DISCURSO DURANTE LA ENTREGA DEL PREMIO INTERNACIONAL JULIO ANGUITA PARRADO


PREMIO INTERNACIONAL JULIO ANGUITA PARRADO
Córdoba, abril de 2011
Queridos miembros del jurado, queridas Antonia y Ana, madre y hermana de Julio, señor alcalde, señor vicerrector, querida Lola, señoras y señores. Con gran emoción recibo el Premio Internacional de Periodismo Julio Anguita Parrado, convocado por el Sindicato de Periodistas de Andalucía, con el apoyo del Ayuntamiento y la Universidad de Córdoba.

No conocí a Julio pero varios de mis mejores amigos fueron compañeros suyos durante el tiempo que pasó en Estados Unidos y he pedido a uno de ellos, el gran periodista Alfonso Armada, que me escribiese un pequeño perfil que voy a leer a continuación: “Compartí con Julio algunos de los momentos más divertidos y luminosos de mi trabajo como corresponsal de ABC en Nueva York. Julio aparecía siempre impecable, con su camisa y su corbata en estado de revista, siempre de buen humor, con una sonrisa de oreja a oreja y la ironía bien afilada. Hacía mucho más llevaderos desayunos y ruedas de prensa, desfiles de moda y noches flamencas. La noticia de su muerte en las afueras de Bagdad nos dejó mudos, desencajados. Aunque las empresas periodísticas jueguen y practiquen la guerra de trincheras económicas e ideológicas, entre los corresponsales acreditados en Nueva York y ante las Naciones Unidas había una camaradería que pasaba por encima de manchetas y camisetas.


Queremos tanto a Julio. Lo quisimos y lo seguimos queriendo”, acaba diciendo mi amigo Alfonso Armada.

Señoras y señores.
Siempre que regreso a Córdoba recuerdo mi primer viaje en tren que empezó en la vieja estación de esta ciudad. Tenía tres años. Mis hermanos pequeños saltaban de alegría. Se iniciaba una gran aventura. Barcelona era nuestro destino. Yo miraba las lágrimas de mi madre. Nos íbamos para siempre. Tardé casi dos décadas en regresar a mi ciudad natal, pero les juro que siempre he sido del Córdoba.

Nunca olvidaré la temporada 1964-1965. No sé si ustedes lo saben, pero el Córdoba tiene un record muy difícil de batir. En aquella temporada, una de las ocho que jugó en Primera División, sólo recibió dos goles en los 15 partidos que jugó en el Arcángel, uno del gran Di Stefano cuando jugaba en el Español, y otro de Ricardo Costa en propia puerta contra el Zaragoza. Nadie le ganó en su estadio y quedó quinto en la Liga. Inolvidable. Cuánto lloré en la temporada 1971-1972 cuando el Córdoba bajó a Segunda División. Tenía doce años y ya he superado el medio siglo. El año que viene hará 40 años. Por favor, señor alcalde, haga el milagro y regrésenos de nuevo a la Primera División. Es insoportable esta condena eterna. Quiero felicitar a la corporación municipal por bautizar dos plazas de Córdoba con los nombres de Julio Anguita Parrado y de José Couso. Ustedes han honrado a sus familias y han dignificado el mandato electoral. Qué diferencia de actitud si la comparamos con la del gobierno de la nación, la fiscalía general de la nación o la fiscalía de la Audiencia Nacional.

Los altos cargos políticos y judiciales de nuestro país han conspirado contra sus propios ciudadanos. Entre bastidores han luchado “con uñas y dientes para hacer desaparecer los cargos contra los tres militares” implicados en el asesinato de José Couso, mientras mentían a sus familiares. Lo hemos leído en los papeles del Departamento de Estado de Estados Unidos filtrados por Wikileaks que dejan a nuestros políticos y fiscales moralmente desnudos.

Sí, el presidente José Luis Rodríguez Zapatero, la ex vicepresidenta María Teresa Fernández de la Vega, el ex ministro de Justicia, Juan Fernández López Aguilar, el ex ministro de Asuntos Exteriores, Miguel Ángel Moratinos, el fiscal general del Estado, Cándido Conde-Pumpido y el fiscal jefe de la Audiencia Nacional, Javier Zaragoza.

