LA FÉRREA CORONA DEL OLVIDO
"Con España presente en el recuerdo / con
México presente en la esperanza”, escribió el poeta Pedro Garfias a bordo del
vapor Sinaia, uno de los primeros barcos que en junio de 1939 atracaban en el
puerto de Veracruz con más de mil refugiados republicanos españoles tras la
Guerra Civil. Atrás quedaban cientos de miles de exiliados atrapados la mayoría
en los campos de concentración franceses. Anticipando el final del conflicto,
el Gobierno del general Lázaro Cárdenas había puesto en marcha la mayor
operación de solidaridad internacional que probablemente se haya visto nunca.
México estaba dispuesto a dar pan, hogar y trabajo a todos aquellos para los
que nunca habría paz ni piedad ni perdón en la España de Franco. En la
oscuridad de los barracones, entre el hacinamiento, el hambre, la enfermedad y
la desolación de quienes habían perdido familia, amigos, trabajo y posición,
México brillaba como un sueño.
Las voces,
las súplicas, de aquellos miles de personas derrotadas que querían escapar de
la pesadilla quedaron registradas en las cartas que enviaron en 1939 y 1940 a
la Embajada de México en París solicitando emigrar. Un material inédito,
conservado en el Archivo Histórico Diplomático de la Secretaría de Relaciones
Exteriores mexicana, al que ha tenido acceso EL PAÍS y del que emerge un relato
colectivo de hombres y mujeres de todos los oficios y profesiones en cuya
peripecia vital se mezclan la desesperación y el orgullo, la ternura y el
valor.
Más de 7.000 cartas, correspondientes a muchas más
vidas interrumpidas, escritas a lápiz y a pluma, con todo tipo de letra y clase
de papel, redactadas por quienes en el invierno de 1939 cruzaron la frontera “a
pie, sin fortuna, con las manos limpias”, como escribe el 14 de febrero de ese
año el refugiado Fernando Pintado cerca de Perpiñán. En muchas de ellas, el
autor añade el nombre de sus familiares, amigos del trabajo, compañeros de
armas o de barracón.
La mayoría dieron con sus huesos en los campos de
internamiento, como era su nombre oficial, del sur de Francia, vigilados por
gendarmes franceses y soldados senegaleses. En las cartas dan testimonio de las
penalidades que sufren allí. José Pomés, redactor de Diario Gráfico y La Noche,
de Barcelona, cuenta desde el campo de Bram el 12 de junio de 1939: “Me
encuentro en el más lamentable estado, sin ropa, ni salud, ni dinero francés…
va para tres meses tirado en un montón de paja sin ni siquiera una manta”. Manuel
Guiú Macía, que solicita “ingresar voluntariamente en el Ejército mexicano o en
su legión”, exclama desde el pabellón 27 del campo de Septfonds: “Los días aquí
transcurren lentos, eternos, y ¡¡¡la aurora de esa tenebrosidad tarda tanto en
descubrirse!!!”.
Tres milicianos de la República firman el 2 de julio
de ese año y desde ese mismo campo esta joya de humildad literaria: “No dudando
de que la voz y los ruegos de estos sin patria suplicantes serán atendidos con
la justicia que nuestro caso requiere. Nuestra profesión es la campesina”. A
las lamentables condiciones materiales de los exilados había que añadir unas
circunstancias políticas completamente desfavorables que solo la tenacidad en
el mantenimiento de sus principios por parte del Gobierno mexicano y la
habilidad de su cuerpo diplomático pudieron salvar.
Entre los documentos, ahora desempolvados, se
encuentra este mensaje cifrado enviado el 27 de enero de 1939 por el embajador
mexicano en París, Narciso Bassols, al presidente Cárdenas: “Política Francia
seguirá invariable. Stop. Relaciones díceme no podremos recibir excombatientes
ni refugiados políticos. Stop. Comprendiendo problemas únicamente me permito
pedirle que México sostenga su ofrecimiento conocido universalmente de abrir
puertas a republicanos españoles. Stop. Creo que tratándose personas filiación
política bien definida estamos obligados recibirlos”.
Hubo más dificultades, como la rivalidad de las
organizaciones españolas que competían por ayudar a los refugiados, las
diferencias de criterio en la selección de los asilados por parte del Gobierno
mexicano e, incluso, la conveniencia o no de sacar de España a hombres en edad
militar antes del fin de la guerra. El embajador Bassols expone este último
problema con crudeza en otro telegrama ahora reencontrado, fechado el 1 de
marzo de 1939 y dirigido a la cancillería mexicana: “Como lucha española no ha
terminado trabajadores útiles no puedan alejarse definitivamente debilitando
resistencia. Stop. En general todavía no llegan solicitudes de buena calidad
excepción ancianos y niños. Stop. Hasta hoy gran mayoría corresponde gente
derrotista sin sentido lucha social y con mezquino egoísmo. Stop”.
