REGRESO
AL CLUB DEL ODIO
La joven que reveló a EL PAÍS cómo fue
captada por la secta yihadista Takfir Wal Hijra vuelve con el clan que asesinó
a su novio. Fátima se ha casado con un islamista y viste el 'niqab'
Fátima Mohand Abdelkader ha regresado al
infierno, ha vuelto al club del odio del que había logrado escapar con la ayuda
de su novio Salam. Por arrancarla de sus garras, él murió torturado por los
miembros de la secta yihadista Takfir Wal Hijra (anatema y exilio) en un río de
Farhana, al otro lado de la frontera de Melilla con Marruecos.
Ella señaló con
el dedo a sus asesinos y juró vengarlo. Después de cuatro años, Fátima ha
pasado de la lucha al silencio, ha cambiado su chaqueta blanca y los vaqueros
con los que paseaba libre por La Cañada de Hidum, el barrio más deprimido y
abandonado de Melilla, por un niqab negro que la cubre de la cabeza a los pies
y por el que solo asoman sus ojos negro azabache. Una mirada cautiva que no
puede dirigir a ningún otro hombre que no sea su padre, su hermano o el barbudo
salafista con el que acaba de casarse.
Fátima cayó en las garras de los
takfiris a los 16 años en el barrio de empinadas calles y casas ilegales de La
Cañada, en Melilla, donde se baten todos los récords de tasa de paro, fracaso
escolar, marginalidad y delincuencia. La obligaron a dejar sus estudios, a
vestir de negro, a rezar en casas abandonadas lejos de las miradas curiosas, a
abandonar a su novio Salam, a dejar a su familia y entregarse al servicio de la
secta más clandestina fundada en Egipto en 1969, la que prohíbe ver la
televisión, pisar un cine, comer carne que no sea sacrificada por ellos, la que
permite robar a los infieles o autoriza a disfrazarse para no despertar
sospechas a los servicios de inteligencia. “Al principio te hablan de algo
bonito y bueno. Te hablan de Dios, de lo que esperan de ti, de lo que te puede
dar. Yo solo tenía 16 años y todo aquello me gustó”, recordaba Fátima cuando
abandonó el grupo.
Salam Mohand Mohamed, su novio
melillense de 21 años y exmiembro de la secta, la ayudó a salir del infierno.
“Elige: o ellos o yo”. Las familias celebraron la petición de mano con una
comida en la casa de Fátima, una vivienda unifamiliar pintada de color burdeos
junto a la frontera de Farhana. El joven puso a punto su Volkswagen Golf VR6 de
cristales tintados. Ella preparó su ajuar. Decidieron establecerse en Barcelona
para huir de la secta. “¿Por qué vas con ese traidor? Te hemos visto bajar de
su coche. No tienes vergüenza. Si quieres estar con nosotros tienes que
apartarte de todo”, le reprochaban los takfiris. Ella mentía y negaba.
El 8 de julio de 2008, el día anterior a
su marcha, Salam recibió un encargo de uno de los miembros del clan con el que
todavía mantenía relación: “Me han llamado para ir a recoger un dinero en
Marruecos y me ofrecen 4.000 euros de comisión, tranquila, voy con mi amigo
Rachid”, le confesó a su novia. “Le dije que no fuera. Que le podían engañar”,
recuerda ahora Abdesalam, el padre de Salam, un exlegionario y pintor en paro
de 51 años. Una semana después un pastor marroquí descubrió sus cadáveres. El
cuerpo de Salam apareció semidesnudo y atado de pies y manos en un bosque en
Buyafar (Cabo Chico), en territorio marroquí. Su rostro, cara y genitales
estaban quemados con fuego de soplete, según la autopsia del Instituto de
Medicina Legal de Melilla. Lo reconoció su padre por el pendiente que llevaba
en una oreja. Junto a él estaba el cadáver de Rachid Chaib, de 21 años, el
amigo que le acompañaba, que recibió un tiro en la cabeza. Ambos habían sido
torturados. “Con Salam se ensañaron mucho más”, dice Abdala, de 41 años,
hermano de Rachid.
