EL
ÚLTIMO HÉROE DE NARVIK
En 1940, un grupo de españoles participó
en el primer desembarco aliado de la II Guerra Mundial. Fue una carnicería.
Aunque hoy nadie recuerda su gesta, el soldado Ramira sigue vivo para contarla.
El hombre que habla tiene 93 años y
siete balazos en el cuerpo. Las cicatrices le suben por el pecho hasta la nuca,
como una costura punteada y grotesca. Los proyectiles le dibujaron una
cremallera en diagonal. En su torso de anciano ese hilván de piel arrugada y
rota parece un trazo compuesto, un injerto simulado que debería pertenecer a la
vida de otro. Pero esas heridas son suyas. Tan suyas como el recuerdo del agua
roja de la bahía de Narvik, el reflejo del cañoneo sobre el helado mar de
Noruega, el litoral en llamas, el vaivén de las barcazas.... Tan suyas como el
miedo de entonces o la memoria de ahora.
El hombre que habla viste una humilde
camisa de cuadros, pantalón de tergal, tiene gafas, apenas oye. Es un anciano
que sonríe solo por un lado de la boca, pide paciencia extendiendo hacia abajo
las palmas de las manos y alarga mucho las eses, por culpa del acento inglés.
Vive en una casita modesta, estilo 'british', muebles robustos, papel pintado,
clónica a las cientos que conforman la geografía urbana del barrio de Byfleet,
en Surrey, al sur de Londres. Desde agosto está solo. Murió su mujer, Ascensión
Belón, una 'niña de la guerra' de la localidad vizcaína de Ortuella. El hombre
que habla insiste en que no es un héroe. Intenta desmentir lo que dicen sus
medallas.
Miguel Ramira no se llama Miguel Ramira.
Tiene una teoría particular al respecto. «Cuando empieza una guerra, todo puede
cambiar: incluso tu nombre». Por ejemplo: el 18 de julio de 1936 eres un
andaluz tranquilo y currante, natural de Grazalema, que vigilas animales en la
sierra o haces de guardés por los cortijos de Málaga, y cuatro años después
luchas en tierras nórdicas «bajo una bandera que no es la tuya» y con un nombre
que no te pertenece. Es lo que el historiador Eduardo Pons Prades bautizó como
«la entropía bélica», personalizada en Miguel: un día eres un pastor de Cádiz,
preocupado porque la calima marroquí no suba y te seque los pastos y al poco
tiempo te descubres a ti mismo intentando que no se te salgan las tripas sobre
la cubierta de un buque extranjero, a miles de kilómetros de tu casa, porque te
acertó en el barrido un recluta de Dortmund, ciudad que eres incapaz de situar
en un mapa; un día das por hecho que le harás la corte a una chica del pueblo,
comprarás un huertecito, envejecerás junto a las laderas guarnecidas de
pinsapos y al poco tiempo te ves casándote en una iglesia londinense con una
vizcaína de Ortuella, hija de un paria como tú, que intuye que pronto
participarás en la mayor operación militar de la historia, la batalla de
Normandía, y que te pide una y otra vez que te cuides, que no te expongas, como
si tanto ruego y tanta súplica pudiera salvarte de algo.
Miguel Ramírez nació en una pequeña
aldea gaditana, ya está dicho. También que fue pastor y jornalero. Hasta el
invierno del 39, su historia es la de una lucha en retirada permanente. Peleó
con los guerrilleros republicanos en la Sierra de Ronda, se replegó hasta
Málaga y Valencia adscrito a la 31 brigada mixta, y después en el Ebro, con el
mítico cuerpo 12 del Ejército. Más tarde, la derrota: Barcelona, La Junquera y
un campo de internamiento en Perpignan. Miguel Ramira, el hombre que habla,
nació poco después, ya en Francia, cuando el hambre y la amenaza latente de la
deportación le hizo alistarse en la Legión Francesa bajo el paraguas de otra
identidad. Un funcionario apuntó mal su apellido y Miguel aceptó el trueque: un
nuevo nombre a cambio de una nueva vida.