A la angustia de los exiliados se sumó el pavor ante
un inminente reconocimiento de Franco por Francia e Inglaterra, con las
consiguientes deportaciones y el estallido de la II Guerra Mundial, como
reflejan las cartas de los republicanos, conscientes de que ya no podrían
volver a su país. Juan del Hoyo escribe en septiembre de 1939 desde Burdeos: “Por
mi cualidad de magistrado no puedo ni pensar en regresar a España; la policía
francesa me apremia por tantas prórrogas de estancia que he solicitado”. Ramón
Infante Varela, desde el hospital Civil-Asilo de Montauban, expone: “Debo
decirle que la actuación política de mi esposa (Maruja Lafuente, de 25 años, de
Gijón) en España ha sido muy significada, por haber ostentado cargos de
responsabilidad máxima en el Partido Comunista de la Región Asturiana, pues se
trata de la hermana de la heroína del Movimiento de Octubre de Asturias, Aída
Lafuente, y por este motivo, bajo ningún concepto puedo volver a España”. Juan
Ponsivell, de la Brigada de Carpinteros del campo de Barcarès, asegura: “Nada
hay en mi actuación durante la guerra ni antes de ella de que pueda avergonzarme,
pero no quiero volver a la tierra que ha hollado el fascismo extranjero con la
ayuda de unos hombres que imitando al conde don Julián han traicionado a su
patria y asesinado a sus hermanos”.
Un grupo de exiliados llega al puerto mexicano de Veracruz
en el barco Vapor Flandes.
Los motivos varían, pero la urgencia por huir a
México es la misma. El capitán de infantería Antonio Pascual Arnao, de 34 años,
casado, de Barcelona, explica el 20 de abril de 1939 que “principalmente por
ser francmasón es evidente que mi vuelta a España es absolutamente imposible
sin exponerme a una cierta e irreparable represión (…) hay que tener presente
que Franco ha jurado exterminar a los masones, cosa que cumple con inaudita
crueldad”. Ese mismo día, el mecánico José Puig Bosch afirma desde el campo de
concentración de Argelès-sur-Mer: “Renuncio a volver a mi patria, según
noticias de mis familiares, en un registro en mi casa han quemado más de cien
libros (…) por el solo hecho de ser republicanos-federales toda nuestra vida y
el no haber bautizado a nadie de dos generaciones”. Otros alegan
“incompatibilidad moral” con el régimen franquista, y otros, como Carmelo
Perdigó Casanovas, de Esquerra Republicana de Cataluña, razones más concretas:
“Siéndome imposible el regreso a España por haber pertenecido al Cuerpo de
Seguridad (policía secreta) de Cataluña desde el año 34…”.
La situación internacional continuaría empeorando
con la caída de París en junio de 1940, la ocupación alemana de Francia y la
constitución del régimen de Vichy del mariscal Pétain. La acción solidaria del
presidente Cárdenas se complicaría extraordinariamente. México, sin recursos ni
marina, trataba el problema de una población de desterrados sin Estado con otro
país ocupado militarmente y con soberanía limitada.
Además, la guerra pronto se extendería al Atlántico
haciendo casi imposible la travesía, y la evacuación de españoles cesaría
durante meses o se ralentizaría ese año, como muestran las cartas. Solo las
dotes de persuasión del diplomático mexicano Luis I. Rodríguez permitirían
relanzar el traslado de refugiados. En una memorable entrevista celebrada el 8
de julio de 1940 en Vichy, Rodríguez convenció a Pétain para que autorizase la
operación, no sin antes tener que oír del mariscal preguntas como esta: “¿Por
qué esa noble intención que tiende a favorecer a gente indeseable?”, o afirmar
que los republicanos tenían que afrontar la suerte reservada “a las ratas en
las grandes miserias”.
La esgrima verbal de Luis I. Rodríguez prevaleció, y
tras el acuerdo del 22 de agosto de ese año, México aceptaba, bajo la
protección de su bandera, a todos los españoles refugiados en Francia y costear
parte de su sustento, que sobre todo corría a cuenta de las organizaciones
republicanas de ayuda. Tras la derrota de la República, unos 450.000 españoles
huyeron a Francia. Dos tercios de ellos acabarían volviendo a España después. A
partir de 1939, cerca de 20.000 encontrarían un nuevo hogar en México. Ese año
llegaron a este país 6.236 refugiados, y en 1940, tan solo 1.746. Las cartas
demuestran que el número de solicitudes de asilo fue muy superior al de las
personas que finalmente cumplieron su sueño.
