¿PARA QUÉ SIRVEN LAS PRIVATIZACIONES?
Las
políticas neoliberales se presentan casi siempre revestidas de argumentaciones
sofisticadas y bien difundidas gracias a la generosa financiación de los
grandes grupos financieros y empresariales a grupos mediáticos y de
investigación, a académicos, economistas y periodistas que se encargan de crear
opinión favorable a las medidas que toman los gobiernos. Sin embargo, las
evidencias empíricas que pudieran demostrar la veracidad de esos argumentos con
prácticamente nulas en casi todos los casos. En estos momentos estamos
sufriendo una nueva amenaza al bienestar social y a la eficiencia económica que
igualmente se trata de justificar como imprescindible y positiva con argumentos
que una vez más carecen de fundamento y realismo.
Me refiero a
la nueva fase del proceso privatizador que en España comenzó a mediados de los
años ochenta del pasado siglo, que ha ido dejando unas secuelas lamentables en
nuestra economía y que ahora se dirige hacia servicios públicos esenciales en
el sector sanitario y educativo.
De 1984 a
1996 se llevaron a cabo unas 70 operaciones de privatización de empresas
públicas mediante distintos tipos de procedimientos, generalmente orientadas a
abrir su capital a los intereses privados y casi siempre justificadas por la
necesidad de ajustarse a lo establecido en las normas y directivas de la Unión
Europea, a la que nos incorporábamos en esos años.
Más tarde, y
hasta el final de la primera legislatura de José Luis Rodríguez Zapatero, se
entró en una segunda fase, muy distinta, más radical y orientada a desmantelar
la práctica totalidad del sector público empresarial español para ponerlo en
manos del capital privado. Y ahora, como he dicho, se trata de hacer lo mismo
con la sanidad y la educación públicas.
Esto último
era algo difícil de justificar en años anteriores, dado el alto aprecio que la
población tiene por esos servicios, pero ahora se puede utilizar la crisis y
los problemas de la deuda pública para argumentar que es algo imprescindible
para resolverlos.
Este
argumento se une a los que siempre se han dado para llevar a cabo las
privatizaciones: que hay que acatar las normas europeas, que es imprescindible
vender para proporcionar recursos al Estado y que, además, al hacerlo se
dispondría de los mismos bienes o servicios a menor precio y con mayor calidad
y eficacia.
Los medios
de comunicación e incluso muchas revistas académicas están llenas de textos
dirigidos a justificar y desarrollar estas tres ideas pero, como señalé al
principio, la evidencia empírica muestra claramente que no tienen mucho
fundamento y que no reflejan la realidad de lo que sucede cuando se privatizan
empresas o servicios públicos.
Es verdad
que la Unión Europea ha impuesto un adelgazamiento del sector público (con el
mismo objetivo que en España) pero no lo es menos que aquí se ha llegado más
lejos innecesariamente, con el único propósito de satisfacer en mayor medida a
los grupos privados interesados en quedarse con la antigua propiedad pública.
Buena prueba de ello es que en otros países aún perviven empresas públicas en
sectores estratégicos que en España han sido desmantelados.
Tampoco es
verdad que las privatizaciones sean una fuente de ingresos netos para los
Estados. Son, por el contrario, un negocio ruinoso. Las que se llevaron a cabo
de 1984 a 1996 reportaron un total aproximado de 13.200 millones de euros, y
las que se realizaron de este último año a 2007, unos 30.000 millones. La
prueba de que fueron operaciones nefastas para los intereses del conjunto de la
sociedad española es que solo cuatro empresas en su día privatizadas
(Telefónica, Gas Natural, Endesa y Repsol) obtuvieron en un solo año, 2011,
unos beneficios superiores a los 10.000 millones de euros, y todas las de
energía y telecomunicación más de 12.000. Si a ello se le suman los que hubieran
proporcionado los antiguos bancos públicos y las demás empresas privatizadas,
es fácil deducir que lo que ha producido su traspaso a manos privadas es una
extraordinaria merma en los ingresos del Estado.
Finalmente,
tampoco es cierto que la privatización haya generado más competencia. En
realidad, se ha reproducido el mismo mercado de carácter oligopolista,
ineficiente y caldo de cultivo de grandes acuerdos para imponer precios a los
consumidores. La prueba la tienen mes a mes todos los españoles cuando pagan
las tarifas que suelen estar entre las más elevadas de toda Europa.
Y tampoco es
cierto que la privatización vaya acompañada de mejor calidad en el servicio.
Por el contrario, diversos estudios han demostrado que las política de
privatizaciones están asociadas al aumento de la mortalidad por abuso de
alcohol, enfermedades cardiovasculares, suicidios y homicidios, especialmente
entre hombres. Y está bien demostrado que llevan consigo la disminución del
número de médicos, dentistas y de camas cuando se llevan a cabo en el sector
hospitalario.
Los estudios
empíricos que se han llevado a cabo en España, como el de las profesoras Laura
Cabeza y Silvia Gómez Ansón, demuestran que las antiguas empresas públicas no
han registrado “mejora significativa en la rentabilidad, en la eficiencia, en
el volumen de ventas y de inversión, ni cambios significativos en el nivel de
endeudamiento o en el empleo” después de haber sido privatizadas (“Los procesos
de privatización en España: determinantes e implicaciones de la eficiencia
empresarial”, ‘Estudios de economía aplicada’, vol. 27-2, 2009, p. 20).
Los
resultados de las privatizaciones han sido simplemente el beneficio de los
grupos privados que adquirieron la propiedad pública a bajo precio. No hay
rentabilidad social en ellas y en realidad constituyen un vergonzoso expolio al
conjunto de la sociedad. Por eso urge que en España se lleve a cabo una
investigación profunda de las privatizaciones realizadas, de las condiciones en
que se efectuaron, de sus beneficiarios y de lo que éstos dieron a cambio a
quienes las aprobaron y ejecutaron, que no ha sido poco, como puede comprobarse
casi a diario cuando se tienen noticias de la corrupción tan generalizada en
los partidos que las impulsaron. Ningún robo debe quedar impune y es un
elemental deber de ejercicio democrático que la ciudadanía conozca lo que se ha
hecho con su patrimonio, así como castigar a los culpables de su dilapidación
en manos de grupos privados amigos.
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