EL
REGRESO
Cuando lo conocí, él estudiaba Derecho y
además trabajaba como una bestia. Había descubierto la fórmula de no dormir, se
veía. Leía cuanta cosa le caía en las manos y le gustaba tomar vino y escuchar
historias y opiniones. Era una esponja de absorber palabras, siempre callado,
siempre curioso.
Un buen día él mismo descubrió quién
era. Supo de golpe, como en una revelación, para qué había aprendido todo lo
que sabía y a quienes iba a entregar todo lo que fuera capaz de dar en el
tiempo de vida que pudiera vivir. De golpe se llenó de asco y de apuro. Fue el
día en que lo echaron del empleo, porque le apagó un pucho en la cabeza al
gerente, y la noche en que decidió dejar de estudiar porque descubrió que el
Derecho no existía. El caballo hace al jinete y el bocado al diente: el Derecho
era el derecho de muchos hombres a hacerse puré bajo la suela de pocos. Mandó
todo a la mierda y se dedicó a organizar la rabia, como el decía, durmiendo
donde fuera y comiendo si había. Lo que pasara con él, se le importaba un
carajo. Había aceptado su destino cuando supo cuál era, o lo había elegido, no
sé, pero sin hacer ningún drama con eso, como si la pobreza y el peligro de
morir fueran una fiesta. Se había dado. Darse. Él sabía que no hay alegría más
alta.
La Canción De Nosotros
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