FUERA DEL REBAÑO. CARLO FONTÁN


FUERA DEL REBAÑO
Nos sentimos a gusto en el grupo. Nos emocionamos en las manifestaciones, en el fútbol, en las procesiones. Es evidente que el hombre tiene algo dentro de sí que le hace empatizar con sus semejantes. Los humanos somos seres sociales. Pero tan necesario es el grupo como necesaria es la soledad. El miedo que tenemos a estar solos es también inculcado. Nuestra sociedad estigmatiza la soledad. La sustituye con ruido. Miles de decibelios de ruido electrónico en grandes eventos musicales, ruido de coches, ruido en bares, ruido de máquinas de construcción, conversaciones inanes sin descanso hasta el amanecer con el cerebro embotado por el alcohol, macarras y horteras con la música a todo volumen,  música en los parques los domingos para entretenimiento de los tiernos infantes, niñatos en motito molestando a toda la población, ruido de...

El ruido evade,  dispersa, confunde y estresa. El silencio invita a la introspección, y en una época en la que la vanidad, la avaricia, el lujo de unos pocos y la miseria de muchos, la corrupción y la mentira han sido o son los protagonistas, mirar al interior puede ser peligroso. Porque somos feos por dentro, más feos que el retrato de Dorian Gray en sus últimos días.

El ruido nos impide pensar con claridad y puede ser un problema no exclusivo del oído. Puede haber ruido en las ideas. Hay organismos administrativos que utilizan el ruido para desorientar, confundir y deshacer mientras incompetentes dirigentes hacen su agosto. Imaginaos a un médico o un enfermero de un hospital con falta de personal sanitario, estudiando la manera de reducir costes. Esto es hacer ruido. Imaginaos una escuela de pedagogos estudiando la manera de mejorar la educación, mientras los profesores dedican su tiempo a rellenar los papeles que éstos les mandan en vez de prepararse sus materias. Imaginad una orquesta que toca en un local con ventanas a la calle y ruido de coches, de bares, de máquinas de construcción... En esas condiciones es difícil tocar bien.

Nada es lo que parece
-No sé, no sé ¿Has tomado ese dato de la historia?
-Sí señor
-En ese caso creo que la Historia no mentirá-observó con acento de esperanza.
-No, señor ¿Qué ha de mentir?-repuse con decisión. Joven e inexperto creía que era así en realidad.
David Copperfield  de Charles Dickens.

Por suerte para el ciudadano y gracias al juego de intereses, a la lucha y al conocimiento, hemos llegado a vivir en una sociedad de hombres libres como es la democracia, aunque sea sobre el papel o con defectos. Pero ello nos exige a los ciudadanos una responsabilidad que no puede resolver solo la pertenencia al grupo. Y es pensar como personas, con la libertad que diferencia al animal racional del común. Para ello no vale adoptar un código de creencias, propagado en gran parte por los medios de comunicación, que nos resuelva el problema. Creer que los medios informan es una ingenuidad. Los medios nos aleccionan e intentan moldear nuestra mente. Grupos de especialistas trabajan para ellos y acaban siendo una forma de publicidad encubierta. Provocan en el receptor la respuesta prediseñada. No nos creamos más listos que todo un plantel de psicólogos dedicados al tema.

Dichos códigos de creencias o códigos de moldeo mental, que podíamos llamar, impiden al ciudadano pensar por su cuenta y mantenerse al margen es difícil, a no ser que no tengas tele, no leas prensa, no oigas la radio o te hayas mantenido una temporada sin ellas.

¿Y cuáles son estos códigos que mediante prejuicios condicionan nuestros pensamientos?

Son fundamentalmente la religión, las ideologías, y la visión manipulada que los medios dan de la ciencia. Dichos códigos excluyen al que no comulga con ellos.

Si no eres creyente te condenas, si no comulgas con mi ideología no puedes ser independiente, eres de la contraria, un asqueroso fascista o un rojo de mierda o un pordiosero "perroflauta". Y fuera de la ciencia no hay conocimiento posible.

Como ya he hablado anteriormente de ello, no voy a insistir más, solo un detalle acerca de la última por ser la más controvertida y la menos obvia al estar todos absolutamente impregnados de ella, desde nuestra más tierna infancia. Y para ello voy a tomar de C. G. Jung un ejemplo que puede aclararlo:

La ciencia, cuando estudia una muestra de grava, no tiene en cuenta que cada grano es diferente. Estudia sencillamente la media estadistica, y de esta media saca sus conclusiones. Aplicar luego el corsé resultante a cada individuo resulta una tarea complicada.

Este ejemplo que utiliza Jung para hablar de sicología nos sirve a nosotros para ilustrar el argumento de que la ciencia no tiene la exclusiva del conocimiento en ésta rama como en muchas otras. 

De hecho, la sicología debe mucho a Jung, que gracias a una visión más amplia que Freud- sin restarle a éste el mérito de ser aceptado por la comunidad científica-, trascendió la visión científica y fue a buscar en culturas menos evolucionadas la salida a conflictos como la interpretación de los sueños, algo en que la ciencia estaba a dos velas. Esta necesidad de trascender la ciencia es necesaria para conocer mejor nuestro entorno. La ciencia es una valiosa herramienta, cierto que muy potente, pero no la única. Somos hijos de todo lo que a la humanidad le aconteció antes de ahora. No extirpemos parte de nuestro saber como si no sirviera. Puede tener su utilidad. De los aciertos, de los errores evidentes. De todo se aprende. Seamos incluyentes. A lo mejor ese órgano que quiere extraernos el cirujano tiene arreglo.

Nuestra visión etnocentrista de hombres blancos nos ha impedido comprender las culturas que marginamos por creerlas inferiores o aquellas que dejamos atrás quemadas en la hoguera, en las conquistas, en el colonialismo o desde la prepotencia del racionalismo. 

El derecho a conocer pertenece al individuo como dueño de su mente que debería ser, y como ciudadanos de una democracia tenemos la obligación y la responsabilidad de pensar por nosotros mismos, facilitándonos ello la tarea de saber donde está el enemigo, donde aquél que quiere destruir la democracia, a veces tras ideologías totalitarias, como en el nazismo o el comunismo, a veces tras las religiones fundidas con el Estado, a veces tras la mismisima ciencia en forma de investigaciones buscando la patente de un organismo genéticamente modificado, buscando el negocio e impidiendo el libre acceso del ciudadano a los bienes que la naturaleza les brinda.

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