara de representación territorial,
que es como la propia Constitución lo define, pero sin atribuirle un
procedimiento de elección acorde con esa naturaleza ni encargarle las funciones
que le serían propias.
Es cierto que el sistema autonómico,
como todos los sistemas territorialmente descentralizados, no puede funcionar
sin un órgano mediante el cual el Estado pueda debatir sus políticas con las
comunidades autónomas y éstas puedan a su vez participar en la formación de la
voluntad estatal. Precisamente porque ese mecanismo es imprescindible, y debido
a que el Senado no ha podido, durante todos estos años, cumplir ese papel,
nuestro sistema ha generado el suyo propio: las conferencias sectoriales, es
decir, las reuniones de los consejeros autonómicos con el ministro del ramo,
que son, en opinión cada vez más extendida, nuestras verdaderas cámaras de
representación territorial, el lugar donde mejor se ha desarrollado nuestra aún
escasa cultura de la cooperación sin la cual nuestro Estado de las Autonomías
estaría abocado al fracaso.
Gracias a las conferencias sectoriales,
Estado y comunidades cuentan ya con un foro en el que se negocian las políticas
territoriales. Un foro con presencia de los gobiernos (el de España y los
autonómicos), no de los parlamentos, pero que no por ello ha dejado de
funcionar razonablemente bien durante todos estos años, posiblemente porque el
mejor formato para la cooperación territorial sea precisamente
intergubernamental y no parlamentario. Bastaría con completar su diseño
institucional, consolidando definitivamente la conferencia de presidentes
autonómicos, e incluyendo en el mismo las comisiones bilaterales que contemplan
ahora los estatutos de Autonomía para que el resultado fuera un Senado sin
senadores, mucho más eficiente que nuestra actual Cámara Alta.
Lo cierto es que el actual Senado se ha
convertido en un lujo: una Cámara de segunda lectura, donde (a veces sin
demasiada transparencia) se da una nueva oportunidad a las negociaciones que no
fructificaron en la primera y donde, en una curiosa amalgama, se sientan juntos
políticos a los que se les retira donde menos daño pueden hacer con otros que
están al inicio de su carrera y hacen méritos para lograr, con el tiempo, un
escaño en el Congreso. Parece de lo más razonable que, cuando la crisis
aconseja ahorrar gastos, los objetos de lujo se pongan los primeros en la lista
de las cosas de las que convendría prescindir.
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