CORRUPCIÓN
La constante
repetición de casos de corrupción, que ha tenido un efecto demoledor sobre el
prestigio de la política, en las actuales circunstancias puede actuar como una
bomba de relojería. El caso Filesa fue el primero que, cuando nuestra democracia
perdía la inocencia, impactó a la opinión pública. Una década antes, los
socialistas habían conmemorado el centenario de su partido bajo el lema de
"Cien años de honradez". La alusión el honesto pasado de su
organización debería compensar, a los ojos de un electorado que había padecido
la corrupción de la dictadura, la falta de experiencia de gobierno de los
jóvenes líderes del PSOE. Con el caso Filesa, además de los delitos cometidos,
pusieron en manos de la oposición una valioso instrumento de deslegitimación
política: tuvo el efecto de liberar a la derecha de sus complejos del pasado y
dio la oportunidad al PP, con Aznar a la cabeza, de postularse como paladín de
la regeneración democrática.
Hoy sabemos
que aquello no fue más que un ejercicio de oportunismo para acabar con su
noqueado adversario. La financiación ilegal existía antes de Filesa y ha
seguido existiendo después. Pero aquel fue el primer caso de corrupción que se
convirtió en asunto político de primer orden. Como lo de los sobres de Bárcenas,
todo el mundo sabía que existía, hasta que se dio con la fórmula para convertir
un asunto de esa naturaleza en arma de destrucción masiva. A partir de
entonces, ante escándalos como los que conocemos ahora, ha interesado más la
liquidación moral del adversario que la limpieza de la vida pública. Y así nos
ha ido.
La
corrupción política ha seguido creciendo, ignorando irresponsablemente las
lecciones de pasado y sus letales consecuencias. Los liberales defienden los
gobiernos mínimos ya que según ellos la libertad individual es lo mejor para la
economía. Puede que haya algo de cierto en ello, pero no deja de ser una idea
(paradójicamente) rusoniana pensar que los individuos utilizaremos la libertad
para hacer el bien. Algo empíricamente falso, especialmente en los ámbitos
relacionados con el poder político y el dinero. Alan Greenspan, gran gurú
financiero cuando la economía crecía como la espuma, creía de verdad que las
regulaciones obstaculizaban la fuerza creadora de los mercados financieros.
Armado de ese idealismo nos condujo hasta la peor de las crisis. Si quienes
ambicionan poder o dinero en el mundo financiero tiene la posibilidad de burlar
las normas para conseguirlo, lo más probable es que lo hagan. Eso que aceptamos
como normal en la selva de las finanzas trasladado a la política sólo puede
parecernos inaceptables. No dudo que los dirigentes de los partidos sacudidos
por casos de corrupción se esforzarán para acabar con esas prácticas
indeseables. Pero más que leyes o nuevos pactos anticorrupción, deberían
empezar por lo que tienen más a mano: restituyendo la imprescindible frontera
entre el interés particular de sus organizaciones y el interés general.
FUENTE
MÁLAGA HOY
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