CUANDO
PARECÍA IMPOSIBLE
Hace hoy más de
cuarenta años, desde que encontré la paz y tranquilidad en la vida. Me
ofrecieron la seguridad de un mundo cruel, en el que las chicas buenas tenían
que sufrir y hacer cosas que realmente odiaban, por el simple hecho de lograr
sobrevivir.
Recuerdo aquellos días como si fuera ayer. Como todos los
días, me echaba un último vistazo al espejo antes de salir a mi turno de
bailar. Odiaba que los hombres me metieran billetes en las minúsculas bragas de
encaje, mientras me tenía que contonear ante ellos. Odiaba la ebriedad que los
rodeaba, pero no tenía otra salida, era aquello o vivir en la calle. Y
francamente mi infancia no había sido la de una princesita precisamente. Había
aprendido por las malas, eso era indiscutible.
Y fiel a la
costumbre lo hago, me balanceo en ella, y me deslizo hasta el suelo formando
una gran línea recta con mis piernas extendidas a cada uno de mis lados. Uno de
los hombres que rodean el escenario alarga una mano, e intenta meterme mano,
subiendo lentamente por la cara interna del muslo y pronunciando cosas
ininteligibles.
–Uapa, deejamee darte ee… el calor que
nececitas–pronunció mezclando las letras de las palabras. En seguida me aparto,
una cosa es que me rocen para engancharme dinero en la ropa interior, otra muy
diferente es que me manoseen. No podía soportarlo, no cuando me tomaba por
sorpresa como esta vez.
– ¡Suélteme!
–le chillé, pero el hombre borracho no desistía, y al ver mi lejanía, se estiró
aun más, cogiéndome de la pierna y arrastrándome hacia él.
Empecé a retorcerme, el tipo me había arrastrado completamente hacía sí,
y pretendía algo más que simplemente meterme dinero en las bragas. Me cogió la
cara, con unas manos callosas que me rasparon la piel, haciendo crecer aun más
el sentimiento de asco que albergaba. Acercó su cara a mí, entreabriendo los
labios por los cuales salía una repugnante lengua rosada, que de seguro
buscaría la mía. No podía hacer nada más que retorcerme, e intentar empujarle.
Pero el tipo gozaba de más fuerza que yo, aun estando borracho. Su lengua cada
vez más cerca de mi cara; no podía evitar la repugnancia que aquello me
provocaba…
Sin
embargo, repentinamente me vi liberada de aquellas sucias manos. Una sombra
oscura se interpuso entre el cerdo canalla y yo. Aun en el borde del escenario,
observaba en silencio, estupefacta por lo que había pasado.
– ¿Acaso no sabe que a las señoritas hay que respetarlas? –Una voz
masculina, grave, le respondió al hombre, aunque se le podía apreciar un tono
de desprecio en la voz.
–Fuerra de mi cacamino
iditaaa–farfulló el borracho, sin darse por vencido. Le lanzó un puñetazo al
que me acababa de librar de él.
Este recibió el golpe, aunque no contraatacó,
se limpio el labio con el dorso de la mano y escupió una amenaza en un tono
bastante amenazador, que para mi alivio hizo que el cerdo se marchara
abruptamente.
Se
giró hacia mí, mostrando una sonrisa caballerosa en un rostro bastante
anguloso, no era bello pero tenía algo que llamaba mucho la atención. Una
esencia especial que atraía la mirada de la gente.
– ¿Está bien señorita? –preguntó en un tono bastante amable, aunque no
debía dejarme engañar. Si estaba en un local de estriptises, no es que fuera
mucho mejor que el borracho.
–Sí, gracias por
la ayuda. Pero creo que ya me las apaño sola–le contesté lo más amable que pude
sin parecer fría. Y sin decir más me escabullí hasta mi camerino.
Eran las cuatro
de la madrugada e iba saliendo del club, al fin vestida decente con unos
vaqueros, unas sencillas bailarinas rosa palo y una holgada blusa en color
crema. Me crucé el bolso sobre la cabeza. Dispuesta a cruzar la calle. Pero la
figura que estaba apostada junto a un coche plateado llamó mi atención. El
mismo hombre que me había salvado del baboso borracho. Le hice un pequeño
saludo y pasé de largo.
Al
día siguiente también estaba allí a la salida. Y al otro, y al otro… Fueron
tantos los días que le vi a la salida del trabajo que acabé por perderle la cuenta. Una
de las noches, en plena madrugada. Decidí acercarme a él y averiguar de una vez
por todas que se proponía con las incesantes visitas.
–Por
dios santo, ¿qué hace aquí esperando cada noche? –le interrogué.
–Esperar…–respondió poéticamente.
–
¿Y se puede saber a qué espera? –le pregunté ahora con mas curiosidad y con un
deje de burla e impaciencia en la voz.
Inspiró
profundamente, sin abandonar la sonrisa de los labios.
–A que mi ángel
decida aparecer, pero mientras tanto me conformo con apreciar la belleza del
lugar.
–No
puedo lograr comprender esa belleza de la que habla–le respondí con cierto
anhelo. Pensando en las aspiraciones que realmente tenía en la vida, y
tristemente con el final el que había acabado.
–El
que no sabe apreciar la belleza en lo nimio, no saber vivir y jamás encontrará
paz–respondió con la misma tranquilidad que empleó antes–. Además, muchas
noches he tenido sueños con este momento
como para dejarlo escapar ahora que lo tengo delante de una vez por todas.
– ¿Y cuál es ese momento? Si no es mucho
preguntar–le insistí dominada por la curiosidad.
–El momento en que el ángel de
mis sueños se acercaría a mí y me hablaría por fin. Me
quedé muda, pensando en lo que acababa de decir. Y aunque sabía que no debía
confiar en un desconocido, algo me decía que no me alejara de este hombre.
Nunca.
Y así hice. Ese
hombre se convirtió en mi confidente, la única persona en quien confiaba. Mi
amante eterno. Él fue mi salvación, me apartó de un mundo lleno de miserias y bajezas.
Me proporcionó la tranquilidad que nunca había sentido… Yo me convertí en su
ángel. Su inspiración. Aun cuando parecía imposible, me ayudó a encontrar la
paz, después de los abusos y desgracias que había sufrido. Y sobre todo me
enseñó a ver la belleza en lo más pequeño y simple.
Natalia Vargas
Pérez
Alumna 1º Bachillerato
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