ADICTOS A LA COMIDA BASURA
¿Qué puede
pasarte si durante un mes te alimentas a base de Big Macs, Cheese Burguers,
batidos de fresa, Mc Nuggets…? El resultado: once kilos de más, hígado
hinchado, dolores de cabeza, depresión y colesterol por las nubes. Lo cuenta en
carne propia el director Morgan Spurlock en la película ‘Super Size Me’ (2004),
que retrata las consecuencias de desayunar, almorzar y cenar diariamente en Mc
Donald’s. Pero el problema del fast food no es sólo que nos enferma, sino que
nos convierte en adictos a su comida.
“Lo
importante no es que vengas, es que vuelvas” reza el último anuncio de Mc
Donalds. Y nunca mejor dicho. La comida basura se convierte en imprescindible
para aquellos que frecuentan sus establecimientos. Así lo constata la
investigación llevada a cabo por The Scripps Research Institute en Estados
Unidos, publicada en 2010 en la revista Nature Neuroscience. Sus conclusiones
no dejan lugar a dudas: la ingesta de comida basura desarrolla los mismos
mecanismos moleculares del cerebro que propician la adicción a las drogas, y en
consecuencia su consumo es especialmente adictivo. Tal vez tendríamos que
sugerir a las Autoridades Sanitarias que
advirtieran a los consumidores que comer en Mc Donalds, Kentucky Fried Chicken,
Pizza Hut, Burguer King, Dunkin’ Donuts… “puede perjudicar gravemente su
salud”.
Aunque no es
necesario entrar en un establecimiento de comida rápida para consumir alimentos
de baja calidad. La mayor parte de comida que compramos está elaborada con
altas dosis de aditivos químicos de síntesis como colorantes, conservantes,
antioxidantes, espesantes, estabilizantes, potenciadores del sabor, reguladores
de acidez, almidones modificados, etc. que alteran el alimento en función de
los intereses de la industria. Así se consigue dar al producto un color más
atractivo, la apariencia de recién hecho o un intenso sabor. El objetivo,
vender más.
Pero,
¿cuáles son las consecuencias para nuestra salud? Varias investigaciones
señalan el impacto negativo que el consumo recurrente de algunos de estos
aditivos puede tener en la aparición de enfermedades como alergias,
hiperactividad infantil, problemas de sobrepeso…, que no han hecho sino
aumentar en los últimos años. Así lo aseguraba una investigación realizada en
la Universidad de Southampton, en 2007,
a petición de la Agencia de Estándares Alimentarios de Gran Bretaña, y
publicada en The Lancet, que demostraba el vínculo entre el consumo de
determinados aditivos por parte de niñas y niños con el desarrollo de
hiperactividad. La solución radica en sustituir dichos aditivos artificiales
por otros de naturales, pero estos son más caros y la industria alimentaria los
descarta. El dinero manda.
La
periodista francesa Marie Monique Robin lo documentaba al detalle en su
penúltimo trabajo, el título del cual no deja lugar a dudas, “Nuestro veneno
cotidiano”, donde investigaba las consecuencias en nuestro organismo de una
agricultura adicta a los fitosanitarios y de una industria alimentaria
enganchada a los aditivos químicos. Las consecuencias, según el documental,
eran claras: aumento de enfermedades como el cáncer, la esterilidad, los
tumores cerebrales, el parkinson…, fruto, entre otros, de un modelo agrícola y
alimentario supeditado a los intereses del capital. Sino ¿cómo es posible -como
señala el film- que la industria agroalimentaria, por ejemplo, siga utilizando
un edulcorante no calórico como es el aspartamo, en productos etiquetados como
light, 0,0%, sin azúcar, cuando varios experimentos han demostrado que el
consumo continuado de dicha sustancia puede resultar cancerígeno?
Algunos
dirán que dichos trabajos, informes e investigaciones son alarmistas y que
todos los aditivos químicos aplicados en la Unión Europea son previamente
evaluados por una agencia independiente: la Autoridad Europea de Seguridad
Alimentaria (EFSA). Hace unos meses la organización Corporate European
Observatory hizo publico un informe en que señalaba los vínculos estrechos del
EFSA con la industria biotecnológica y agroalimentaria, así como la dinámica de
“puertas giratorias” entre ambos. El conflicto de intereses entre quienes legislan
y las empresas del sector es claro. Algo que sin lugar a dudas, y por
desgracia, no sólo afecta a este ámbito sino a muchos otros.
La industria
agroalimentaria, en su carrera por reducir costes y obtener el máximo
beneficio, ha dejado en un segundo plano la calidad de aquello que comemos.
Escándalos alimentarios como el de las vacas locas, la gripe aviar, los pollos
con dióxinas, la e-coli… son sólo la punta del iceberg de un modelo agrícola y
alimentario que antepone el afán de lucro de unas pocas empresas que
monopolizan al sector a las necesidades alimentarias de las personas.
Somos lo que
comemos. Y si consumimos productos elaborados con altas dosis de pesticidas,
fitosanitarios, transgénicos, edulcorantes, colorantes y sustancias que nos
convierten en adictos a la comida basura, esto acaba, tarde o temprano,
teniendo consecuencias en nuestra salud. Tal vez ya va siendo hora de que le
digamos a Ronald McDonald y a sus amigos: I’m NOT lovin’ it.
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