REGRESO AL CLUB DEL ODIO. JOSÉ MARÍA IRUJO


REGRESO AL CLUB DEL ODIO

La joven que reveló a EL PAÍS cómo fue captada por la secta yihadista Takfir Wal Hijra vuelve con el clan que asesinó a su novio. Fátima se ha casado con un islamista y viste el 'niqab'

Fátima Mohand Abdelkader ha regresado al infierno, ha vuelto al club del odio del que había logrado escapar con la ayuda de su novio Salam. Por arrancarla de sus garras, él murió torturado por los miembros de la secta yihadista Takfir Wal Hijra (anatema y exilio) en un río de Farhana, al otro lado de la frontera de Melilla con Marruecos. 


Ella señaló con el dedo a sus asesinos y juró vengarlo. Después de cuatro años, Fátima ha pasado de la lucha al silencio, ha cambiado su chaqueta blanca y los vaqueros con los que paseaba libre por La Cañada de Hidum, el barrio más deprimido y abandonado de Melilla, por un niqab negro que la cubre de la cabeza a los pies y por el que solo asoman sus ojos negro azabache. Una mirada cautiva que no puede dirigir a ningún otro hombre que no sea su padre, su hermano o el barbudo salafista con el que acaba de casarse.

Fátima cayó en las garras de los takfiris a los 16 años en el barrio de empinadas calles y casas ilegales de La Cañada, en Melilla, donde se baten todos los récords de tasa de paro, fracaso escolar, marginalidad y delincuencia. La obligaron a dejar sus estudios, a vestir de negro, a rezar en casas abandonadas lejos de las miradas curiosas, a abandonar a su novio Salam, a dejar a su familia y entregarse al servicio de la secta más clandestina fundada en Egipto en 1969, la que prohíbe ver la televisión, pisar un cine, comer carne que no sea sacrificada por ellos, la que permite robar a los infieles o autoriza a disfrazarse para no despertar sospechas a los servicios de inteligencia. “Al principio te hablan de algo bonito y bueno. Te hablan de Dios, de lo que esperan de ti, de lo que te puede dar. Yo solo tenía 16 años y todo aquello me gustó”, recordaba Fátima cuando abandonó el grupo.

Salam Mohand Mohamed, su novio melillense de 21 años y exmiembro de la secta, la ayudó a salir del infierno. “Elige: o ellos o yo”. Las familias celebraron la petición de mano con una comida en la casa de Fátima, una vivienda unifamiliar pintada de color burdeos junto a la frontera de Farhana. El joven puso a punto su Volkswagen Golf VR6 de cristales tintados. Ella preparó su ajuar. Decidieron establecerse en Barcelona para huir de la secta. “¿Por qué vas con ese traidor? Te hemos visto bajar de su coche. No tienes vergüenza. Si quieres estar con nosotros tienes que apartarte de todo”, le reprochaban los takfiris. Ella mentía y negaba.

El 8 de julio de 2008, el día anterior a su marcha, Salam recibió un encargo de uno de los miembros del clan con el que todavía mantenía relación: “Me han llamado para ir a recoger un dinero en Marruecos y me ofrecen 4.000 euros de comisión, tranquila, voy con mi amigo Rachid”, le confesó a su novia. “Le dije que no fuera. Que le podían engañar”, recuerda ahora Abdesalam, el padre de Salam, un exlegionario y pintor en paro de 51 años. Una semana después un pastor marroquí descubrió sus cadáveres. El cuerpo de Salam apareció semidesnudo y atado de pies y manos en un bosque en Buyafar (Cabo Chico), en territorio marroquí. Su rostro, cara y genitales estaban quemados con fuego de soplete, según la autopsia del Instituto de Medicina Legal de Melilla. Lo reconoció su padre por el pendiente que llevaba en una oreja. Junto a él estaba el cadáver de Rachid Chaib, de 21 años, el amigo que le acompañaba, que recibió un tiro en la cabeza. Ambos habían sido torturados. “Con Salam se ensañaron mucho más”, dice Abdala, de 41 años, hermano de Rachid.

Fátima denunció a los takfiris como asesinos de su novio, señaló a dos miembros de la secta que vivían en el barrio y reveló a EL PAÍS el adoctrinamiento al que había sido sometida durante años por los radicales islamistas. Era la primera vez que alguien del club del odio rompía su silencio. “Recibí toda clase de presiones y amenazas para que dejara a mi novio y para que volviera a la secta. Éramos unas seis chicas, yo la más pequeña. El líder nos preguntaba a nosotras. Nosotras no podíamos preguntar sobre nada mundano, solo acerca de dudas relacionadas con el islam; estaba prohibido escuchar música, ir al cine o ver la televisión; no estaba permitido hablar o mirar a los ojos de una persona del sexo opuesto. Tus ojos no debían cruzarse nunca con los ojos de un hombre. Tenías que bajar la vista y mirar al suelo; tenías que vestir de negro o de colores oscuros, cubrirte la cara y usar guantes hasta los codos. Las mujeres de los miembros de la secta llevaban burkas o niqabs y nos animaban a usarlo”.