Fátima denunció a los takfiris como
asesinos de su novio, señaló a dos miembros de la secta que vivían en el barrio
y reveló a EL PAÍS el adoctrinamiento al que había sido sometida durante años
por los radicales islamistas. Era la primera vez que alguien del club del odio
rompía su silencio. “Recibí toda clase de presiones y amenazas para que dejara
a mi novio y para que volviera a la secta. Éramos unas seis chicas, yo la más
pequeña. El líder nos preguntaba a nosotras. Nosotras no podíamos preguntar
sobre nada mundano, solo acerca de dudas relacionadas con el islam; estaba
prohibido escuchar música, ir al cine o ver la televisión; no estaba permitido
hablar o mirar a los ojos de una persona del sexo opuesto. Tus ojos no debían
cruzarse nunca con los ojos de un hombre. Tenías que bajar la vista y mirar al
suelo; tenías que vestir de negro o de colores oscuros, cubrirte la cara y usar
guantes hasta los codos. Las mujeres de los miembros de la secta llevaban
burkas o niqabs y nos animaban a usarlo”.
Hace dos semanas, cuando se iba a
cumplir el cuarto aniversario del brutal asesinato, decenas de policías tomaron
La Cañada de Hidum y detuvieron a Rachid Mohamed Abdela y Nabil Mohamed Chaib,
los que captaron a Fátima para el movimiento Takfir Wal Hijra, los que señaló
la joven como responsables de la muerte de su novio. La justicia marroquí ha
solicitado su captura y extradición mediante un mandato de Interpol. Jorge
Fernández Díaz, ministro de Interior, presentó a los dos takfiris como miembros
de “una secta capaz de los crímenes más horribles” y les acusó de enviar
muyahidin a Afganistán, pero el pasado martes las familias de ambos celebraban
en sus casas su puesta en libertad condicional. La Audiencia Nacional espera el
envio de más pruebas de las autoridades marroquíes.
Durante dos años los enfrentamientos
entre Fátima y los takfiris fueron continuos. Tuvo que recibir tratamiento
psiquiátrico. Cuando apareció el cadáver de su novio la joven se dirigió a uno
de los detenidos y le espetóó: “Sé que lo habéis mandado vosotros. Se quedó
impactado, empezó a sudar y me respondió: ‘Si tú me hundes, yo te hundiré a ti.
Me tiraré 30 años en la cárcel, pero me encargaré de que te quiten de en medio.
¿Por qué lloras por ese traidor? Te han hecho un favor”, confesó la chica
entonces
En enero de 2009 Fátima se cruzó en La
Cañada con Rachid, el otro detenido, y le gritó: “¡Asesino!”. El takfir
respondió dándole un puñetazo en la cara que le produjo lesiones en el maxilar
izquierdo. Días antes la joven había recibido en su teléfono móvil una
insistente llamada. Cuatro veces no la atendió. Respondió a la quinta, emitida
desde un número oculto, y una voz masculina le dijo: “¡Hola Fati! Soy Salam y
estoy vivo”. Fátima presentó una denuncia contra Rachid que fue condenado por
lesiones a una multa de 90 euros y absuelto por las amenazas. Las coacciones
siguieron hasta que Nabil y Rachid se esfumaron del barrio y dejaron Melilla.
Vivieron en varios países de Europa protegidos por acólitos de la secta, según
asegura ahora la policía.
