OJOS
TRISTES
El pequeño Gonzalo miraba la nevera
abierta. Hipnotizado por la fuerte luz blanca que se reflejaba en las paredes
de la vacía nevera. Apenas unas migajas, un yogur caducado hace días y unas
cuantas verduras desparramadas por los estantes era lo único que había en ella.
Las tripas del pequeño niño rugían de hambre. Era la hora de merendar, y no
encontraba nada que llevarse a la boca.
El
pequeño cuerpo de Gonzalo, reclamaba comer algo. Pero esta situación se iba
repitiendo durante días. Su desayuno era una triste tostada con medio vaso de
leche templada. El bocata para el cole era muy pequeño, no como los que solía
comer antes. Los almuerzos casi siempre consistían en una sopa sosa de sabor,
con alguna que otra verdura flotando en el caldo y un triste trozo pequeño de
carne. No merendaba nada. En la cena se
repetía lo mismo que en el almuerzo.
El niño no entendía por qué su dieta
había ido disminuyendo poco a poco. Hasta llegar a casi ni comer a ciertas
horas. Su cabeza era un batiburrillo de preguntas y pensamientos dudosos. La
ropa se le había quedado más ancha, ahora se tenía que poner cinturón, cuando
antes no le hacía falta.
Gonzalo notaba las decadencias que había en su casa, así como el triste
humor que rodeaba a sus padres. Ahora eran personas más sombrías, sonreían pero
él se daba cuenta de que en sus ojos había tristeza. No lo entendía.
El niño salió en busca de su madre, para
repetir la rutina de preguntas. De las que nunca obtenía respuesta.
–Mami, mami–llamó el niño corriendo por
los pasillos de la casa hasta el salón donde su
madre se encontraba remendando unos pantalones roídos allá donde se
miraran– ¿Por qué no hay comida en la nevera? Tengo hambre.
–Gonzalo, te dije ayer que el mago de la
comida vino y se llevó todo lo que teníamos dentro, y no nos la va a devolver
hasta que tú seas un niño bueno y dejes de hacer tantas preguntas–dijo la madre
calmadamente, dejando a un lado la aguja e hilo y cogiendo a Gonzalo entre sus
brazos.
Al niño seguía sin cuadrarle
la historia que contaba su madre; llevándole a hacerse más preguntas aún. Uniendo a los ya existentes, múltiples
pensamientos más sobre un mago viejo con cara de pícaro, vestido con una túnica
azul, con estrellas plateadas y ocultando la comida en una guarida subterránea,
fría, lúgubre y llena de ratas.
– ¿Y por qué no hay agua y luz algunas
veces? ¿Las roba también el mago? –siguió preguntando Gonzalo confuso.
–No,
esos son los gnomos del agua y la luz, que hay veces que nos quieren gastar
bromas–dijo la madre repitiendo la misma historia que le había contado unos
días atrás.
Según la madre de Gonzalo, los gnomos
del agua y la luz eran diminutas personitas verdes muy bromistas, que
transportaban gotas de agua y rayos de luz del arco iris, hasta las casas. Y
que vivían dentro de las paredes. También le dijo que de vez en cuando les gustaba
gastar bromas y dejar de traer agua y luz para que nos volviésemos locos.
Claro
que todo ello era mentira sobre mentira.
Sin embargo, la madre del niño no quería contarle la verdad sobre su situación;
no quería decirle que su padre estaba en paro desde hacía meses, que no tenían
dinero para comprar más comida de la que consumían al día, que apenas podían
pagar las facturas y por eso el agua y la luz iba y venía, según si hubieran
podido pagar o no las facturas a tiempo.
Lo último que ella quería era atormentar a su hijo con problemas que ni
siquiera tenía que sufrir.
–Pero
mami ¿por qué…?–la madre cortó al niño
en seco.
–Gonzalo, eres muy pequeño para saber estas
cosas, cuando seas mayor lo entenderás. La madre se
levantó súbitamente del sofá, y salió de la sala de estar como alma que lleva
el diablo. Dejando al niño con la palabra en la boca y un sinfín de preguntas.
– ¡Ya soy mayor tengo ocho años! –chilló
el niño enfurruñado, envuelto en la silenciosa soledad de la habitación.
El
niño se sentó en el sofá con un brusco salto. Enfadado cogió el mando de la
televisión, rogando para sí mismo que los gnomos de la luz no estuvieran hoy
con ganas de gastar bromas. La tele se encendió, para alivio del niño. Y
comenzó a juguetear con los dedos sobre el mando en busca de algún canal que le
divirtiera un poco.
Los distintos programas de televisión iban pasando ante el niño como un
rápido borrón de colores difusos, llenos de conversaciones inconexas.
Harto de la frustrante búsqueda por algo
interesante lo dejó en un canal cualquiera al azar. Al principio el niño apenas
reparó en lo que se emitía. Hasta que unas imágenes llamaron su atención.
Haciendo encogerse de angustia su pequeño corazón.
En la televisión, salían unas imágenes
de alguna gran ciudad, en la que se podían ver a unos niños rebuscar en la
basura.
Quizás fueran un poco mayores que él,
pensó Gonzalo. Pero en su fuero interno algo le decía que esos niños tenían su
misma edad. Sus ropas sucias, agujereadas aquí y allá, y remendadas en otros
sitios. Hicieron saltar las lágrimas al pequeño niño.
Una voz de fondo narraba las desoladoras
imágenes, hablando de cómo la situación económica del país había llevado a
esto. Hablaba de las familias que no tenían nada para comer, que les cortaban
la luz y el agua, por falta de pagos. Y sobre todo lo que más impactó a Gonzalo
fue ver a familias expulsadas de sus casas. Familias con niños pequeños, y unos
padres abatidos que luchaban por tenerse en pie mientras veían como sus casas
eran acordonadas por la policía, y como con esa cinta se perdían sus sueños,
los sacrificios diarios que llevaban años haciendo. Veían con tristes ojos la soledad incierta que
les alumbraba tras perderlo todo, hasta la alegría. Y el miedo de tener que
enfrentarse a un mundo capitalista, cruel, donde la empatía ya apenas existía.
Las imágenes fueron como un jarro de
agua fría para Gonzalo; estaba atónito, compungido por lo que había
presenciado. Hace unos días se preguntaba si había niños pasando por la misma
situación que él. Ahora sabía que los había mucho peores.
El pequeño
Gonzalo, afectado por el reportaje, corrió hasta donde se encontraba su madre,
fuera del salón. La encontró en la cocina con la mirada perdida. Y saltó a sus
brazos, buscando calor y consuelo. Pues ahora entendía lo que estaba pasando
realmente en su casa.
Todo lo que su madre había intentado
protegerle fue en vano, ya que al final el niño había hallado todas las respuestas
a sus interminables preguntas, en una caja negra llena de cables que a ojos del
niño se había convertido en un monstruo revelador de desgracias.
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