ENTRE
USTED EN EL AULA
Mi trabajo no depende de una silla, ni de un
ordenador, ni de un jefe autoritario, ni siquiera, muchas veces, de mí misma.
En mi trabajo, la puntualidad, las ganas, la preparación o la responsabilidad
no son garantía de éxito. Más de 1.000 veces he llegado con 10.000 actividades
previstas, de libro, de interacción, de pizarra digital, de audiovisuales, de
ficha y de cuadernillo y, de pronto, aunque todo apuntara a que iba a ser una
clase maravillosa, la cosa acaba en un sinsabor descafeinado o en un completo desastre.
Es el alto precio de educar en los tiempos que corren. Es la dificultad que
entraña un trabajo que depende de otras personas. Y, sobre todo, de que estas
personas sean treinta adolescentes, metidos en un aula, con edades comprendidas
entre los 12 y los 18 años.
En mi trabajo, los cambios de humor son una
constante. Tan pronto sonríes por el pasillo al encontrarte un compañero como
tu semblante se torna serio y dictatorial nada más cruzar el umbral del aula
que te toque. Vamos, de ángel a sargentona en un santiamén. Todo un ejercicio
de camuflaje. Y más te vale tenerlo ensayado, o beberte tres actimels, o dos
beroccas, cinco supradyns o siete redoxon complex porque, en mi trabajo, los
días flojos, o tristes, o apagados no se permiten. De hecho, se pagan muy caro.
En mi trabajo, te pasas el día expuesto, hablando en
alto, mirando con un ojo lo que escribes en la pizarra y con el otro lo que
hace Ayoze, o Alfonso o Gerardo, que están fabricando un avión de papel, que
escriben sobre la mesa o que se burlan de la negrita nueva en clase. Y luego
explicas y preguntas y ninguno respeta el turno de palabra, pero bueno, te
dices, al menos participan. Explicas treinta veces lo mismo, porque no te
atienden, corriges los ejercicios, calmas los ánimos de dos que se pelean por
un estuche, le regalas una sonrisa a Laura, la introvertida, e incluso, pese al
caos, propones actividades dinámicas: un taller de crêpes, una salida al Teide,
una obra de teatro... Y vuelves a mandar a callar, levanta la mano, saca el cuaderno,
no tires las cosas al suelo, escribe la fecha, copia el esquema... ¡uf! Si eres
profesor, te sentirás ahora mismo identificado.
Me decía el otro día la compañera de Biología: esto
se está convirtiendo en un 10% educar y un 90% en cuidar niños. Y no le faltaba
razón.
En mi trabajo ya hay tres profesores de baja por ser
incapaces de dominar un 1º de la ESO. Son alumnos de 12 años, que se esconden
antes de que llegue la profesora para asustarle, que le tiran balones a la
cabeza, que le ponen la zancadilla para que se caiga redonda encima de todas
las mesas... Me pregunto si esto ocurre en otro tipo de trabajos. Y todo por
ser demasiado permisivo, ¿demasiado amable? Ya se lo decía antes: con los niños
que tenemos, cualquier signo de debilidad se paga muy caro. Me pregunto
también, con cierta tristeza, con qué autoestima y seguridad se enfrenta uno de
estos compañeros de nuevo a una clase entera. Lo pienso y da miedo.
Y, sin embargo, me gusta. Me gusta esta profesión,
porque, a pesar de lo vacíos (de cariño, de conocimientos, de madurez, de
familia...) que están los alumnos, picando y picando todo el año, uno consigue
hacer un hoyo en su cerebro, entrar por esa rendija, imprimirles el mensaje de
que sabiendo serán más libres, de que no todo tiene utilidad práctica, pero sí
mental y, más aún, de que hay que ser honestos y solidarios y comprometidos y,
ligeramente, ambiciosos y valientes y decididos. Esto último, no nos lo dice
nadie. Pero lo hacemos.
Por eso me dan rabia estos recortes. No por el dinero
que restan a un sueldo, que tan poco es el que, por ley, nos corresponde, sino
por el empeoramiento en la calidad de nuestra educación pública. La ecuación es
sencilla: incremento de alumnos en el aula + supresión de la gratuidad de los
libros de texto + incremento del horario lectivo del profesorado: alumnos
ignorantes y profesores desquiciados. ¿Qué resquemor hay hacia el gremio de los
enseñantes? ¿Cuál es el problema? ¿Que tenemos muchas vacaciones? Póngannos el
mes de julio, y todos tan contentos. Pero no nos digan que no trabajamos. No,
señor. Y si usted lo duda, le invito yo misma a que acuda a mi centro, a que
vea la cantidad de proyectos educativos promovidos, pese a todo, por el
profesorado, a que se quede a las tardes de formación, a que rellene a mi lado
los informes de competencias básicas de mis 160 alumnos, la memoria del
departamento, el inventario, las programaciones de aula, las pruebas de
septiembre o que asista a mis once sesiones de evaluación.
Y ya que estamos, le preparo un té de descanso en mi
casa, antes de comenzar a organizar las clases de la semana, de corregir los
trabajos y los exámenes o de organizar las actividades para los alumnos con
necesidades especiales. Y, por supuesto, si aún le quedan dudas, amigo, no lo
piense más. Tengo la solución para su incertidumbre: entre usted en el aula. Y
luego, ya me cuenta.
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