FUNCIONES Y DISFUNCIONES DE LA
CORONA
Cuando se
aprueba la Constitución en 1978 la Monarquía dejó de ser una institución
impuesta por la dictadura. Los españoles aceptaron, primero a través de un
parlamento constituyente y a continuación a través de un referéndum, una forma
de gobierno donde el jefe del Estado carecía de una legitimación democrática
directa. Sin duda la iba a tener desde el punto de vista constitucional, pero
quedaba claro también que no había opción alguna para elegir en el futuro a
quien ostentaría la más alta representación de nuestro país. Las ideologías de
los constituyentes se dejaron a un lado en pro del consenso político y la paz
social.
En ese
período de nuestra historia la Monarquía demostraría su utilidad política en
instantes decisivos para la joven democracia, y como aglutinador también de una
sociedad territorialmente plural y diversa. Cumplía entonces a la perfección la
misión que le encomendaba la Constitución, esto es, ser el instrumento de
moderación y arbitraje interno, así como excepcional embajadora del Estado
español en las relaciones internacionales, en especial ante aquellos países que
todavía nos perciben como fuente de inspiración cultural y política.
Sin embargo,
la sociedad española ha cambiado sustancialmente desde entonces, como asimismo
la forma de entender la figura de la Jefatura de Estado. Es evidente, y no sólo
en España, que en un sistema de gobierno parlamentario esta alta Magistratura
ha perdido en buena medida la finalidad para la que fue diseñada en el caso de
las repúblicas (Alemania e inclusive Italia, por ejemplo), para lo que derivó
en las monarquías europeas, reducida a un elemento casi de ornamentación
institucional, protocolario o simplemente notarial. En todos estos países,
monárquicos o republicanos, se podría prescindir perfectamente de un Jefe de
Estado supeditado siempre al discurso del líder parlamentario o presidente del
Ejecutivo. Posiblemente se ahorraría también -es indiscutible el argumento- una
parte del presupuesto anual dedicado a mantener a quien ostenta ese cargo, sus
funcionarios, el palacio de turno y a su familia.
La
obsolescencia constitucional de las monarquías europeas no deja, por tanto,
margen para la duda. El cambio en favor de una Presidencia republicana
encuentra razones de peso contra las que no resulta fácil oponer argumentos
jurídicos ni ideológicos. La única oportunidad para que una Monarquía
parlamentaria como la nuestra tenga posibilidades de permanecer en una sociedad
defensora de la igualdad ante la ley, así como de la igualdad real y efectiva,
sólo puede basarse en dos máximas. Una simbólica, pero en absoluto
insignificante, como sería la ejemplaridad del comportamiento personal de quien
ostenta esa máxima representación. La segunda es la de su función política si
la Corona se salva del incendio de la corrupción y la desafección ciudadana a
los partidos. La económica, si la imagen internacional de rey actual, y de
quien en su caso lo suceda, puede servir de estímulo al desarrollo de
relaciones comerciales y empresariales. La social, más difícil aún, si consigue
atraer y atenuar las tensiones de quienes propone la desintegración del Estado.
Todo lo anterior -y es un plus complicado de conseguir- mediante la moderación
y la personalidad especial de quien se espera ocupa este cargo.
El problema
es que en este momento hay motivos de peso para dudar que esas funciones, o la
mayoría de ellas, se estén desempeñando adecuadamente por el actual Jefe del
Estado. Probable no toda la responsabilidad es suya, ni consecuencia de su
conducta en la esfera personal e institucional. La bipolaridad que debe sufrir
quien es padre y rey al mismo tiempo no facilita desde luego la reacción moral
y jurídica adecuada ante la imputación grave por delitos de un miembro de la
familia real. Tampoco cabe esperar milagros de un monarca que, como jefe del
Estado, intente mediar entre posiciones irreconciliables de una clase política
fragmentada entre el principio de unidad y la soberanía que reclama una parte
del territorio. Realmente la función de un monarca dentro de un marco
constitucional que establece una forma parlamentaria de gobierno apenas tiene
contenido político.
Pero las
sociedades nunca se han regido sólo por lo racional de los procedimientos o el
derecho positivo, sino que encuentran en lo irracional y simbólico motivos para
mantenerse unidas como demos político. Es aquí, pues, donde tiene cabida la
Monarquía aún como jefatura de Estado, si bien con la necesidad imperiosa de
modernizarse para seguir siendo útil aquélla.
FUENTE
MÁLAGA HOY
No hay comentarios:
Publicar un comentario