ÍNDICES POSITIVOS. EDUARD PUNSET


ÍNDICES POSITIVOS

Cuando todos los índices apuntan a la baja por los efectos del torbellino de la crisis, es muy conveniente no fiarse solo de esos índices, sino también de los positivos, porque existen, a pesar de que la gente tienda a pasarlos por alto.

Es paradójico contemplar cómo el sistema nervioso acaba afectando nuestra manera de percibir lo que está ocurriendo y, por consiguiente, a las decisiones que tomamos. Vale la pena recordar que una serie de estímulos biológicos, adquiridos unos y heredados otros, afectan el funcionamiento de nuestro sistema nervioso. En función del impacto recibido por este sistema nervioso se percibe de una u otra manera la naturaleza de la crisis. Y solo a raíz de esa percepción se toma una decisión determinada.


Lo interesante es constatar la variabilidad del grado de optimismo o pesimismo provocado. Para empezar, en promedio, la gente hace gala de cierto optimismo que el desarrollo de los acontecimientos no siempre justifica. Las personas suelen creer que son ellas las últimas que van a perder el trabajo o que sus hijos serán los últimos en no ser admitidos en la escuela elegida. En otras palabras, a lo largo de la evolución se puede percibir un sobreoptimismo que –según el parecer de muchos científicos– es lo que ha permitido a la especie humana sobrevivir.

Ese sobreoptimismo latente y continuado en promedio se ha conjugado con un pesimismo empedernido por parte de la gran mayoría enfrentada a hechos insólitos o trascendentes, como el impacto de la tecnología o la previsión del futuro inmediato. Me gusta citar la opinión generalizada en el Londres del siglo XIX de que el exceso de excrementos depositados en las calles por los numerosos caballos –que facilitaban los medios de transporte– amenazaba la supervivencia de la civilización londinense, cuyos días estaban contados por las dificultades de sanear el ambiente urbano. La mayoría, incluidos algunos científicos, subestimaba todo lo que la tecnología podía hacer para cambiar radicalmente la situación de un potencial envenenamiento colectivo.



Calle del Londres victoriano, con sus carruajes a caballo, retratada por Arthur Grimshaw (imagen: Wikimedia Commons).

La otra muestra de pesimismo empedernido es la incapacidad de la mayoría para digerir los grandes hitos en el camino del progreso social, como el aumento actual de la esperanza de vida de la especie humana: dos años y medio cada década, lo que inevitablemente implicará que, en lugar de ser el reparto de la riqueza el principal problema –esa ha sido la historia de los últimos siglos–, lo será la distribución del trabajo, con los consiguientes cambios en el comienzo y final del compromiso laboral.

Ahora estamos enfrentados a un pesimismo empedernido de esta última calaña. La crisis provocada por el sobreendeudamiento y la corrupción de países como España les parece a algunos la etapa final de la marcha incierta hacia el progreso. No es cierto. A pesar de los alaridos de muchos, a las políticas de ajuste sucederán pronto las de crecimiento; desgraciadamente, solo los profesionales de la economía parecen ser conscientes de que no se pueden impulsar por separado esas políticas. La duración de la crisis dependerá, precisamente, de la medida en que la sociedad acepte que la expansión no es posible recuperarla sin saneamiento paralelo.

Aunque ahora parezca extraño, el segundo factor que determinará la duración de la crisis será, como siempre, nuestra predisposición a aceptar el cambio: saber conjugar la mayor capacidad de concentración con la multiplicidad de soportes digitales, la manera de gobernar, de educar, de innovar, de colaborar en lugar de competir, de recurrir a la creatividad no solo para pintar, de echar por la ventana los procedimientos que entorpecen el progreso.

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