Son fiestas navideñas, momento de juntarnos, comer, celebrar y, sobre todo, comprar. La Navidad es, también, la “fiesta” del consumo, ya que en ningún otro momento del año, para beneplácito de los mercaderes del capital, compramos tanto como ahora. Comprar para regalar, para vestir, para olvidar o, simplemente, comprar por comprar.
El sistema capitalista necesita de la sociedad de consumo para sobrevivir, que alguien compre masiva y compulsivamente aquello que se produce y, así, el círculo “virtuoso”, o “vicioso” según como se mire, del capital continúe en movimiento. ¿Qué lo que compres sea útil o necesario? Poco importa. La cuestión es gastar, cuanto más mejor, para que unos pocos ganen. Y, así, nos prometen que consumir nos va a hacer más felices, pero la felicidad nunca llega a golpe de talonario.
Nos venden lo trivial como imprescindible, lo fútil como indispensable y nos crean necesidades artificiales en permanencia. ¿Podrían ustedes vivir sin un teléfono móvil de última generación o sin un televisor de plasma? Y, ¿sin cambiarse de ropa cada temporada? Seguramente ya no. La sociedad de consumo así lo ha impuesto. Además, poco importa la calidad de aquello que compramos. Nos venden marcas, sueños, sensaciones… de la mano de deportistas famosos, estrellas de Hollywood. Y por algunos euros compramos ficticiamente la fama, el glamour o la atracción sexual que la publicidad se encarga de servirnos diariamente en bandeja.
Y si me resisto a comprar, ¿qué pasa? Los productos se fabrican para morir siempre antes de tiempo, estropearse, dejar de funcionar, lo que se conoce como obsolescencia programada, para que así tengas que adquirirlos de nuevo. ¿De qué servirían unas medias sin carreras, unas bombillas que nunca se fundieran o una impresora que no se averiara? Para nosotros y el medio ambiente, bien; para las empresas del capital, mal, muy mal. Y es que la sociedad de consumo está pensada, como magníficamente retrataba Cosima Dannoritzer en su documental, para ‘Comprar, tirar, comprar‘, el título de su último trabajo. Aquí sólo gana quien vende.
Poco importan las miles de toneladas de residuos que genera la cultura del “usar y tirar”. Desperdicios tecnológicos, ropa, alimentos… que desaparecen tras nuestra puerta, en la basura, o que pasan a engrosar las pilas de deshechos que se acumulan en los países del Sur, contaminando aguas, tierra y amenazando la salud de sus comunidades, mientras nosotros miramos para otro lado. Nos hemos acostumbrado a vivir sin tener en cuenta que habitamos un planeta finito, y el capitalismo se ha encargado muy bien de ello.
Se asocia progreso a sociedad de consumo, pero tendríamos que preguntarnos progreso para qué y para quiénes y a costa de qué y de quiénes. Si todo el mundo consumiera como un ciudadano medio del Estado español harían falta tres planetas tierra para colmar nuestra voracidad, pero sólo tenemos uno, mientras que en muchos países africanos a penas consumen lo necesario para sobrevivir. Aunque es necesario recordar que, también, existe un Sur en el Norte y un Norte en el Sur.
Alguien dirá: “Si dejamos de comprar, la economía se estancará y se generará más desempleo”. La realidad es muy distinta de la que nos cuentan. Y es, precisamente, este sistema el que fomenta paro, pobreza y precariedad, el que deslocaliza la industria y la agricultura, el que explota la mano de obra, el que contamina el ecosistema y el que nos ha sumido en una crisis económica, social y climática de enormes proporciones. Si queremos trabajar dignamente, cuidar de nuestro planeta, tener bienestar… hace falta otra economía, social y solidaria. Satisfacer nuestras necesidades, teniendo en cuenta que vivimos en un mundo lleno, saturado, a punto de explotar. Apostar por la agricultura ecológica, los servicios públicos, las tareas de cuidados… Trabajar para vivir y no vivir para trabajar. Porqué o cambiamos, o no saldremos de esta crisis “consumiendo”, como nos intentan hacer creer, sino “consumiéndonos”.
Y uno más apuntará: “Hay sociedad de consumo porque la gente quiere consumir”. Pero, más allá de nuestra responsabilidad individual, nadie, que yo sepa, ha escogido esta sociedad donde nos ha tocado vivir, o al menos a mí no me han preguntado. Es así como nos han educado en la sociedad del “cuanto más mejor”. Y no sólo nos han inculcado valores y prácticas de un sistema que antepone intereses particulares a necesidades colectivas, como el individualismo, la competencia, sino que nos imponen, desde muy pequeños, un determinado rol en función de nuestro género, en la reproducción no solo de una estructura capitalista sino, también, patriarcal.
Quieren que compremos hasta morir, como en la película ‘Danzad, danzad, malditos’ (1969) de Sideny Pollack, donde los participantes a un concurso de baile danzaban sin parar hasta la extenuación para el beneplácito de unos pocos acaudalados. Como decía el presentador de la competición frente a los últimos concursantes a punto de desfallecer al final de la película: “Estos chicos maravillosos, estupendos… que siguen luchando, siguen esperando, mientras el reloj fatal sigue con su tic tac. Continua la danza del destino, el alucinante maratón sigue y sigue y sigue. ¿Hasta cuando aguantarán? Vamos, un aplauso. Hay que animarlos. Aplaudan, aplaudan, aplaudan”. Viva el circo.
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