A Miguel no se le escapa que los
republicanos enrolados en la Legión Francesa, con el chantaje explícito del
regreso forzoso al otro lado de los Pirineos, estaban allí para ser carne de
cañón. Su entrenamiento en Orán no fue un paseo. Algunos oficiales franceses
los miraban con recelo, como una comitiva extraña de espectros enflaquecidos,
inútiles para la batalla. «Olvidaban que teníamos muchos más motivos que ellos
para enfrentarnos a Alemania». Gernika, la Cóndor, los blindados de Madrid.
«Además -explica Ramira-, cualquiera de nosotros llevaba tres años de guerra
encima». La mayoría de los superiores, tácticos novatos y chicos de academia
que sospechaban del carácter anárquico y supuestamente indisciplinado de los
exiliados españoles, no había entrado jamás en combate.
El 12 de mayo de 1940 se produjo el
primer desembarco aliado de fuerzas bajo fuego enemigo de la Segunda Guerra
Mundial. «Al final solo les sirvió como prueba». La Wehrmacht había ocupado
Noruega en abril. En el puerto de Narvik, un fondeadero natural escoltado de
montañas («una pesadilla para cualquier atacante»), cargaban el hierro sueco
que surtía las fábricas del III Reich. «La única manera de tomarlo era con una
de esas operaciones anfibias de las que todo el mundo hablaba, pero que nadie
había probado nunca». Los cuerpos expedicionarios británico y francés
decidieron intentarlo. A los españoles de la 13 Semibrigada les tocó ejercer la
vanguardia en aquel asalto.
El peso de las botas
Corrió por los acantilados, cuesta
arriba, por los desfiladeros, por las lenguas de los fiordos, por los fangales
de los ríos, encarando las montañas desde las que disparaban los alemanes. De
un risco a otro. Hasta que en mitad de una noche polar algo le mordió en el
pecho, en el hombro y en la nuca. Algo que le cerró los ojos.
Miguel fue evacuado hasta Escocia.
Cuando le dieron el alta, los aliados le pagaron la entrega con la opción de
vivir en un estadio de carreras para galgos, hacinado con otros miles de
refugiados europeos. En la pantalla del cine de Shepherd Bush escuchó a Winston
Churchill gritar aquello de que en el mundo se libraba una cruzada entre el
bien y el mal. El 28 de agosto, apenas repuesto de sus heridas, se alistó en el
Regimiento Real de la Reina. «Esta vez di el paso de forma voluntaria»,
explica. Sentía, «modestamente», que no podía hacer otra cosa.
Con el Regimiento luchó en el Lejano
Oriente, hasta que lo transfirieron a la Compañía Número Uno del Cuerpo de
Pioneros (la 'Spanish Company'). Haciendo guardias en Bournemouth, en abril del
44, descubrió las maniobras que los aliados hacían en New Forest. El ensayo
general del Día D. Se preguntó si le tocaría participar en la toma de Francia.
Pensó que sí. Acertó.
Desembarcó en Normandía poco después del
asalto, pero, por suerte, esta vez no sufrió la primera línea. Tensó
alambradas. Construyó puentes. Antes de ser desmovilizado, en 1946, Miguel
Ramira perdió la última batalla. El alto mando aliado decidió que con Berlín
era suficiente. Los miles de españoles que luchaban bajo todas sus banderas
asistieron con estupor a la renuncia de Yalta. «Primero Hitler», nos decían.
«Después, Franco». «Nos engañaron». «Yo estaba y estoy en contra de todas las
dictaduras, sean del color que sean».
A Miguel le cabe el orgullo, no
obstante, de haber contribuido (con su sangre) a liberar al mundo de un
monstruo. También de que la historia comience, poco a poco, a reconocerle su
gesta. El investigador francés George Blond escribe sobre el soldado Ramira y
sus compañeros: «Muchos oficiales los habían mirado con desconfianza,
llamándolos despectivamente 'los rojos' y lamentándose de que estuvieran en
Noruega. Sin embargo, después destacaron en sus informes que 'se habían batido
como leones' en las escarpadas sierras de Narvik». Quinientas lápidas nevadas y
grises, perdidas en un pequeño cementerio nórdico, dan fe, con su silencio, de
que así lo hicieron.
PUBLICADO EN DIARIO SUR
No hay comentarios:
Publicar un comentario