Fátima no ha celebrado la detención de
los takfiris a los que ella dirigió su dedo acusador. Hace un año la joven
pidió perdón y regresó a la secta. Se ha casado con un barbudo salafista que
viste túnicas negras que no alcanzan el tobillo, un gesto que se consideraría
impuro, y calza zapatillas deportivas, el uniforme de muchos takfiris en este
barrio melillense. La pareja espera un hijo y vive en una humilde casa de La
Cañada de Hidum, muy cerca de la mezquita Blanca donde se congregan los más
radicales del barrio. En la puerta de la vivienda hay siempre tres pares de
zapatos, dos de sandalias y unas zapatillas deportivas.
La familia de Salam ha perdido el
contacto con Fátima. La última vez que la joven acudió a visitar a la abuela de
su novio fue hace dos años. “Venía a vernos con frecuencia, hablaba con mi
madre y recordaban juntas al chico. Sabemos que ha ido a casa de los asesinos a
pedirles perdón. Se ha casado con otro de la secta, con un barbas que dejó el
Ejército porque era pecado”, asegura Abdesalam en el salón de su casa,
presidido por una fotografía de su hijo. El padre del chico asesinado viste
unas bermudas color caqui, camisa de manga corta y calza sandalias de cuero.
Camina hasta la terraza y muestra, a unos cien metros, la casa de Nabil, uno de
los takfiris detenidos. “Ha sido muy duro tenerlos todo este tiempo tan cerca.
Una alegría cuando los han detenido y una tortura oírlos la pasada madrugada
cuando celebraban su puesta en libertad. ¿Qué ha pasado?”, se lamenta.
Samira, la tercera mujer de Abdesalam,
viste una túnica naranja y no lleva hiyab (pañuelo islámico). Es el único
miembro de la familia que ha visto recientemente a Fátima. “Vino a saludarme en
el hospital, se acercó y me dio dos besos. Yo me asusté y le pregunte: ‘¿Quién
eres?’. Me respondió: ‘Soy la Fátima’. Iba con un niqab negro y guantes hasta
el codo. Llevaba un Corán en la mano y le acompañaba su marido, un barbudo. Se
sentaron aparte de todo el mundo. Está embarazada de cinco o seis meses. Iba a
hacerse unos análisis y él pretendía entrar con ella, pero no le dejaron”.
—¿Por qué ha vuelto Fátima a la secta
después de lo que ha pasado? ¿Por qué se ha puesto un niqab después de confesar
lo que sufrió con esa gente?
—A esa pregunta solo puede responder
ella, solo ella, dice Abdesalam mientras bebe un vaso de té.
Samira guarda silencio.
Najim, de 32 años, primo de la víctima,
sostiene a su hijo de dos años en brazos y señalándole dice: “Mírelo. Le he
puesto el nombre de Salam. Se llama como él. Yo era amigo de Nabil (uno de los
takfiris detenidos). Estuvimos juntos trabajando de camareros en Canarias.
Antes de meterse en la secta era buena gente, ahora es un loco. A Fátima le
decía: ‘Cuando quieras te quito de en medio a Salam’. Está casado y tiene dos
hijos, pero estaba enamorado de ella. Creo que Fátima sabe más de lo que ha
dicho”.
La casa de la madre de Rachid, uno de
los detenidos, está a diez minutos andando desde la casa de Abdesalam, muy
cerca de la peluquería Lamia que cierra para atender a algunas jóvenes del
barrio que visten el burka o el niqab y cuyos maridos exigen privacidad. Asomada
a la ventana la cuñada del takfir habla con ironía de Fátima: “Mira, la que se
metía con ellos ahora se ha convertido al islamismo y va tapada de arriba
abajo. Les ha pedido perdón, fue a sus casas a pedirles perdón. Les dijo que
había estado enferma, depresiva y presionada por la familia de su novio. Ella
es la culpable de todo, ella les señaló con el dedo. Todo viene porque la
familia del muerto es muy moderna. ¿Por qué no dejan a estos chicos en paz?
¡Que vistan como quieran!”. La familiar de Rachid le telefonea por si quiere
hablar: “Dice que se lo ha prohibido su abogada”.
