MONARQUÍA
O REPÚBLICA
Uno de los legados --de las
imposiciones, por mejor decirlo-- de la transición es la institución
monárquica. En los hechos, y habida cuenta de las reglas del juego entonces
desplegadas, la monarquía se impuso sin discusión e impidió buscar otros
caminos. Se perfiló entonces un mito que hizo de la monarquía la única
instancia que permitía dejar atrás, y cerrar, el trauma de la guerra civil,
como si con ocasión de ésta la propia monarquía no se hubiese situado con
claridad del lado de los militares sublevados, y como si en todo momento no se
hubiese encargado de preservar una relación fluida con el franquismo.
Lo menos que puede hacerse a estas
alturas es reseñar el sinfín de interesadas manipulaciones que han rodeado a la
figura del rey Juan Carlos. Recordemos por lo pronto que el monarca nunca
disintió de Franco en vida de éste, cuando recibió, por añadidura, una
formación castrense, nada abierta ni liberal. Subrayemos que nunca se vio
sometido a ninguna suerte de elección democrática. Se ha referido muchas veces
la simbólica y cordial conversación entre Juan Carlos y la viuda de Manuel
Azaña, en México, en 1979. Tras la aparente igualdad de uno y de otra se
escondía, claro, el deseo de modelar la imagen de un monarca que, vencedor, se
mostraba magnánimo y generoso, sin antes haber tenido que refrendar, de forma
inapelable, el apoyo popular a su persona. Resaltemos en paralelo el vigor de
un ingenioso proceso de construcción de caracteres que ha acabado por inventar,
de la mano de olvidos y censuras, un personaje claramente irreal.
Ahí está,
para testimoniarlo, la supuesta modestia de un soberano que habría renunciado a
vivir en el Palacio Real de Madrid para residir en un pequeño palacete, rodeado
de un número muy reducido de colaboradores y con un presupuesto muy bajo. No
puede sorprender que al calor de descripciones como ésa se haya preferido
obviar, una y otra vez, cualquier consideración seria sobre el presupuesto de
la Casa Real --las informaciones divulgadas a finales de 2011 en modo alguno
han disipado las dudas-- y sobre la financiación externa de aquélla, en un
escenario en el que no faltan quienes piensan que el 'caso Urdangarín' ha sido
utilizado a la postre como instrumento encaminado a ocultar problemas mayores
que afectarían a personas más importantes. “Fuera de loas y ditirambos no hay
más que vacío, como si se tratara de un querubín, ascendido del limbo del
franquismo al cielo de la democracia. Incontaminado, por encima de las miserias
de los hombres. En él no hay etapas, ni decisiones, ni maniobras, ni dudas, ni
mucho menos equivocaciones y reticencias” (Gregorio Morán). Sólo elefantes
muertos.
Más allá de lo dicho, obligado resulta
dejar constancia del equívoco papel desempeñado por el rey en los días del
fracasado golpe de Estado de febrero de 1981. Aunque quizá tiene al cabo mayor
relieve su permanente apoyo, después, al orden establecido. ¿Alguien tiene
conocimiento de que el monarca, que ha oficiado una y otra vez como
intermediario al servicio de las grandes empresas, haya plantado cara, siquiera
sólo sea verbalmente, a la rapiña a la que se han entregado los bancos? Un
eficiente manto protector que encubre todas estas miserias es la omnipresente
sugerencia de que la mayoría de los españoles, hablando en propiedad, no serían
monárquicos, sino 'juancarlistas'. En un país en el que la censura con respecto
al rey ha operado de forma consistente, ¿cuál es el rigor que corresponde a
semejante afirmación? ¿Cómo se reformulará --con certeza asistiremos a ello--
la propuesta en cuestión cuando llegue el momento de asumir un ejercicio
paralelo de invenciones en relación con el sucesor en la cadena dinástica? En
un lugar en el que las encuestas, en fin, parecen reflejar que la monarquía
--cuestionada desde la derecha, desde la izquierda y, naturalmente, desde los
nacionalismos de la periferia-- no se encuentra en sus mejores horas, ¿no es
éste el momento adecuado para reabrir un debate que se cerró de mala manera en
la segunda mitad del decenio de 1970?
Me traicionaría a mí mismo si no
agregase que el único motivo serio que invita a respaldar la opción republicana
es la podredumbre de la monarquía que padecemos. Lo digo porque esa opción
sobreentiende a menudo que los problemas más importantes que arrastramos se
vinculan estrecha y exclusivamente con la institución monárquica. ¡Como si una
república los resolviese de forma mágica! Se impone recordar, antes bien, que
la mayoría de los Estados miembros de la UE son repúblicas sin que ello de por
sí garantice nada relevante. Es verdad, ciertamente, que en el caso español la
reivindicación de una república no sólo hunde sus raíces en la certificación de
la condición de la monarquía realmente existente: bebe también del deseo de
devolver su dignidad al régimen político que imperó en el decenio de 1930.
Aunque semejante deseo es muy respetable --cómo no honrar a los maestros
republicanos, cómo no recordar a quienes plantaron cara al fascismo--, bueno
sería que las gentes que pretenden darle rienda suelta guarden las distancias
con respecto a lo que al final se antoja, también aquí, un delicado proceso de
invención de una tradición. Ningún favor hacemos a la verdad si ahorramos
críticas a lo que fue la segunda república. No hablo ahora, claro, de las que
ha vertido la literatura revisionista de la derecha ultramontana: pienso, antes
bien, en las que ponen el dedo en la llaga de cómo la república sirvió de
asiento a los intereses de una ascendente burguesía que no dudó en mantener
afilados instrumentos de represión contra las clases populares que decía querer
alfabetizar.
Pienso en cómo a la postre dejó las cosas como estaban en ámbitos
decisivos. O pienso en la necesidad de desactivar los mitos que con el paso del
tiempo se han forjado alrededor de personajes tan equívocos como Azaña y
Ortega; el primero retratado como un estadista portador de un proyecto nacional
modernizador y en modo alguno vinculado con la burguesía ascendente recién
mencionada, y el segundo descrito, sin más, como un impecable demócrata,
europeísta, federalista y tolerante. Bueno será, las cosas como fueren, que no
perdamos de vista que a menudo colocamos bajo la etiqueta general de
republicanos a muchas gentes que, desde la perspectiva de una inapelable
revolución social, pelearon por otros horizontes.
Monarquía o república (extraído de
'España, un gran país. Transición, milagro y quiebra', Catarata, Madrid, 2012)
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