Hace dos semanas, cuando se iba a cumplir el cuarto aniversario del brutal asesinato, decenas de policías tomaron La Cañada de Hidum y detuvieron a Rachid Mohamed Abdela y Nabil Mohamed Chaib, los que captaron a Fátima para el movimiento Takfir Wal Hijra, los que señaló la joven como responsables de la muerte de su novio. La justicia marroquí ha solicitado su captura y extradición mediante un mandato de Interpol. Jorge Fernández Díaz, ministro de Interior, presentó a los dos takfiris como miembros de “una secta capaz de los crímenes más horribles” y les acusó de enviar muyahidin a Afganistán, pero el pasado martes las familias de ambos celebraban en sus casas su puesta en libertad condicional. La Audiencia Nacional espera el envio de más pruebas de las autoridades marroquíes.

Durante dos años los enfrentamientos entre Fátima y los takfiris fueron continuos. Tuvo que recibir tratamiento psiquiátrico. Cuando apareció el cadáver de su novio la joven se dirigió a uno de los detenidos y le espetóó: “Sé que lo habéis mandado vosotros. Se quedó impactado, empezó a sudar y me respondió: ‘Si tú me hundes, yo te hundiré a ti. Me tiraré 30 años en la cárcel, pero me encargaré de que te quiten de en medio. ¿Por qué lloras por ese traidor? Te han hecho un favor”, confesó la chica entonces

En enero de 2009 Fátima se cruzó en La Cañada con Rachid, el otro detenido, y le gritó: “¡Asesino!”. El takfir respondió dándole un puñetazo en la cara que le produjo lesiones en el maxilar izquierdo. Días antes la joven había recibido en su teléfono móvil una insistente llamada. Cuatro veces no la atendió. Respondió a la quinta, emitida desde un número oculto, y una voz masculina le dijo: “¡Hola Fati! Soy Salam y estoy vivo”. Fátima presentó una denuncia contra Rachid que fue condenado por lesiones a una multa de 90 euros y absuelto por las amenazas. Las coacciones siguieron hasta que Nabil y Rachid se esfumaron del barrio y dejaron Melilla. Vivieron en varios países de Europa protegidos por acólitos de la secta, según asegura ahora la policía.

Fátima no ha celebrado la detención de los takfiris a los que ella dirigió su dedo acusador. Hace un año la joven pidió perdón y regresó a la secta. Se ha casado con un barbudo salafista que viste túnicas negras que no alcanzan el tobillo, un gesto que se consideraría impuro, y calza zapatillas deportivas, el uniforme de muchos takfiris en este barrio melillense. La pareja espera un hijo y vive en una humilde casa de La Cañada de Hidum, muy cerca de la mezquita Blanca donde se congregan los más radicales del barrio. En la puerta de la vivienda hay siempre tres pares de zapatos, dos de sandalias y unas zapatillas deportivas.

La familia de Salam ha perdido el contacto con Fátima. La última vez que la joven acudió a visitar a la abuela de su novio fue hace dos años. “Venía a vernos con frecuencia, hablaba con mi madre y recordaban juntas al chico. Sabemos que ha ido a casa de los asesinos a pedirles perdón. Se ha casado con otro de la secta, con un barbas que dejó el Ejército porque era pecado”, asegura Abdesalam en el salón de su casa, presidido por una fotografía de su hijo. El padre del chico asesinado viste unas bermudas color caqui, camisa de manga corta y calza sandalias de cuero. Camina hasta la terraza y muestra, a unos cien metros, la casa de Nabil, uno de los takfiris detenidos. “Ha sido muy duro tenerlos todo este tiempo tan cerca. Una alegría cuando los han detenido y una tortura oírlos la pasada madrugada cuando celebraban su puesta en libertad. ¿Qué ha pasado?”, se lamenta.

Samira, la tercera mujer de Abdesalam, viste una túnica naranja y no lleva hiyab (pañuelo islámico). Es el único miembro de la familia que ha visto recientemente a Fátima. “Vino a saludarme en el hospital, se acercó y me dio dos besos. Yo me asusté y le pregunte: ‘¿Quién eres?’. Me respondió: ‘Soy la Fátima’. Iba con un niqab negro y guantes hasta el codo. Llevaba un Corán en la mano y le acompañaba su marido, un barbudo. Se sentaron aparte de todo el mundo. Está embarazada de cinco o seis meses. Iba a hacerse unos análisis y él pretendía entrar con ella, pero no le dejaron”.

—¿Por qué ha vuelto Fátima a la secta después de lo que ha pasado? ¿Por qué se ha puesto un niqab después de confesar lo que sufrió con esa gente?

—A esa pregunta solo puede responder ella, solo ella, dice Abdesalam mientras bebe un vaso de té.

Samira guarda silencio.

