EL MATADERO BALCÁNICO
“La guerra
funde nuestras mentes y nos roba los sueños”. Esta reflexión realizada por un
personaje de Cuentos de la luna pálida, la memorable película del japonés Kenji
Mizoguchi, resumía mis sentimientos más profundos aquel verano de 1992 después
de mi primer regreso a casa del infierno bosnio. No había manera de
desprenderme de las imágenes más violentas, pero me había jurado que nunca
regresaría a Sarajevo.
Hasta 1991 había trabajado los últimos 17 veranos de
mi vida como camarero en una playa de Tarragona. Regresaba de coberturas de
América Latina y al día siguiente empezaba a servir paellas. Soñaba con un
tiempo lejano en el que ya viviría del periodismo y podría dedicarme de pleno a
mi profesión.
En 1992 estaba en esa situación ideal, pero sentía
la extraña sensación de estar perdiendo el tiempo. Bosnia era la guerra
mediática de aquel verano. Los bombardeos eran insistentes y los muertos se
almacenaban en cuentas numéricas que se disparaban diariamente. Se comenzó a
hablar de limpieza étnica a gran escala.
Barcelona inauguró sus Juegos Olímpicos el 25 de
julio y Sevilla su Exposición Universal. La guerra de Bosnia desapareció de los
medios de comunicación españoles. Vivíamos en una nube de triunfo nacional que
no podía ser emborronado por la sangre de inocentes. Pasaba a dos horas en
avión de nuestras casas, pero parecía que nadie quería mirar en aquella
dirección.
El 9 de agosto, el mismo día en que finalizaban los
Juegos Olímpicos, apareció el relato de Ed Vulliamy en The Guardian, el primer
periodista que entró en el campo de concentración de Omarska en Bosnia. Las
imágenes fotográficas nos retrotrajeron a los tiempos de la Europa bajo la bota
nazi.
Días después de finalizar las Olimpiadas se hizo el
silencio. Los periódicos comenzaron a perder peso. Las vacaciones estivales
invadieron nuestras vidas. Después de una larga noche de insomnio decidí que la
única solución era volver a los Balcanes. Empecé a buscar vuelos y se lo dije a
mi familia dos días antes de marcharme. No quería preocuparles antes de tiempo.
Llegada de un hombre herido al hospital de Sarajevo.
Fotografía de Gervasio Sánchez
El equipo de la televisión italiana RAI me ofreció
irme con ellos a Sarajevo y no me lo pensé un segundo. Era sábado 29 de agosto,
día de mi cumpleaños. Lo que son las cosas: lo celebré bajo un fuerte bombardeo
sobre la capital bosnia.
Me había instalado en el hotel Holiday Inn. Era caro
para mí, 62 dólares la habitación individual con las comidas incluidas, pero no
había alternativa. Los únicos teléfonos satélites que existían pertenecían a
las agencias internacionales, Eurovisión y BBC. HERALDO tuvo que hacer una
gestión en las oficinas centrales de Reuters y me dejaron transmitir cuando
recibieron la autorización.
Mi primer día en Sarajevo conocí a uno de los
mejores periodistas de toda mi vida. Se me acercó por la noche en el comedor y
me dijo: “Felicidades por tus crónicas en El País. Yo te las edité. Me encantó
que tuvieran que tragar con el copyright de Heraldo de Aragón”. Me sorprendió
su sencillez y humildad. Había conocido algunos periodistas de ese diario y la
humildad no era la principal cualidad, ni mucho menos.
Alfonso Armada había trabajado en Cultura y Opinión
en El País. Unos meses antes de empezar la guerra de Bosnia aterrizó en la
sección de Internacional. En pleno mes de agosto le preguntaron si estaría
dispuesto a ir a Bosnia. “Fui tan imprudente que dije que sí”, me contó.
Lo primero que pensé fue: “¿Qué hace un chico como
tú en un lugar como éste?”. No es que haya creído alguna vez que existe una
tipología de periodista de guerra, pero estaba seguro de que él era la
antítesis.
Tenía cara de ratón de biblioteca, pero daba el
pego: cuando había que arriesgarse no se lo pensaba dos veces. Durante años
viajamos juntos. Puedo asegurar que nunca me acompañó un plumilla (tal como se
denomina en el argot a los periodistas literarios) tan valiente como él. Si
había tiros iba a verlos, si había que atravesar las líneas se empotraba en el
coche y no respiraba. Sentía miedo pero lo callaba.
Fue como un flechazo profesionalmente hablando. Dos
días después ya estábamos trabajando juntos. No éramos competencia directa y yo
podía hacer fotografías para los temas que él realizaba. Ya llevaba varios años
colaborando con El País.
Tenía una gran calidad literaria y sabía sacar
historias de los lugares más increíbles. Nunca entendí que El País dejase
escapar a su mejor reportero en noviembre de 1998. Hoy trabaja en ABC.
Mi regreso a Sarajevo coincidió con una nueva
matanza. El domingo 30 de agosto había amanecido con una tensa calma después de
varios días de continuos bombardeos. Pero al mediodía el barrio Alipasino fue
barrido por una oleada de granadas de mortero. Las víctimas estaban esperando
su turno en una panadería. Las agencias empezaron a hablar de decenas de
muertos.
Había estado toda la mañana haciendo fotografías en
la otra parte de la ciudad cuando escuché el ulular de las ambulancias. Paré un
coche y le pedí al conductor que me acercara al barrio bombardeado. Cuando
llegué sólo quedaban los restos del desastre. Los grandes charcos de sangre
eran una prueba de la contundencia del ataque. Pude hablar con algunos testigos
y conseguí averiguar que había cinco víctimas mortales y que otra treintena
había sido trasladada a los hospitales con heridas graves.
Al llegar al hotel me encontré a varios compañeros.
Las cifras que se barajaban eran muy exageradas. “Reuters da una quincena y
France Press aún más”, me dijo un fotógrafo francés. “Yo vengo de allí y no hay
tantos. Me voy a la morgue a comprobarlo”, le contesté.
Al no encontrar transporte me fui andando. Era un
largo paseo que obligaba a atravesar zonas muy peligrosas batidas por
francotiradores. Aquellas caminatas interminables me permitieron entender mejor
lo que sentían los ciudadanos cuando se trasladaban de un lugar a otro en la
ciudad cercada.
Llegué a la morgue extenuando por la tensión, el
miedo y el cansancio. Uno de los trabajadores, que estaba borracho, me espetó:
“Si quieres saberlo, entra y cuéntalos”. Conté seis muertos, el último había
sido traído una hora antes del hospital después de morir en plena operación.
Después me acerqué al hospital y confirmé el número de heridos.
Heraldo dio mi crónica en portada y publicó las
cifras que yo había confirmado. Muchos diarios prefirieron tirar por lo alto.
Es algo que nunca he entendido. Qué necesidad había de exagerar sin la realidad
ya era de por sí dantesca.
Los periodistas españoles mintieron demasiado sobre la guerra en Yugoslavia.
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