Sí, todos ellos conspiraron para sepultar el caso Couso bajo un manto de silencio. Se me ocurren palabras muy duras para denominar estos comportamientos. Pero la elegancia de un acto como este sólo me permite llamarles cobardes. Eso sí, COBARDES con mayúsculas.

Señoras y señores.
Podríamos repasar el mundo desde hace cien o mil años, porque los seres humanos estamos emparentados con la guerra, la violencia y la muerte,  desde tiempos inmemoriales. Pero basta con reflexionar lo ocurrido en las dos últimas décadas. A finales de los años ochenta vivimos un ideal: el fantasma de una guerra nuclear se desvanecía mientras los descubrimientos médicos y tecnológicos permitían salvar a millones de seres humanos.

Los europeos, los mayores inventores y exportadores de monstruosidades como la esclavitud y el genocidio, superaban las dramáticas diferencias del pasado que habían provocado guerras permanentes, y se dedicaban a crear un gran paraíso económico. La carrera armamentística se frenó en seco y se empezaron a solucionar los conflictos armados vinculados a la Guerra Fría. Aquellas guerras largas y sangrientas, como la de El Salvador, Angola o Camboya, daban paso a procesos de paz muy dinámicos que conseguían en días y semanas lo que había sido imposible en meses y años de negociaciones.

Era el tiempo de poner fin a los regímenes dictatoriales y corruptos y exportar la democracia entre nuestros excedentes. Era el tiempo de establecer reglas justas en nuestros intercambios comerciales. Pero los acontecimientos se precipitaron: las armas ya no servían a sus antiguos dueños vinculados a los gobiernos de Estados Unidos, la ex Unión Soviética, Francia, Gran Bretaña o China, sino que habían pasado a defender los intereses de jefecillos locales auspiciados por las antiguas potencias coloniales; y en los Balcanes, Oriente Medio y Lejano, y sobre todo en África, muchos países se desangraban ante la inoperancia y la hipocresía de los gobernantes más poderosos.

Los periodistas estamos obligados a documentar los dramas humanos. Tenemos que sentir el dolor de las víctimas si queremos transmitir con decencia. En “Los cínicos no sirven para este oficio”, uno de los mejores manuales de periodismo que existen, Ryszard Kapuscinski escribió que “el reportero tiene que vivirlo todo en su propia carne” y también que “es erróneo escribir sobre alguien con quién no se ha compartido al menos un poco de su vida”. En “Ébano”, otro de sus grandes libros que transcurre en África, Kapuscinski reflexiona sobre el hábito de los medios de comunicación de amontonar los muertos en cifras anodinas y de hablar de “morir en masa”, cuando “el hombre siempre muere solo”.
 A veces me preguntan por mi fotografía favorita. Podría elegir la que muestra las ruinas de la Biblioteca de Sarajevo atravesada por un haz de luz. Podría elegir la que representa dos mutilaciones al mismo tiempo: la del niño al que le falta una pierna y un ojo por culpa de una mina antipersona junto a su madre tapada de pies a cabeza con el tradicional burka afgano. Podría elegir la de la niña sudanesa que agoniza en un campo de refugiados al Sur de Sudán, mientras mira a mi cámara y a mi conciencia con una calma que duele. Podría elegir cientos de imágenes.

Pero creo que mi mejor fotografía todavía está por hacer. No pienso en una asombrosa imagen que dé la vuelta al mundo. Me gustaría mostrar la dignidad, más un concepto que una situación, algo muy difícil de resumir en una imagen. Cuando alguien sufre o agoniza es muy fácil fotografiarlo. Resulta incluso fotogénico. Y hay recursos retóricos que se utilizan a menudo: niños rodeados de moscas, hombres con miradas perdidas mientras mueren, seres humanos convertidos en esqueletos andantes.

Creo que los que sufren y los que mueren tienen derecho a nuestro respeto. Han podido perderlo todo, incluida la vida, pero nadie tiene derecho a arrancarles la dignidad. Ser capaz de mostrarla, fijar la emoción de un instante límite y al mismo tiempo documentarlo, se ha convertido en mi asignatura pendiente. La única verdad incuestionable de las guerras son las víctimas. El mundo del Dolor se parece a un océano sin límites. Sus protagonistas forman un interminable ejército de muchos ceros condenados al anonimato.

