LOS
GALLOS DE MIGUEL ÁNGEL.
Dedicado a Miguel Agüero
Miguel Ángel, quien se llama igual que
su abuelo me contaba las innumerables veces que cuando niño lo vio aplicando
ciertas “técnicas” para poner en forma a sus gallos de pelea.
Entre las primeras cosas que les hacía
era la de cortar al rape con una navaja o tijera la cresta y también lo que
llaman las barbillas (algo similar a que si algunos de nosotros nos recortasen
con esos implementos las orejas y los cachetes); esto se lograba sujetando
firmemente al animal entre dos personas.
Esta “operación” se hacía a carne viva y
por supuesto sin anestesia, la hemorragia provocada se trataba de controlar
apretando la herida con una esponja humedecida y lavándola con agua y jabón.
Los gallos chillaban hasta el cansancio
y con los días (si no contraían antes alguna mortal infección) se sobreponían
al dolor sentido. Supuestamente estas mutilaciones se hacían para que a la hora
del enfrentamiento no les molestase o estorbara nada en la cabeza.
Inmediatamente después le evaluaban el
tamaño de las espuelas, por lo general éstas se las arrancaban con un alicate
(el orificio que dejaban en las patas se ennegrecía y costaba mucho para
curar), cuando finalmente se cicatrizaba la zona del desprendimiento, les
pegaban las espuelas de otro “gladiador fallecido” que las tuviera más afiladas
y en mejores condiciones.
Así mismo con una brasa de carbón al
rojo vivo les quemaban el pico (según esos “especialistas” ello permitía
ablandárselo para luego ser limado hasta dejarle filo).
La preparación a posteriori era la de
cortarle totalmente las plumas de las extremidades, la espalda y el pecho, bajo
el entendido que de esa forma le permitía a la atormentada ave una mayor
facilidad en su desplazamiento.
Este atroz desplumaje generaba en esos
pequeños cuerpos múltiples infecciones en la piel, que debían ser pacientemente
curados con polvitos desinfectantes. Previo al careo el “diminuto guerrero” era
encerrado en una estrecha jaula que no le permitía movimiento alguno hasta que
llegase “el gran día”.
En la gallera ambos contendores eran
sujetados y se les acercaba con brusquedad uno al otro, como si se les hiciera
hacer creer que todos esos males que habían padecido era responsabilidad de
alguna de los contrincantes.
El instinto de peligro posesionaba a los
bípedos y se iniciaba de inmediato la encarnizada lucha a muerte. El duelo era
feroz y sanguinario. Cada golpe con el pico o las espuelas eran como certeras
puñaladas que desgarraban lo que estuviera a su alcance. Ganaba el que dejaba
abatido o muerto al adversario.
El dueño del gallo perdedor (según la
jerga gallera había sido deshonrado), de la rabia lo tomaba moribundo de la
arena y lo despescuezaba públicamente o lo batuqueaba fuertemente contra el
piso para que no quedase duda de su ira. Otros les descargaban sus armas de
fuego y ni se molestaban en recogerlo.
Los gallos vencedores en la gran mayoría
de las situaciones, habían sufrido fuertes contusiones y cortaduras, las cuales
los mantenían hinchados, impávidos y parados como estatuas durante días o
semanas. Esos casos el abuelo de Miguel
Ángel los trataba como todo un “cirujano experto”, se daba a la paciente tarea
de cocerles cada una de las heridas.
Tambíen les abría el pico y les empujaba
pan humedecido con caldo de vitaminas y se los iba bajando por la tráquea
llevándolos con las manos, hasta que el alimento llegase al buche. Así mismo
les daba agua dejándoles caer en el pico un chorrito, la cual bajaba por
gravedad. Si el gallo no lograba mantenerse en pie o se doblaba, la experiencia
le indicaba que la muerte era inevitable.
A los días, los moretones de la cabeza y
del cuerpo de los gallos que lograban estar paraditos, comenzaban a desaparecer
y éstos con cierto esfuerzo, lograban abrir nuevamente los ojos y ver la
comida, lo que continuaba era seguir la rutina de atención hasta que pudieran
valerse por sí solos.
Al mes estaban como “nuevecitos”, listos
para la próxima faena. Si el gallo era muy bueno, podían llegar hasta cinco
peleas antes de caer abatidos por un gallo mejor.
El abuelo de Miguel Ángel, en su mejor
época de criador y cirujano de gallos llegó a tener hasta cien ejemplares en su
casa. Con el paso del tiempo, ese oficio empezó a llenarlo de tristeza, al
parecer comenzó a soñar que él mismo era un gallo de pelea, se despertaba
recurrentemente sobresaltado y sudoroso cuando creía que con navaja o tijera lo
mutilaban o padecía la crueldad de ese sanguinaria diversión. Más nunca volvió a las galleras.
Lenin Cardozo, ambientalista venezolano
| ANCA24
No hay comentarios:
Publicar un comentario