DONDE ESTABA ELLA OCURRÍA EL VERANO. EDUARDO GALEANO


DONDE ESTABA ELLA OCURRÍA EL VERANO
Cree que suenan pasos en la escalera y se aplasta de espaldas contra la pared. Contiene la respiración: espera cuatro golpes espaciados en la puerta o una ráfaga de tiros. Transcurren los segundos, tic-tac, tic-tac, tracatrac, mientras se le oscurece la camisa celeste en las axilas y las cachas de nogal de la Colt 45 le van imprimiendo sus marcas de presión, contra la palma húmeda de la mano.

Luego resopla, con alivio, y se deja caer en la silla. Arroja la pistola sobre la mesa y se le aproxima, lento, como quien se acerca a un bicho. La tantea, la acaricia, la recoge, confirma que pesa menos que un quilo y que las siete balas duermen, limpias y ordenadas, en el cargador.


No piensa en la revolución, aunque piensa que debiera. Se investiga los moretones del frío en la piel erizada. No piensa en lo que será de él sin cigarrillos, ese pánico, ni piensa en que tampoco le queda comida para continuar esperando, ni en cómo hará. Si lo cercaran, al fin y al cabo, no podría escapar por la azotea ni por ningún sótano con pasadizos: está lejos del último piso y de la planta baja.

Este es el último cigarrillo que le queda. Lo fuma con un apuro que sería inexplicable, pitada tras pitada, si no se tuviera en cuenta que siente la urgencia de inundarse de humo tibio todo el cuerpo, desde la cabeza hasta los dedos entumecidos de los pies.

Quisiera recordar al hijo, pero el hijo es una mancha blanca, sin rasgos, en el fondo de los largos corredores de la memoria. El hijo ya tenía tres años cuando lo vio por primera vez. “¿Quién es este señor?”, preguntó, y él no se animó a decirle nada y los demás tampoco le dijeron nada porque estar ausente, ya se sabe, es estar muerto.

Está acorralado, ahora, entre cuatro paredes mugrientas, y por la ventana entreabierta sólo se ve un pedazo de otro muro baboso de humedad. El aire huele a humo frío y a fermentos de comida. ¿Cuántos días hace que no ve a nadie? ¿En qué carajo se parece este cochino panorama a los paisajes invictos que se pueden contemplar más allá del hombro del compañero que uno abraza? Se abraza a sí mismo, ahora, envuelto en la única frazada, temblando por culpa del frío y también, aunque piensa que no debiera, por culpa del miedo. Había aprendido, tiempo atrás, a ser mas fuerte que cosas tan fuertes como la necesidad de fumar y el miedo de morir.

Mira el saco y la corbata que cuelgan de un clavo ante sus ojos y mira la pared, gastada por los anos y el descuido pero todavía, no triturada por las balas. Se mira la mano, todavía viva.

Mira la lapicera entre los dedos, la necesidad de escribir algo, el papel en blanco, la impotencia de escribir algo, el capuchón de la lapicera mordisqueado por alguien que se llamaba Lucía. (La lluvia sonaba como un trote contínuo de caballos y hacían el amor hasta que los recogían con un cucharón y después les dolían los huesos por tres días. Lucía esperaba, apoyada en el tronco de una acacia, con medias marrones hasta las rodillas, medias de chiquilina de liceo, y un collar de piolines de colores anudados para acordarse de las cosas. Lucía se alejaba, corriendo, en la neblina. Lucía se disculpaba: “Yo no lloro nunca. Por deshidratada. Porque nunca tomo agua”.)

Este hombre desliza la lengua por detrás de sus dientes resecos y piensa en aquel estado de gracia con Lucía, más contagioso que cualquier enfermedad, y en aquella secreta manera de conocer los acontecimientos todavía no acontecidos: aquella capacidad que tenían para recordar de antemano las horas y los días que les iban a venir, cuando estaban juntos y eran invencibles.

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