LA LIBERTAD ES EL PREMIO
En una
administración de lotería de mi barrio hay un cartel con un lema sugerente que
reza así: "La libertad es el premio". Si hacemos caso a Sócrates y a
Jesucristo, la libertad proviene de la verdad. Y la verdad sigue siendo, a
estas alturas, el quid de la cuestión. Estos días me he acordado mucho (no
tenía más remedio, imagino) del Ensayo sobre la ceguera de Saramago: cada
revelación respecto a la ciénaga de la corrupción que se ha producido en la
prensa estos días ha delatado, con más ahínco cada vez, que la posición del
ciudadano que se busca la vida como puede frente a las administraciones
públicas (ésas que, según la lógica invocada por la política, son merecedoras
de su absoluta confianza) es la misma del ciego ante la oscuridad. Su única
opción es la del crédulo: alguien nos dice que si pudiéramos ver observaríamos
señales infalibles de recuperación y normalización, y no podemos más que tener
fe. Pero la verdad apunta a otra cosa: al otro lado de la catarata, el desastre
es aún más notorio. Más insalvable.
En la
desposesión de esa verdad, por más que el lotero de mi barrio sea un idealista,
la libertad es imposible. Durante la Transición se cantó a la libertad bien
fuerte, a pleno pulmón, libertad sin ira, para la libertad sangro, lucho,
pervivo. Pero ahora que podemos intuir que la verdad no era la que creíamos,
sino otra muy distinta, también hay que admitir que esa libertad sigue vertida
en alas de la promesa. Sí, claro, quisimos café y lo tuvimos, y también tuvimos
libertad. Pero tal vez la sociedad española que alumbró el cambio democrático
cometió el error de considerar que la libertad es un fin, cuando debe ser un
medio. De poco sirve tener libertad si no podemos hacer nada con ella, si la
disposición plena de nuestra voluntad de ciudadanos no se traduce en una acción
política, participativa, capaz de mejorar nuestro entorno económico, social y
cultural en la dirección que queremos.
La política
sigue siendo así algo parecido a lo que fue en la dictadura: una cuestión
paternalista que es mejor que resuelvan otros para que podamos juzgarlos como
ineptos. No sólo se han mantenido desde el antiguo régimen los mecanismos
viciosos que convierten el desfalco y el dinero negro en ley: también la
definición del ciudadano como alguien ajeno al gobierno, alguien a quien ni le
va ni le viene lo que ingresen sus señorías. Y así nos va. Si algo de verdad
sale a relucir, habrá que aprovecharla para culminar lo que queda pendiente. La
libertad es el premio. Pero hay que merecerla.
FUENTE MÁLAGA HOY
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