DIRÉ TORMENTA, DIRÉ RIO, DIRÉ LIBROS PARA ENJUGAR ESTE TIEMPO INHÓSPITO. ALFONSO ARMADA


DIRÉ TORMENTA, DIRÉ RIO, DIRÉ LIBROS PARA ENJUGAR ESTE TIEMPO INHÓSPITO

Los libros vienen como la lluvia racheada del atardecer. El de Miguel Sánchez-Ostiz, un novelista que me deslumbró desde que di con Tánger Bar, hace ya una eternidad, un tipo de literatura que crea verdadera adicción, aterriza en mi mesa como queriendo barrer este baile de máscaras en que se ha convertido la España contemporánea. Basta entrar en Wikipedia para admirarse de todo lo que ha escrito Sánchez-Ostiz. Y por eso resulta tan penoso que ahora tenga que luchar contra viento y marea para salir adelante. Con eso y el infausto panorama español, tiene toda su lógica que su último libro tenga mucho de panfleto incendiario. En El asco indecible (Upaingoa), escribe: «A cada suicidio, una nueva conmoción. Lo cierto es que es muy difícil ponerse en la piel de quien no ve salida, ni esperanza ni mañana porque probablemente no lo tiene. Resulta difícil representarse lo que significa no tener ingresos ni trabajo… salvo entre iguales. Cuando cierro estas páginas van cinco suicidios relacionados con desahucios. A ver cuántos habrá en los próximos meses».


La máscara me mira cuando giro la cabeza. Cuando dejo de mirar por la ventana, cuando levanto la vista del ordenador, o del cuaderno. Es decir, de la mesa. La máscara me habla de la República Democrática de Congo. Y de Aimé Césaire, el poeta nacido en La Martinica en 1913, que estudió en la École Normal de París. Fue en 1939 cuando publicó los primeros fragmentos de su gran poema, emblema de algo más que la negritud, Cuaderno de un retorno al país natal. Lo evoca de forma insospechada, extensa e intensa, John Berger, en Fama y soledad de Picasso, que acaba de reeditar Alfaguara. Me sirvo de Césaire porque me recuerda apasionadas discusiones con izquierdistas profesionales, que siempre miran hacia África con un paternalismo y una superioridad moral que me cansa. Pero lo dice mejor que nadie el poeta de La Martinica: «tan arraigada está en Europa, y en todas partes y en todas las esferas, desde la extrema derecha a la extrema izquierda, la costumbre de actuar por nosotros, la costumbre de pensar por nosotros, la costumbre, en fin, de disputarnos el derecho a la iniciativa, que es, en esencia, el derecho a la personalidad». Son los africanos los que deben encargarse de cambiar el rumbo de las cosas. Son los españoles los que deben…

Tras el encabezado habitual, «Mon Trés Cher Pére!», el 13 de junio de 1781 le escribe Mozart a su progenitor desde Viena: «de qué buena gana hubiera querido seguir sacrificándole mis mejores años en un lugar en que uno está mal pagado, –si sólo fuera eso lo malo. Pero estar mal pagado, y por añadidura despreciado, desdeñado y maltratado– resulta realmente demasiado». ¿También Mozart? Por cartas como esa, y muchas otras (escritas todas a su padre entre 1777 y 1787), por la traducción de Miguel Sáenz, y por el epílogo de Ramón Andrés, y por las ilustraciones de Paco Polán (la portada parece un homenaje a Paul Klee), ya merece la pena este librito que cabe en la palma de la mano, para llevarlo en el tren, en días de lluvia con promesa de nieve, días grises de Madrid y de cualquier parte, para atravesar el tiempo, los castillos de los que no quieren sentir el paso de la vida, los pasillos protegidos con vallas y policías donde se resguardan los que solían ser servidores públicos y han acabado por convertirse en otra cosa. No conocía esta editorial, Ken, que viene como de puntillas, elegante, sin estridencias. No me resisto, antes de que la noche se convierta en irreparable, en volver a abrir al azar estas Cartas al padre y leer: «Ya sabrá que el buen castrato Marchesi – Marquesius di Milano ha sido envenenado – ¡y cómo! – estaba enamorado de una duquesa – y el verdadero amante de ella se puso celoso y le envió 3 o 4 sujetos, y ellos le dieron a elegir – si quería beber de aquel vaso, o prefería que lo asesinaran – él eligió lo primero – porque era un pusilánime italianini, y así murió solo – y dejó que sus señores asesinos  vivieran en paz y armonía – yo por lo menos /: en mi habitación :/ me hubiera llevado conmigo a algunos al otro mundo, si hubiera tenido que morir – ¡lástima de cantante tan excelente!». ¡Ah, bravo Wolfgang Amadé! ¡Con qué brío se explica y se muestra dispuesto a vivir hasta la última gota, a rebelarse contra la mediocridad y la cobardía ambiente!

Vuelvo a la máscara africana, vuelvo a las palabras de Aimé Césaire en su Cuaderno de un retorno al país natal, que, ahora me doy cuenta, tanto tiene que ver con una de las películas más hermosas estrenadas este año, una de las más conmovedoras y extrañas que es candidata a los premios que concede este fin de semana la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de Hollyood, Bestias del sur salvaje, la historia de esa niña que ausculta en un pájaro, en un cangrejo, en una hoja, el latido del planeta. Pero dejemos que sea Aimé Césaire el que nos lleve de regreso al país natal: «Volveré a hallar el secreto de las grandes comunicaciones y de las grandes combustiones. Diré tormenta. Diré río. Diré tornado. Diré hoja. Diré árbol. Seré mojado por todas las lluvias, humedecido por todos los rocíos. Rodaré como sangre frenética sobre la lenta corriente del ojo de las palabras en caballos locos en niños lozanos en coágulos en tapaderas en vestigios de templo en piedras preciosas lo suficientemente lejos para desalentar a los mineros. Quien no me comprenda tampoco comprenderá el rugido del tigre». Vamos. Es hora de perderle el miedo al miedo.

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