El perdón de Fátima a los miembros del
clan que la captaron es lo que más le duele a Abdala Mohamed Chaib, hermano del
joven asesinado junto a Salam. Abdala vive en Fráncfort (Alemania) hace 19
años, está casado, trabaja en una empresa de pescado y habla cuatro idiomas. “A
Fátima le dijeron que si hablaba y les acusaba la cortarían en trocitos. Lo
hizo, les acusó, pero se ha rendido. Ha ido a besarles la cabeza a ellos. Ha vuelto
con ellos”.
Abdala acudió la semana pasada a
acompañar a su madre a declarar a la comisaría de policía de Melilla. Tras la
detención de Rachid y Nabil, desfilaron por allí varios de los familiares de
las dos víctimas. Allí coincidió con Fátima. “Casi le escupo a la bastarda. Se
estaba quejando porque le decían que se destapara la cara, que no se podía
entrar cubierta a un sitio oficial. Ella preguntaba que dónde estaba la ley,
pero la obligaron a mostrar la cara. Parecía una cucaracha. Yo a eso lo llamo
basura. Esa religión no existe, eso no es el islam. Esta gente está destruyendo
nuestro barrio. No sabe usted lo que me alegro de haberme marchado de aquí, que
mis hijos no se traten con ellos. Cuando vuelvo a La Cañada no la reconozco.
¿Por qué no se van a Afganistán?”.
Los takfiris no acuden a rezar a las
mezquitas. Lo hacen en el monte o en sus propias viviendas. Tampoco asisten al
rezo colectivo que congrega en Ramadán a unas 5.000 personas en una explanada
junto al cuartel de La Legión, muy cerca de La Cañada de Hidum. Nagim, el primo
de Salam, lo explica así: “En casa de Rachid se juntaban a rezar cuatro o cinco
filas de personas. Los veía con prismáticos desde mi casa. Ellos dicen que
nosotros no somos musulmanes, que todos los imanes de Melilla son falsos. Esta
gente dice que robar a los infieles no es pecado. Trafican con droga, entran a
las casas, roban gallinas y las sacrifican en el monte. Los barbas no se juntan
con nadie. Son una secta”. Varios locutorios del barrio son su centro de reunión.
La mezquita Blanca se levanta a los pies
de La Cañada y congrega a los fieles más rigoristas del barrio. Al igual que el
resto de los templos de esta ciudad de unos 71.000 habitantes, la mitad de
ellos musulmanes, está dirigida por un imán marroquí. Los familiares de Salam y
Chaib, los jóvenes asesinados, relatan la respuesta que reciben los que se
acercan a rezar allí y no dan el perfil esperado. “Una vez entró un vecino a
orar y se fueron todos los que estaban dentro. Consideraban que no era como ellos.
Le dijeron: ‘Nosotros no rezamos con mujeres’. Esa mezquita es un peligro. De
ahí pasan luego al clan”, dice Najim.
Fátima trabajaba en un Burger King
frente a la playa de Melilla, en el centro acomodado y moderno de la ciudad, a
diez minutos en coche de La Cañada de Hidum. Ganaba 745 euros al mes. Sus
compañeras no saben nada de ella. “Se marchó sin más”, dicen el dueño y una de
las empleadas. Desde hace un año solo sus más íntimos saben quien es la chica
embarazada que se baja de un viejo Mercedes gris plata y oculta bajo un niqab,
cargada de bolsas y acompañada de uno de los puros del barrio.
Al mediodía del pasado miércoles Mimo,
su padre, la negaba a la puerta de su casa. “No tengo ninguna relación con mi
hija. Aquí no vive, se ha casado y tiene su vida”.
—¿Sabe por qué ha vuelto con ellos?
De pronto la puerta se entreabrió y la
voz de Fátima explotó: “¿Está preguntando por mí? ¡Dile que se largue! ¡Que se
largue ya...!”.
—Por favor, váyase.
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