¿Por qué los países más ricos son los más pobres? La respuesta es fría como el hielo: buitres carroñeros, que se presentan ante sus sociedades opulentas como decentes hombres de negocios, roban sus riquezas y corrompen a sus gobiernos. Se llevan los diamantes, el petróleo y el coltan, y dejan armas para que los más pequeños jueguen a matarse. Si en nuestras sociedades se persigue la corrupción, ¿por qué permitimos que nuestras multinacionales la utilicen para obtener mayores ganancias?. Si buscamos paliar el sufrimiento en nuestros hospitales, ¿por qué no impedimos el genocidio o la persecución étnica?. Los señores de la guerra protegen sus intereses mientras los soldados extranjeros apuntalan su poder. Desde hace 30 años todo sigue igual en países como Irak, Colombia, República Democrática del Congo o Afganistán, tal como han explicado Eman Ahmad, Eduardo Márquez, Caddy Adzuba y Mònica Bernabé, mis predecesores en la lista de ganadores del Premio Internacional Julio Anguita Parrado.

Las armas son cada vez más ligeras. Los fabricantes tienen interés en abaratar costes y reducir la edad de los combatientes. Los comandantes saben que los niños se entusiasman con los juegos bélicos. Los soldados infantiles no replican las órdenes y son fácilmente sustituibles. Nuestros hijos de 13 años serían combatientes en muchos países africanos. Actuarían como hombres y matarían por el control de una esquina. Aunque no sabrían responder a una pregunta simple: ¿por qué mi país está en guerra? Los varones son privilegiados. Las niñas de sus mismas edades son violadas por sus jefes, utilizadas como esclavas sexuales, marcadas para siempre por el odio y la enfermedad. Si tienen suerte morirán muy jóvenes. Si no, el SIDA les tenderá la mano unos años. Es la ignominia total: son esclavas sexuales durante la guerra y prostitutas cuando se alcanza la paz y se produce el desembarco masivo de extranjeros. En los países golpeados por la violencia los blancos casi siempre huelen a dólares y colonia de lujo. Pueden ser iraquíes, colombianos, congoleños, afganos, somalíes, costamarfileños, libios. En años anteriores fueron guatemaltecos, ex yugoslavos, camboyanos, angoleños.

Todas las guerras obedecen a causas importadas. Hay guerras porque la voracidad y la depredación están presentes en todas las transacciones económicas entre las grandes multinacionales y los pequeños países del Tercer Mundo. Hay guerras porque los mismos gobiernos que patrocinan la declaración universal de los derechos humanos en su territorio nacional lo violan sistemáticamente cuando se trata de defender sus intereses estratégicos.

Hay guerras porque la venta de armas es un negocio con grandes márgenes de beneficios. Hay guerras porque España ha exportado armas a países víctimas de conflictos eternos durante todos los gobiernos desde el inicio de la transición en 1977. Y este bochornoso negocio se ha cuadriplicado desde 2004 con la llegada al poder de José Luis Rodríguez Zapatero, el gobernante que más ha instrumentalizado y pisoteado la palabra paz después de ganar las elecciones por el estado de opinión contra la guerra de Irak y los errores de José María Aznar.

Ojalá fuese una broma lo que les digo, pero no lo es: en seis años han cuadriplicado la venta de armas y no se les ha caído la cara de vergüenza. Hagamos un gran libro de los muertos, de las víctimas de tantas guerras inútiles e inconclusas. Un libro tan pesado como los presupuestos de todos los estados juntos y presentémoslo a la humanidad. A partir de ese día el mundo comenzará a cambiar porque la visión total de todas estas biografías inacabadas nos obligará a dar un grito definitivo contra el cinismo de nuestras instituciones gubernamentales, el obsceno manejo de los asuntos internacionales y el bochornoso comportamiento de nuestros políticos y diplomáticos cuando se trata de paliar el sufrimiento.
Muchas gracias



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