Najim, de 32 años, primo de la víctima, sostiene a su hijo de dos años en brazos y señalándole dice: “Mírelo. Le he puesto el nombre de Salam. Se llama como él. Yo era amigo de Nabil (uno de los takfiris detenidos). Estuvimos juntos trabajando de camareros en Canarias. Antes de meterse en la secta era buena gente, ahora es un loco. A Fátima le decía: ‘Cuando quieras te quito de en medio a Salam’. Está casado y tiene dos hijos, pero estaba enamorado de ella. Creo que Fátima sabe más de lo que ha dicho”.

La casa de la madre de Rachid, uno de los detenidos, está a diez minutos andando desde la casa de Abdesalam, muy cerca de la peluquería Lamia que cierra para atender a algunas jóvenes del barrio que visten el burka o el niqab y cuyos maridos exigen privacidad. Asomada a la ventana la cuñada del takfir habla con ironía de Fátima: “Mira, la que se metía con ellos ahora se ha convertido al islamismo y va tapada de arriba abajo. Les ha pedido perdón, fue a sus casas a pedirles perdón. Les dijo que había estado enferma, depresiva y presionada por la familia de su novio. Ella es la culpable de todo, ella les señaló con el dedo. Todo viene porque la familia del muerto es muy moderna. ¿Por qué no dejan a estos chicos en paz? ¡Que vistan como quieran!”. La familiar de Rachid le telefonea por si quiere hablar: “Dice que se lo ha prohibido su abogada”.

El perdón de Fátima a los miembros del clan que la captaron es lo que más le duele a Abdala Mohamed Chaib, hermano del joven asesinado junto a Salam. Abdala vive en Fráncfort (Alemania) hace 19 años, está casado, trabaja en una empresa de pescado y habla cuatro idiomas. “A Fátima le dijeron que si hablaba y les acusaba la cortarían en trocitos. Lo hizo, les acusó, pero se ha rendido. Ha ido a besarles la cabeza a ellos. Ha vuelto con ellos”.

Abdala acudió la semana pasada a acompañar a su madre a declarar a la comisaría de policía de Melilla. Tras la detención de Rachid y Nabil, desfilaron por allí varios de los familiares de las dos víctimas. Allí coincidió con Fátima. “Casi le escupo a la bastarda. Se estaba quejando porque le decían que se destapara la cara, que no se podía entrar cubierta a un sitio oficial. Ella preguntaba que dónde estaba la ley, pero la obligaron a mostrar la cara. Parecía una cucaracha. Yo a eso lo llamo basura. Esa religión no existe, eso no es el islam. Esta gente está destruyendo nuestro barrio. No sabe usted lo que me alegro de haberme marchado de aquí, que mis hijos no se traten con ellos. Cuando vuelvo a La Cañada no la reconozco. ¿Por qué no se van a Afganistán?”.



Los takfiris no acuden a rezar a las mezquitas. Lo hacen en el monte o en sus propias viviendas. Tampoco asisten al rezo colectivo que congrega en Ramadán a unas 5.000 personas en una explanada junto al cuartel de La Legión, muy cerca de La Cañada de Hidum. Nagim, el primo de Salam, lo explica así: “En casa de Rachid se juntaban a rezar cuatro o cinco filas de personas. Los veía con prismáticos desde mi casa. Ellos dicen que nosotros no somos musulmanes, que todos los imanes de Melilla son falsos. Esta gente dice que robar a los infieles no es pecado. Trafican con droga, entran a las casas, roban gallinas y las sacrifican en el monte. Los barbas no se juntan con nadie. Son una secta”. Varios locutorios del barrio son su centro de reunión.

La mezquita Blanca se levanta a los pies de La Cañada y congrega a los fieles más rigoristas del barrio. Al igual que el resto de los templos de esta ciudad de unos 71.000 habitantes, la mitad de ellos musulmanes, está dirigida por un imán marroquí. Los familiares de Salam y Chaib, los jóvenes asesinados, relatan la respuesta que reciben los que se acercan a rezar allí y no dan el perfil esperado. “Una vez entró un vecino a orar y se fueron todos los que estaban dentro. Consideraban que no era como ellos. Le dijeron: ‘Nosotros no rezamos con mujeres’. Esa mezquita es un peligro. De ahí pasan luego al clan”, dice Najim.

Fátima trabajaba en un Burger King frente a la playa de Melilla, en el centro acomodado y moderno de la ciudad, a diez minutos en coche de La Cañada de Hidum. Ganaba 745 euros al mes. Sus compañeras no saben nada de ella. “Se marchó sin más”, dicen el dueño y una de las empleadas. Desde hace un año solo sus más íntimos saben quien es la chica embarazada que se baja de un viejo Mercedes gris plata y oculta bajo un niqab, cargada de bolsas y acompañada de uno de los puros del barrio.

Al mediodía del pasado miércoles Mimo, su padre, la negaba a la puerta de su casa. “No tengo ninguna relación con mi hija. Aquí no vive, se ha casado y tiene su vida”.

—¿Sabe por qué ha vuelto con ellos?

De pronto la puerta se entreabrió y la voz de Fátima explotó: “¿Está preguntando por mí? ¡Dile que se largue! ¡Que se largue ya...!”.

—Por favor, váyase.

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