RESCATE A LA DEMOCRACIA
Desde que comenzara la crisis, nos hemos
acostumbrado al lenguaje de reformas, recortes y ajustes. Sorprendentemente,
sin embargo, hay una reforma ineludible que hemos pasado por alto pero que ni
siquiera está en la agenda: la reforma de nuestro sistema democrático. Es
cierto que una gran parte de la crisis actual se origina en la existencia de
una Europa incompleta. Pero la crisis también ha puesto de manifiesto la
existencia de una democracia defectuosa.
Esto se refiere tanto a la falta de
control y transparencia, evidente en el reguero de casos de corrupción que nos
han salpicado en estos últimos años, como a la debilidad del Estado y sus
instituciones, incapaces de resistirse a su captura y manipulación por parte de
intereses sectoriales, sean estos de carácter privado, empresarial o
partidista. Desconcertados por la rapidez con la que se suceden los
acontecimientos en el día a día, estamos pasando por alto que la viabilidad de
todas estas reformas requiere no sólo una mejora sustancial de las instituciones
de gobernanza europea sino, como pone de manifiesto la larga lista de
instituciones que han quedado en evidencia durante esta crisis, desde la
monarquía a las comunidades autónomas, pasando por el poder judicial, un examen
a fondo del funcionamiento de nuestro sistema político. Pensábamos que España
se había europeizado profunda e irreversiblemente, pero ahora descubrimos
cuánto había de ficción en ese proceso.
Al igual que los países del norte de
Europa siguen estando a años luz de España en cuanto a su capacidad de combinar
competitividad y justicia social, nuestro sistema político es incapaz tanto de
emular los estándares de transparencia que allí se dan por hecho como de
asegurar un reparto equitativo de las cargas y las responsabilidades derivadas
de esta crisis. Pese a la profundidad y extensión de la crisis de nuestra
democracia, su reforma no está en la agenda. ¿A qué se debe esta ausencia?
Muchos de los problemas que padecemos hoy en día, desde los malos resultados de
la descentralización territorial, la defectuosa regulación de sectores enteros
de nuestra economía y, en definitiva, la falta de transparencia y control
generalizada de todo lo público tienen una vertiente común: se originan en la
conversión del Estado de derecho en un Estado de partidos, es decir, en el paso
de un sistema en el que las leyes y los ciudadanos son los protagonistas de la
política democrática en un marco de separación de poderes a un sistema en el
que los actores principales son los partidos, la alternancia entre ellos el
único objetivo de la contienda política y la fusión y confusión bajo sus
directrices de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial la norma de
funcionamiento en el día a día.
Se mire donde se mire a nuestras
instituciones, los partidos han impuesto, primero, el reparto de puestos sobre
la base de cuotas de poder y, a continuación, la ideologización de los
procedimientos de toma de decisión. De esa manera, más que servir a los
ciudadanos, dichas instituciones se han puesto al servicio de los partidos. El
desenlace de Bankia es sumamente revelador de este problema. A pesar de las
apariencias, su nacionalización no significa que el Estado se haga cargo de las
pérdidas en las que incurrido un banco privado mal gestionado, sino la
traslación a la sociedad de los costes de haber puesto en manos de partidos
políticos y comunidades autónomas un poder financiero autónomo y opaco con el
que sostener su poder político. Por tanto, más que ante un problema de
regulación, bancaria estamos pues ante un fallo de autorregulación política.
Ahí reside la clave. Hasta la fecha, el
sistema político ha depositado en sus gestores la responsabilidad de
autorregularse. Como era previsible, estos han utilizado esta capacidad
reguladora no para atarse, sino para emanciparse del control ciudadano. Esto
explica por qué la reforma del sistema político es tan difícil de emprender y
encuentra tantas resistencias: como los que deberían emprender esa reforma
serían sus principales víctimas, los incentivos para llevarla a cabo son
inexistentes. Postergar estas reformas es suicida pues al igual que los errores
de diseño en la unión monetaria están complicando enormemente la salida de esta
crisis por el lado europeo, las debilidades estructurales de nuestra democracia
también están afectando muy negativamente la capacidad de sostenimiento de las
reformas en el ámbito interno. Como muestra el caso griego, en la medida en la
que la ciudadanía perciba que la clase política se exime a sí misma de reformas
de calado equivalente a las que aplica a la ciudadanía, nos situaremos en un
escenario de deslegitimación de la democracia muy preocupante. ¿Qué hacer?
Redefinir los límites de la política partidista. Al igual que estamos
redibujando los límites del Estado del Bienestar, es imperativo volver a
decidir quién hace qué y cómo en nuestro sistema político. No se trata de
erigir una tecnocracia sino de garantizar que cada institución recuperara su
razón de ser democrática en un marco de transparencia y responsabilidad
adecuado. Desde esta perspectiva, la refundación de la democracia española ni
siquiera requeriría una reforma constitucional, sino la identificación y el
rescate, una por una, de todas aquellas instituciones que en la actualidad
viven asfixiadas bajo el peso sofocante de la política partidista.
PUBLICADO EN EL PAÍS
El fin de los partidos PPSOE que nos han robado la DEMOCRACIA se conseguirá no votándoles.
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