ME NIEGO. RAFAEL PADILLA


ME NIEGO
Este país no tiene arreglo. Se parece bastante más a un patio de vecinos encizañados que a una sociedad moderna, sensata y civilizada. Hoy son los papeles de Bárcenas, pero ejemplos -y en todo el espectro político- los hay a cientos. El proceso es siempre aproximadamente el mismo: alguien lanza una imputación que, por supuesto, encauza convenientemente a través de los medios que le son afines; al minuto dos, sin que los tribunales hayan tenido la menor opción de conocer el asunto, ya pontifica una batería de opinantes que, en juicio inaudito, paralelo y sumarísimo, sentencia y guillotina al señalado; pronto, demasiado pronto, la opinión pública hace suyas las conclusiones insinuadas y el sujeto pasivo pierde toda posibilidad de hacer valer su verdad. Muerto en vida, no le queda sino un largo calvario, al fin judicial, en el que intentar demostrar su inocencia, por otra parte irrelevante frente a la convicción fraguada ab initio en el sentir popular: si formalmente lo logra, a saber por qué los jueces se han prestado al enjuague; si no, hemos perdido tiempo y dinero en confirmar lo evidente.


En España -ignoro si por idiosincrasia o por falta madurez democrática- no han tenido nunca vigencia hallazgos jurídicos básicos. La presunción de inocencia, un derecho que ostenta todo ciudadano, aparece sistemáticamente triturada, sin que el Estado haya sido jamás sinceramente beligerante en su trascendental tutela. La necesidad de probar aquello de lo que se acusa -su derivación lógica- inmemorialmente se nos antoja como un engorro inútil que aburre el espectáculo y dilata la captura. Incluso hay ámbitos normados en los que sorprendentemente ha de ser el encausado, sin oportunidad real alguna, el que tiene que probar su inocencia, como si siglos de avance no sirvieran para nada y la ordalía fuera lo último y más coherente en la constatación de hechos y culpabilidades.

No, miren, me niego a participar en este simulacro de justicia. Tengo la necesaria paciencia y la suficiente fe en las instituciones como para esperar de ellas, sin prejuicios alentados ni indignaciones programadas, el relato definitivo de cuanto otros, interesada y apodícticamente, se apresuran a presentarme cocinado.

Es éste, el de la prudencia, un propósito que deberíamos grabarnos en las entendederas para salvaguardar el bien común; y, si me apuran, egoístamente y porque nadie está a salvo, hasta para velar por el propio.
FUENTE MÁLAGA HOY

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