LA MIRADA. EN EL BLOG LA PUERTA ABIERTA. SERGIO RUIZ ANTORÁN
Pasadas a las ocho Maruja venía a recoger a Ricardito, el mejor amigo de mi Fermín. En casa hacían los deberes y, si terminaban la tarea a tiempo, les dejaba engancharse un rato a la Play. A Maruja, vecina de la casa de enfrente, me dejaba al niño desde que su marido se estampó con el camión cargado de orujo y la dejó tranquila, sin moratones y con su sonrisa gaditana y el papelón de un adolescente en flor.
Trabajaba en una peluquería en el centro y por las tardes le hacía de niñera de su criatura de doce años. Hasta hace unas semanas le había negado la propina por el cargo de los bocadillo de Nocilla que Ricardito devoraba con ojos golosos, pero ahora me cobraba las rebanadas con un corte moderno a la semana y una sesión de depilación que aún me daba vergüenza pedirla. ‘Aguanta, hermosa, que el dolor ya te lo compensará tu Antonio con polvos mágicos’, acompañaba Maruja a cada tirón de cera.
A la despedida corría al dormitorio. Me sentaba en penumbra en la silla, esperando que pasaran los minutos, frente a las dos camas, separadas desde hace años, cuando Antonio prefirió los susurros deportivos de la radio al roce de mi cuerpo en ruinas. Sobre la colcha descansaba muda su ropa, preparada para la mañana siguiente, ausente como él, silenciosa e ignorante de mi nuevo peinado y del secreto imberbe de mis ingles, como de tantas cosas.
Nerviosa, un chasquido metálico al otro lado de la ventana me anunciaba el momento. Corría indiferente las cortinas para invitar la compañía del atardecer mientras desbotonaba la blusa y dejaba deslizarse la falda hasta el frío de la baldosa. Cuidadosamente retiraba las medias, el sujetador y las bragas nuevas que había comprado en el mercadillo. Apuraba los segundos hasta disfrazarme con la bata, sabedora que por las rendijas de la persiana vecina se colaba la mirada curiosa de un niño de doce años que iluminaba un paraíso perdido con sus ojos golosos.
A la despedida corría al dormitorio. Me sentaba en penumbra en la silla, esperando que pasaran los minutos, frente a las dos camas, separadas desde hace años, cuando Antonio prefirió los susurros deportivos de la radio al roce de mi cuerpo en ruinas. Sobre la colcha descansaba muda su ropa, preparada para la mañana siguiente, ausente como él, silenciosa e ignorante de mi nuevo peinado y del secreto imberbe de mis ingles, como de tantas cosas.
Nerviosa, un chasquido metálico al otro lado de la ventana me anunciaba el momento. Corría indiferente las cortinas para invitar la compañía del atardecer mientras desbotonaba la blusa y dejaba deslizarse la falda hasta el frío de la baldosa. Cuidadosamente retiraba las medias, el sujetador y las bragas nuevas que había comprado en el mercadillo. Apuraba los segundos hasta disfrazarme con la bata, sabedora que por las rendijas de la persiana vecina se colaba la mirada curiosa de un niño de doce años que iluminaba un paraíso perdido con sus ojos golosos.
SERGIO RUIZ ANTORÁN
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