LOS INFIERNOS DEL SEXO. ZIGOR ALDAMA

LOS INFIERNOS DEL SEXO
Éramos nueve hermanos, pero seis murieron. Pasábamos hambre y sufríamos enfermedades. Mis padres decidieron vender las pocas tierras que teníamos y probar suerte con un pequeño restaurante. Fue en la ciudad cuando mi padre comenzó a cambiar: bebía, jugaba, y se divertía con prostitutas. Así que mi madre lo abandonó y volvimos a emigrar, esta vez a la Cachemira india. Allí, la plantación de patatas no daba para mucho, así que mi madre aceptó las 3.000 rupias (unos 60 euros) que un hombre le pagó para casarse conmigo. Apareció cuando estaba sola, me contó cuál era el trato, y me violó. Avergonzada, escapé de casa. En la carretera un camionero se ofreció a ayudarme. Yo quería regresar a Nepal, así que acepté. Cenamos y me dio un pastel que tenía un somnífero. Cuando desperté estaba en un burdel».

Sunita Danuwar tenía 14 años cuando llegó al infierno. «Todo era muy diferente, no entendía qué estaba pasándome. Entonces vino la 'madame' y me lo explicó con dos gritos. Había sido vendida y ahora le pertenecía». Había pasado a engrosar la abultada lista de esclavas sexuales nepalesas que llegan a Bombay víctima de las mafias que trafican con mujeres, y pronto quebró su negativa a practicar sexo. «El propietario me puso una cuchilla en el cuello y me amenazó con cortarme en dos y tirar los trozos de mi cuerpo a la carretera. Ni los perros te reconocerán, me dijo». La 'madame' intercedió para interpretar el papel del policía bueno. «Solo tenía que devolver con mi trabajo las 200.000 rupias (4.000 euros) que habían pagado por mí, y me dejarían libre. Así que acepté».

Lo que Sunita no sabía es que a esa deuda se iban sumando importes muy variados: desde el alquiler del cubículo en el que llegó a atender a catorce hombres diarios, hasta el bol de arroz salpicado de vegetales que le daban para comer. «También me multaban si el cliente no quedaba satisfecho, y me zurraban si no aceptaba prácticas sexuales raras. Los dueños del burdel sabían perfectamente cuándo iban a hacer una redada, momento en el que nos encerraban. No habría salido de allí jamás». Afortunadamente, Sunita fue rescatada en una batida que la policía india no comunicó previamente a los burdeles. Entonces descubrió que la suya era una historia demasiado común.

Casi 500 esclavas sexuales fueron liberadas en aquella operación de 1996. 148 eran niñas y adolescentes nepalesas que fueron encerradas en casas de acogida indias ante la negativa de Nepal a aceptar su repatriación. «Tenían miedo de que propagásemos el sida por el país, y tardaron siete meses en aceptarnos». Durante la espera, muchas de las chicas se suicidaron, y otras decidieron regresar a los burdeles. «Las mató la perspectiva de enfrentarse al estigma». Sunita, sin embargo, esperó con estoicismo y encontró fuerza en un grupo de compatriotas.

S. T. era una de ellas. Tenía entonces doce años. Cuatro años antes, huérfana, tuvo que emigrar del campo a Katmandú para trabajar en una fábrica de alfombras y ayudar económicamente a sus abuelos. «Un hombre vino y me ofreció un trabajo mucho mejor pagado como sirvienta en una casa de India, así que acepté e hice el viaje con una amiga». Pero en Bombay las separaron. «No nos dejaban salir. Las mujeres llevaban mucho maquillaje, y pensé que las indias eran muy raras. Hacía pequeñas labores, pero un día me dijeron que tenía que ponerme guapa y hacer el mismo trabajo que las otras chicas». Estaba todavía lejos su primera menstruación cuando la violaron cuatro hombres. «Sangraba tanto que tuvieron que ingresarme durante diez días, pero nadie en el hospital preguntó qué me había pasado. Cuando mejoré, me devolvieron al burdel y ya no me resistí más».

Sunita y S.T. regresaron juntas a Nepal con la esperanza de rehacer sus vidas en familia. Ingenuas. A la más joven la expulsaron de su aldea natal. «Encontré trabajo en una tienda, pero cuando se supo quién era comenzaron a acosarme y muchos ni siquiera pagaban por las compras». A Sunita la llamaban puta por la calle, y lanzaron rumores de que tenía sida. Su familia no quiso saber nada de ella, y así ha sido hasta hoy. Una ONG la acogió en la capital nepalesa. «Me costó mucho convencerme de que caer en las redes de la prostitución no había sido culpa mía».

