¿ALIMENTOS PARA COMER O TIRAR?
Vivimos en
el mundo de la abundancia. Hoy se produce más comida que en ningún otro período
en la historia. La producción alimentaria se ha multiplicado por tres desde los
años 60, mientras que la población mundial, desde entonces, tan sólo se ha
duplicado. Hay comida de sobras. Pero 870 millones de personas en el planeta,
según indica la FAO, pasan hambre y anualmente se desperdician en el mundo
1.300 millones de toneladas de comida, un tercio del total que se produce.
Alimentos para comer o tirar, esa es la cuestión.
En el Estado
español, según el Banco de los Alimentos, se tiran cada año 9 millones de
toneladas de comida en buen estado. En Europa esta cifra asciende a 89
millones, según un estudio de la Comisión Europea: 179 kilos por habitante y
año. Un número que sería incluso muy superior si dicho informe incluyera,
también, los residuos de alimentos de origen agrícola generados en el proceso
de producción o los descartes de pescado arrojados al mar. En definitiva, se
calcula que en Europa, a lo largo de toda la cadena agroalimentaria, del campo
al hogar, se pierde hasta el 50% de los alimentos sanos y comestibles.
Despilfarro
y derroche versus hambre y penuria. En el Estado español, una de cada cinco personas
vive por debajo del umbral de la pobreza, el 21% de la población. Y según el
Instituto Nacional de Estadística, se calculaba, en 2009, que más de un millón
de personas tenían dificultades para comer lo mínimo necesario. A día de hoy,
pendientes de cifras oficiales, la situación, sin lugar a dudas, es mucho peor.
En la Unión Europea son 79 millones las personas que no superan el umbral de la
pobreza, un 15% de la población. Y de estos, 16 millones reciben ayuda
alimentaria. La crisis convierte el malbaratamiento en un drama macabro, donde
mientras millones de toneladas de comida son desperdiciadas anualmente,
millones de personas no tienen qué comer.
Y, ¿cómo y
dónde se tira tantísima comida? En el campo, cuando el precio cae por debajo de
los costes de producción, al agricultor le resulta más barato dejar el alimento
que recolectarlo, o cuando el producto no cumple los criterios de tamaño y
aspecto dictados. En los mercados mayoristas y las centrales de compra, donde
los alimentos tienen que pasar una especie de “certamen de belleza”
respondiendo a los criterios establecidos, principalmente, por los
supermercados. En la gran distribución (súpers, hipermercados…), que requieren
de un alto número de productos para tener los estantes siempre llenos, aunque
después caduquen y se tengan que tirar, donde se producen errores en la
confección de pedidos, hay problemas de envasado y deterioro de los alimentos
frescos. En otros puntos de venta al detalle, como mercados y tiendas, en los
que se tira aquello que ya no se puede vender.
En
restaurantes y bares, donde un 60% de los desperdicios son consecuencia de una
mala previsión, el 30% se malbarata al preparar las comidas y el 10% responde a
las sobras de los comensales, según un informe avalado por la Federación
Española de Hostelería y Restauración. En casa, cuando los productos se
estropean porque hemos comprado más de lo que necesitábamos, dejándonos llevar
por ofertas de última hora y reclamos tipo 2×1, al no saber interpretar un
etiquetaje confuso o por envases que no se adecuan a nuestras necesidades.
El
desperdicio alimentario tiene causas y responsables diversos, pero,
básicamente, responde a un problema estructural y de fondo: los alimentos se
han convertido en mercancías de compra y venta y su función principal,
alimentarnos, ha quedado en un muy segundo plano. De este modo, si la comida no
cumple unos determinados criterios estéticos, no se considera rentable su
distribución, se deteriora antes de tiempo… se desecha. El impacto de la
globalización alimentaria al servicio de los intereses de la agroindustria y
los supermercados, promoviendo un modelo de agricultura kilométrica,
petrodependiente, deslocalizada, intensiva, que fomenta la pérdida de la
agrodiversidad y del campesinado…, tiene una gran responsabilidad en ello. Poco
importa que millones de personas pasen hambre. Lo fundamental es vender. Y si
no lo puedes comprar, no cuentas.
Pero, ¿qué
pasa si intentas recoger la comida que sobra? O bien te puedes encontrar con el
contenedor cerrado bajo llave como ha hecho el consistorio de Girona, con los
depósitos frente a los supermercados, alegando “alarma social” ante el hecho de
que cada vez son más las personas que toman alimentos de la basura. O bien
puedes enfrentarte a una multa de 750 euros si hurgas en los contenedores
madrileños. Como si el hambre o la pobreza fuese una vergüenza o un delito,
cuando lo vergonzoso y propio de delincuentes son las toneladas de comida que
se tiran diariamente, fruto de los dictados del agrobusiness y los supermercados,
y que cuentan, además, con el beneplácito de las administraciones públicas.
Los
supermercados nos dicen que donan comida a los bancos de alimentos, en un
intento de lavarse la cara. Pero, según un estudio del Ministerio de
Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente, sólo un 20% lo hace. Y esto,
además, no es la solución. Dar comida puede ser una respuesta de emergencia,
una tirita o incluso un torniquete, en función de la herida, pero es
imprescindible ir a la raíz del problema, a las causas del despilfarro, y
cuestionar un modelo agroalimentario pensado no para alimentar a las personas
sino para que unas pocas empresas ganen dinero.
Vivimos en
el mundo de las paradojas: gente sin casa y casas sin gente, ricos más ricos y
pobres más pobres, despilfarro versus hambre. Nos dicen que el mundo es así y
que mala suerte. Nos presentan la realidad como inevitable. Pero no es verdad.
Ya que a pesar de que el sistema y las políticas dicen ser neutrales no lo son.
Tienen un sesgo ideológico y reaccionario claro: buscan el beneficio, o ahora
la supervivencia, de unos pocos a costa de la gran mayoría. Así funciona el
capitalismo, también en las cosas del comer.
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