ME NIEGO
Este país no
tiene arreglo. Se parece bastante más a un patio de vecinos encizañados que a
una sociedad moderna, sensata y civilizada. Hoy son los papeles de Bárcenas,
pero ejemplos -y en todo el espectro político- los hay a cientos. El proceso es
siempre aproximadamente el mismo: alguien lanza una imputación que, por
supuesto, encauza convenientemente a través de los medios que le son afines; al
minuto dos, sin que los tribunales hayan tenido la menor opción de conocer el
asunto, ya pontifica una batería de opinantes que, en juicio inaudito, paralelo
y sumarísimo, sentencia y guillotina al señalado; pronto, demasiado pronto, la
opinión pública hace suyas las conclusiones insinuadas y el sujeto pasivo
pierde toda posibilidad de hacer valer su verdad. Muerto en vida, no le queda
sino un largo calvario, al fin judicial, en el que intentar demostrar su
inocencia, por otra parte irrelevante frente a la convicción fraguada ab initio
en el sentir popular: si formalmente lo logra, a saber por qué los jueces se
han prestado al enjuague; si no, hemos perdido tiempo y dinero en confirmar lo
evidente.
En España
-ignoro si por idiosincrasia o por falta madurez democrática- no han tenido
nunca vigencia hallazgos jurídicos básicos. La presunción de inocencia, un
derecho que ostenta todo ciudadano, aparece sistemáticamente triturada, sin que
el Estado haya sido jamás sinceramente beligerante en su trascendental tutela.
La necesidad de probar aquello de lo que se acusa -su derivación lógica-
inmemorialmente se nos antoja como un engorro inútil que aburre el espectáculo
y dilata la captura. Incluso hay ámbitos normados en los que sorprendentemente
ha de ser el encausado, sin oportunidad real alguna, el que tiene que probar su
inocencia, como si siglos de avance no sirvieran para nada y la ordalía fuera
lo último y más coherente en la constatación de hechos y culpabilidades.
No, miren,
me niego a participar en este simulacro de justicia. Tengo la necesaria
paciencia y la suficiente fe en las instituciones como para esperar de ellas,
sin prejuicios alentados ni indignaciones programadas, el relato definitivo de
cuanto otros, interesada y apodícticamente, se apresuran a presentarme
cocinado.
Es éste, el
de la prudencia, un propósito que deberíamos grabarnos en las entendederas para
salvaguardar el bien común; y, si me apuran, egoístamente y porque nadie está a
salvo, hasta para velar por el propio.
FUENTE MÁLAGA HOY
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