Las misivas, escritas por hombres en su mayoría
entre los 25 y los 45 años y procedentes sobre todo de Cataluña, Levante,
Asturias, Andalucía y Madrid, siguen una pauta: agradecimiento a México,
enumeración de méritos antifascistas y profesionales, exposición de su futura
contribución a la nación de acogida y relato de la desgracia caída sobre sus
vidas.
Aun siendo un exilio en gran parte de profesionales
y técnicos cualificados, muchas cartas sorprenden por su estilo elevado –“No
deseamos regalo para nuestras vidas. Pedimos calor para nuestras aspiraciones”;
“México, insignia liberal de la América hispana, hoy hacemos promesa de nuestro
sacrificio”; “Que han tenido que huir de su tierra ante el fantasma negro de la
reacción, sostenido por los militares perjuros, hijos de aquellos mercaderes de
la espada que, en años remotos, solo tenían por oficio el robo, el asesinato y
la befa de vuestras costumbres en sus aventuras coloniales”–, no exento a veces
de pedantería: “Mi objetividad, que será anhelo de muchos, no dejará de ser
estudiada por ese negociado que tan dignamente representa…”.
Tampoco falta, dadas las condiciones de extrema
necesidad en que se encuentran, cierta picaresca para conseguir el objetivo de
emigrar. Desde quienes afirman hablar varios idiomas hasta el caso del
periodista madrileño Ezequiel Enderiz Olaverri, de 49 años, quien asegura que
“actualmente preparaba la biografía del presidente de México señor Lázaro
Cárdenas”, o del abogado sevillano Ricardo Calderón, de 40 años, quien, entre
sus méritos literarios, destaca “un poema titulado Sac…Nicte, que pudiera ser
de extraordinario interés para el indio maya”.
Ni un punto de resentimiento por ver embarcar a
otros antes. El chapista socialista madrileño Federico Antonio de la Huerta,
agente de policía durante la guerra, escribe al embajador mexicano desde el
campo de Bram: “Usted fue sorprendido en su buena fe en el envío de emigrados
con muchos señoritos, que no tienen oficio ni beneficio y máxime que donde se
encuentran los verdaderos trabajadores, revolucionarios y honrados, es en los
campos de concentración…”.
Buena parte de los refugiados exponen, a veces con
dibujos y esquemas, cómo México podría aprovechar su experiencia profesional en
la industria, la agricultura, el Ejército, la enseñanza, la academia, la
prensa, el teatro e, incluso, en el mundo de los negocios. Algunos casos poseen
una cómica ternura. Vitaliano Gómez, desde el barracón 44 del campo de
Septfonds, propone a las autoridades mexicanas “crear una granja de 250
gallinas ponedoras y 20 conejos reproductores”, para lo que necesitaría “un
crédito de 2.500 pesos a reintegrar en cuatro o cinco años”. Antonio Martínez,
agricultor de Murcia, se ofrece para mejorar la calidad del pimiento en el país
del picante, y Mariano Potó, de Barcelona, sugiere que “sería interesante la
creación de una cátedra para difundir entre los intelectuales mexicanos la
concepción sinóptica de la cultura…”.
Pero las cartas cuentan sobre todo la tragedia de
miles de vidas rotas. Carmen Planet expone así su caso: “… habiendo perdido a
mi esposo en Madrid el 7 de noviembre de 1936 habiendo ido voluntario a luchar
siendo militar retirado y a una hija de 17 años habiendo ido también a luchar
voluntaria y murió el 20 de octubre de 1936 en el frente de Sigüenza y los tres
varones que me quedan, también voluntarios y el de 18 años inútil de guerra y
el de 22 años teniente de Sanidad de Líster que actualmente se encuentra en el
campo de Argelès-sur-Mer…”.
Las cinco hermanas Pla Palleja, de Rubí (Barcelona),
con edades entre los 20 y los 34 años, refugiadas en el campo de Berck Plage,
dicen contar con 3.600 pesetas para el viaje “y “dos relojes de pulsera y uno
de bolsillo, un anillo grande de oro y dos monedas argentinas de oro”. Como son
sus únicas pertenencias y temen no poder pagar el pasaje, piden al embajador
“que aunque sea en un rincón del barco y sin comer nos deje ir a México”.
Antonio Paños Garrigues, madrileño, de 36 años, radiotelegrafista, encerrado en
el campo de Bram, informa de que todos sus familiares han muerto “víctimas de
la aviación durante la guerra” menos su hermano Pedro, “que murió fusilado por
los fascistas en Málaga en 1937”.
Durante décadas, la cancillería mexicana ha guardado
en estas páginas los gritos de auxilio de los miles de españoles –sastres,
camareros, profesores, militares, campesinos, mecánicos, actores, periodistas,
contables, funcionarios, médicos, electricistas, ingenieros, estudiantes…– que
encontraron una nueva patria en México. Hoy son por fin rescatados, como
escribió Juan Rejano, de la “férrea corona del olvido”.
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