ÍNDICES
POSITIVOS
Cuando todos los índices apuntan a la
baja por los efectos del torbellino de la crisis, es muy conveniente no fiarse
solo de esos índices, sino también de los positivos, porque existen, a pesar de
que la gente tienda a pasarlos por alto.
Es paradójico contemplar cómo el sistema
nervioso acaba afectando nuestra manera de percibir lo que está ocurriendo y,
por consiguiente, a las decisiones que tomamos. Vale la pena recordar que una
serie de estímulos biológicos, adquiridos unos y heredados otros, afectan el
funcionamiento de nuestro sistema nervioso. En función del impacto recibido por
este sistema nervioso se percibe de una u otra manera la naturaleza de la
crisis. Y solo a raíz de esa percepción se toma una decisión determinada.
Lo interesante es constatar la
variabilidad del grado de optimismo o pesimismo provocado. Para empezar, en
promedio, la gente hace gala de cierto optimismo que el desarrollo de los
acontecimientos no siempre justifica. Las personas suelen creer que son ellas
las últimas que van a perder el trabajo o que sus hijos serán los últimos en no
ser admitidos en la escuela elegida. En otras palabras, a lo largo de la
evolución se puede percibir un sobreoptimismo que –según el parecer de muchos
científicos– es lo que ha permitido a la especie humana sobrevivir.
Ese sobreoptimismo latente y continuado
en promedio se ha conjugado con un pesimismo empedernido por parte de la gran
mayoría enfrentada a hechos insólitos o trascendentes, como el impacto de la tecnología
o la previsión del futuro inmediato. Me gusta citar la opinión generalizada en
el Londres del siglo XIX de que el exceso de excrementos depositados en las
calles por los numerosos caballos –que facilitaban los medios de transporte–
amenazaba la supervivencia de la civilización londinense, cuyos días estaban
contados por las dificultades de sanear el ambiente urbano. La mayoría,
incluidos algunos científicos, subestimaba todo lo que la tecnología podía
hacer para cambiar radicalmente la situación de un potencial envenenamiento
colectivo.
Calle del Londres victoriano, con sus
carruajes a caballo, retratada por Arthur Grimshaw (imagen: Wikimedia Commons).
La otra muestra de pesimismo empedernido
es la incapacidad de la mayoría para digerir los grandes hitos en el camino del
progreso social, como el aumento actual de la esperanza de vida de la especie
humana: dos años y medio cada década, lo que inevitablemente implicará que, en
lugar de ser el reparto de la riqueza el principal problema –esa ha sido la
historia de los últimos siglos–, lo será la distribución del trabajo, con los
consiguientes cambios en el comienzo y final del compromiso laboral.
Ahora estamos enfrentados a un pesimismo
empedernido de esta última calaña. La crisis provocada por el
sobreendeudamiento y la corrupción de países como España les parece a algunos
la etapa final de la marcha incierta hacia el progreso. No es cierto. A pesar
de los alaridos de muchos, a las políticas de ajuste sucederán pronto las de
crecimiento; desgraciadamente, solo los profesionales de la economía parecen
ser conscientes de que no se pueden impulsar por separado esas políticas. La
duración de la crisis dependerá, precisamente, de la medida en que la sociedad
acepte que la expansión no es posible recuperarla sin saneamiento paralelo.
Aunque ahora parezca extraño, el segundo
factor que determinará la duración de la crisis será, como siempre, nuestra
predisposición a aceptar el cambio: saber conjugar la mayor capacidad de
concentración con la multiplicidad de soportes digitales, la manera de
gobernar, de educar, de innovar, de colaborar en lugar de competir, de recurrir
a la creatividad no solo para pintar, de echar por la ventana los
procedimientos que entorpecen el progreso.
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