LOS OLVIDADOS. GERVASIO SÁNCHEZ


LOS OLVIDADOS
Cuando vuelves de un lugar donde ocurre hechos imposibles de narrar sientes un gran vacío. No quieres hablar con nadie. No quieres que te pregunten. No quieres celebraciones ni reuniones pastosas y superficiales. Te gustaría encerrarte en una habitación y no salir en un tiempo.

Mi regreso a casa a finales de junio de 1992 desde Sarajevo fue demoledor. La redacción me recibió como si fuera un héroe o el hijo pródigo. Los lectores se me acercaban en la calle y me daban las gracias. Los amigos se mostraban muy cariñosos. Mis seres más queridos me arropaban con sus mejores intenciones. Pero cuanto más me rodeaban más solitario me sentía.


Fue entonces cuando me di cuenta de que la guerra es imposible de narrar. No importa lo bien que escribas o fotografíes. 90 líneas, 5.000 caracteres, unas fotografías apenas sirven para mostrar un apunte del desastre. Sólo es posible entenderla si la vives en directo durante muchos días, meses o años. Si la sufres en tu interior.

La muerte de Camarón de la Isla se produjo el 2 de julio de 1992, una semana después de mi regreso de Sarajevo. Sus canciones me acompañaban desde que era un niño. Había escuchado muchas veces esa voz dolorosa y única en las noches de San Juan cuando el restaurante donde trabajaba en mi juventud se llenaba de gitanos.

También me hizo retrotraerme a los días del cerco. Llevábamos en el coche alquilado una casetera y varias cintas de Camarón. No nos cansábamos de escucharlas. Nos permitía olvidarnos de las imágenes más duras a las que nos enfrentábamos todos los días.

Aquellos primeros días de julio los dediqué a desengancharme de la locura de Bosnia escribiendo una reportaje sobre los niños de la calle en Guatemala que había preparado meses antes.

Era un reportaje atemporal que no era necesario publicar precipitadamente y lo había ido retrasando hasta que necesité envolverme en él para huir del cerco de Sarajevo.

Es curioso: en esta profesión podemos salir de una guerra e irnos a otra para curarnos. Podemos huir de Afganistán hartos de ver sufrir a mujeres y niñas y aterrizar en Colombia para entrevistar a mujeres y niñas violadas por los grupos armados. A veces el daño de un conflicto lo purgamos con el daño de otro.

El título del reportaje no era muy original, “Los olvidados”, pero sí lo suficiente potente para acompañar la fotografía de portada en la que se veía a un niño inhalando pegamento.

Un niño inhala pegamento en Ciudad de Guatemala. Fotografía de Gervasio Sánchez
Había sido el resultado de una semana de salidas nocturnas con equipos de trabajadores sociales que intentaban rescatar a niños y niñas de la calle en Ciudad de Guatemala e integrarlos en programas de rehabilitación social. Vi lo inimaginable y sentí que sólo la suerte nos hace invulnerables a la mala vida, el dolor y la muerte violenta.

Llevaba muchos años viendo a estos menores tirados en los estercoleros más mugrientos de las capitales latinoamericanas y tratados como si fueran desechos humanos. Vivían en alcantarillas en Bogotá, se escondían en los basurales de Ciudad de Guatemala o Managua, eran pasto de la violencia de las pandillas en San Salvador o Río de Janeiro.

Habían tenido la desgracia de crecer en familias desintegradas por el alcohol, la miseria y la violencia. Muchos eran de origen hondureño, salvadoreño o nicaragüense y había huido de la miseria de sus países provocada por largas guerras que habían destruido el futuro de las nuevas generaciones.

Todavía guardo unas fotografías que nunca se publicaron y que me pasaron los trabajadores sociales del proyecto. En ellas se veían los rostros de media docena de niños asesinados por la policía. Algunos rondaban los diez años. Antes de matarlos los habían torturado, los habían quemado, les habían extraído los ojos, les habían cortado las orejas y la lengua.

Lo que más te llena de rabia es saber que la impunidad siempre corteja a los asesinos. Los matarifes eran miembros de la policía nacional. A pesar de que hubo una gran protesta internacional nunca se investigaron los hechos y las historias de los pequeños asesinados fueron olvidadas muy rápido. Al menos tres educadores de aquel programa habían tenido que abandonar el país por amenazas de muerte.

Aquellos niños errantes se desmoronaban cuando los jóvenes educadores rascaban en sus entrañas y les convencían para que contaran sus vidas de calamidades. Algunos llevaban toda la vida en la calle. Había abandonado a sus familias a los cinco años, habían sobrevivido a múltiples peleas mientras crecían y a los 16 años ya lideraban pandillas muy violentas.

Las jornadas diurnas eran más tranquilas y seguras. Los niños se agrupaban en determinados puntos y esperaban la llegada de los educadores. Estos transportaban pequeños botiquines de primeros auxilios que servían para curar las heridas leves. Algunos querían dejar la calle. Estaban hartos de los insultos de los viandantes y de las palizas policiales.

Dos niños inhalan pegamento en Ciudad de Guatemala. Fotografía de Gervasio Sánchez
La única condición para entrar en el refugio del programa era no llegar drogado. La política era de puertas abiertas. Podían irse cuando quisieran. Muchos no aguantaban ni 24 horas. La libertad que les daba la calle era imposible de sentir en un centro con horarios y obligaciones.

Por las noches se repartían cenas en diferentes barrios de la ciudad. La finalidad era atraer a las niñas que ejercían la prostitución. Era un viaje diario al infierno en una de las ciudades más peligrosas del mundo.

Una noche entramos en una pensión-prostíbulo. Me habían advertido que me iba a escandalizar. Las habitaciones eran unos cuchitriles inmundos donde retozaban niñas con hombres. Uno de aquellos salvajes se levantó desnudo e intentó golpear a uno de los educadores. Estaba tan borracho que se cayó al suelo.

La prostituta más joven tenía 12 años. La llamaban “la Seca” aunque su nombre verdadero o, quizá inventado, era Eusebia Arroche. Estaba muy drogada y apenas se sostenía en pie. La niña era la predilecta de los clientes aunque su tarifa era tres veces superior a la media.

Los educadores llevaban meses intentando sacarla de aquella situación inhumana. La chiquilla había escapado de un hogar donde era violada por su padre y sus hermanos. El médico me dijo que nunca había visto un cuadro de infecciones por transmisión sexual como el que tenía la pequeña.

A la mañana siguiente regresamos. La encontramos recién levantada. Me permitió que la fotografiara con su mejor vestido. Pocas veces he visto una mirada tan triste. Intenté que me viese como un amigo, pero hacía mucho tiempo que aquella niña había dejado de confiar en los hombres. Me sentí incapacitado para ayudarla. Incluso sentí que me estaba aprovechando de la poca inocencia que le quedaba.

Los olvidados (1)  Reportaje publicado el domingo 12 de julio de 1992

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