Junto a otras 14 mujeres, Sunita fundó Shakti Samuha, la organización que ahora preside y que trabaja para rescatar la inocencia de quienes han corrido su misma suerte y prevenir que miles de niñas sigan ese camino.

Aunque no hay cifras oficiales, diferentes ONG estiman que, cada año, entre 10.000 y 15.000 nepalesas son raptadas o engañadas para que viajen a otros países, sobre todo a India, y proporcionen servicios sexuales. «Han pasado muchos años, pero las historias de hoy son un calco de las nuestras. Quizá incluso peores. La frontera es porosa, las autoridades son corruptas, y el problema se agrava». Y no solo en Nepal.

«En casa me matarían»

A unos 1.500 kilómetros en dirección sudeste ondea otra bandera, pero el peligro es el mismo. En las abarrotadas calles de Dacca, la capital de Bangladesh, las mafias también están al acecho. Y basta un vistazo a los barrios marginales, donde se colocan con pegamento los más pequeños para entender que no es difícil nutrirse de 'carne fresca'. Para dificultar el delito, la ONG Aparajeyo, que cuenta con fondos de Unicef, gestiona varios locales en los que acoge a niños que han sido víctima de abusos. Les proporcionan alternativas que la sociedad suele negarles. Porque el rescate es solo el principio.

Lo sabe bien M.A., una adolescente de 15 años. Se fue de casa para evitar que su padre, alcohólico, continuara golpeándola. Acabó en la estación central de Dacca, un hervidero en el que se concentran niños de la calle, drogadictos, maleantes y pederastas. «Tenía hambre, y había gente que me ofrecía comida. Al principio me resistí porque no confiaba en nadie, pero al final acepté. Unos jóvenes me dijeron que me darían de comer en una casa, y cuando fui me trataron de violar en el tejado».

Tuvo suerte. Unos cooperantes de Aparajeyo la sacaron de allí. «Muchos de los niños ya están sumergidos en ese submundo, y no quieren dejarlo. Quienes los explotan les dan dinero y droga para asegurarse de que así sea. Otros acaban esclavizados en India. A ella fue posible rescatarla porque todavía no había llegado tan lejos». No obstante, en un episodio que la chica no quiere recordar, alguien le arrebató la virginidad. Avergonzada, reconoce que no podrá regresar a casa jamás. «Mi padre me mataría». De forma literal.

En el hogar de acogida es feliz. Comparte clase con Mina, una niña de 13 años cuya historia tiene muchos puntos en común con la de M.A. También nació en el seno de una familia desestructurada. La madre era una estudiante que se divorció cuando ella gateaba. Entonces la dejó con la abuela, que murió pocos años después. Con siete años y 80 takas (menos de un euro) en el bolsillo, Mina se quedó en la calle. No le quedó alternativa: tuvo que mendigar.

Una mujer la invitó a trabajar como sirvienta en su casa, donde el marido abusó de ella. Es algo habitual. Muchas son violadas y, si se quedan embarazadas, las expulsan de la casa. Mina escapó antes de que llegara ese momento. Pero con tan mala fortuna que cayó en manos de un burdel. Allí la atiborraron a hormonas para que se desarrollara más rápido. Poco antes de cumplir los 11, fue liberada durante una redada de la policía. Ahora mira al futuro con esperanza, pero ya nunca sonríe. «Quiero ser profesora para ayudar a los niños de ahí fuera».

Hay padres conscientes de que sus hijos corren el riesgo de acabar como esclavos sexuales o víctima de abusos, y prefieren cederlos antes que perderlos para siempre. Para ellos, la ONG española Ayuda en Acción ha establecido, a través de su hermana Action Aid Bangladesh, una red de hogares de acogida en los que se proporciona un futuro a quienes están a punto de perderlo.

Miin Akhter es una de ellos. Solo tiene diez años, pero lleva ya dos en una de estas 'Happy Home' (Casas felices). «Tenía que trabajar cuidando de un niño en casa de una familia rica. Me golpeaban a menudo por no limpiar bien la ropa o por no atender a su hijo». Cuando comenzaron los tocamientos, sus padres entendieron que lo que le ofrecían no era una vida, sino una muerte lenta. «Somos una losa para ella, pero no tenemos dinero. En aquella casa le daban de comer y de vestir, y lo que ganaba era una bendición de Alá». Pero renunciaron a ese dinero y Miin ahora tiene un futuro. «Con lo que aprendo espero poder sacar a mis padres de la pobreza». Lo que no sabe es que la crisis en Europa amenaza con cerrar el hogar y abocarla de nuevo al abuso.

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