LA CRISIS NO SÓLO ARRUINA. TAMBIÉN MATA
En los pequeños espacios que dejan las
noticias sobre las grandes cifras económicas, hay personas que se quedan
tendidas al borde del camino, desamparadas, no sólo por la sociedad, sino por
su propia fuerza y voluntad para vivir. Gente que se salvaría con la ayuda de
un soplo, una ínfima cantidad de ese océano de dinero que manejan los poderosos
de la Tierra.
Gente que soporta y resiste y aguanta, hasta que un día ya no
puede más. Se alzan, entonces, por última vez y dan un grito de alarma que nos
golpea por un instante, y luego se desvanece. Como el silbido de un tren que se
acerca en la noche.
Hiere más cuando se le pone rostro y
nombre al dolor.
Yo he leído estos dos escritos en una
tierra que sus pies dejaron de sentir.
“Me he encontrado todas las puertas
cerradas. Perdonadme, no podía seguir adelante”, dejó escrito el empresario
Giovanni Schiavon, de 59 años, padre de dos hijos, antes de dispararse un tiro
en el despacho de su empresa de construcción de Padua.
Como otros muchos empresarios, Giovanni
Schiavon había desafiado las llamas de un incendio que calcina hasta las
paredes del Estado. Sentenciado por las deudas, cada día aguardaba la salvación
de unos abonos que nunca llegaron mientras los bancos reclamaban el pago de los
créditos. Qué hacer. A dónde acudir cuando el sistema es sordo, insensible.
Desde el interior de la tragedia, el tiempo enreda y agrava la situación. Un
día, el pequeño empresario despierta y ve su vida arruinada, sin fuerzas para
levantarla. Se mira al espejo y ve el fracaso pegado a la conciencia, horrible
y negro. Tanto batallar, para nada. Tanto empujar la vida hacia delante, para
caer así. Un sentimiento de responsabilidad lo asfixia en el pecho y en el
alma, buscando una salida que no encuentra. Y la familia, pesándole entera en
las manos. La desesperación se le vino encima, como un cielo que se desploma
sobre la cabeza.
No todos los suicidios provocados por la
crisis, aparecen en las noticias de prensa. Muchos de ellos suceden en la
oscuridad. Sus nombres caen en el olvido, en esos vastos jardines sin aurora,
aunque sus vidas rotas sean un grito en los oídos del mundo. Los que abren esa
puerta del abismo, se van avergonzados de quedarse en una sociedad en la que ya
no tienen sitio. Avergonzados, también, por despedirse de un modo tan abrupto
del lugar donde tantos y tantas cosas los seguían esperando.
El músico Antonios Perris, de 60 años,
vivía en Atenas, en el barrio de Metaxourgeio, donde en los últimos tiempos
había empezado a florecer la actividad con galerías de arte, pequeños teatros y
numerosos restaurantes.
Desde hacía veinte años, Antonios
asistía a su madre, quien padecía de alzheimer y, últimamente, de
esquizofrenia. La ruina del país lo había ahogado. No tenía trabajo ni dinero.
Cómo obtener la medicación y la asistencia para una madre que exigía gravosos
cuidados. Antonios se había ido deshaciendo de los objetos de valor, incluso de
los más humildes, para poder comer. Hasta que la casa se quedó vacía. Como su
esperanza.
Cogido de la mano de su madre, se lanzó
al vacío desde la azotea de un quinto piso.
“Señor presidente, señores ministros,
señoras y señores diputados, hagan algo de inmediato. Rescaten a las personas
como han rescatado a los bancos. Tiendan una mano a los que están a punto de
arrojarse. Hagan algo” dejó escrito en una estremecedora nota de despedida.
No todos saben nadar en aguas
turbulentas, respirar el humo que ciega los ojos, soportar la vergüenza de ser
despojados de la dignidad, la vida quebrada, desahuciados, que los propios
hijos vean a la policía arrastrándolos por la fuerza lejos de lo que ha sido su
hogar durante años, abocados a la caridad; no todos soportan la humillación de
quedarse en medio de la nada y borrar cuanto se ha vivido, los infinitos sueños
acumulados, lo que se ha esperado pacientemente de la vida a lo largo del
tiempo y al final se rompe en mil pedazos.
Un día amaneces vencido por la angustia.
Miras a tu alrededor y te ves socialmente muerto. Qué será de mí, te preguntas.
Sin saberlo, has llegado a ese instante al que llegó el coronel del relato de
García Márquez cuando su esposa le pregunta, desesperada, “qué vamos a comer”
si no hay porvenir al que agarrarse. Y después de setenta y cinco años, el
coronel sólo tenía una respuesta, seca, inapelable: “Mierda”.
Cuando estás arriba, solo, a ocho mil
metros de altura, colgado de la pared de una montaña, puedes dejarte caer o
puedes hincar las uñas en la roca y aferrarte a la vida. A veces, un paso más
nos lleva muy lejos. A veces, sólo hay un paso de distancia entre la salvación
y la condena.
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