La discusión de un grupo de alumnos sobre Shakespeare
Publicado en http://www.lne.es/opinion
Y yo pensé que reñían, menudo profe malpensado me he vuelto. Era un grupo de siete u ocho alumnos bachilleres, diecisiete o dieciocho años, que hablaban vehementes en el vestíbulo de mi IES Nº 1 durante el recreo.
Me acerqué con el propósito de exigirles sosiego, cuando alcancé a oír lo que proponía una de las chicas: «Pues te digo una cosa: Yago es gay, vamos, seguro». Otro compañero insistió: «Será gay, pero, sobre todo, engaña, porque es muy fácil engañar». Terció una más: «¿Qué dices? Pero ¿tú ves el trabajo que le cuesta montarse su pollo? ¿Cómo que es muy fácil engañar?»
Me quedé a dos pasos del corro, estupefacto, con el dedo de reñir suspendido en el aire. Resulta que su discusión no versaba sobre un programa de la tele basurera, sobre el botellón próximo, sobre ligues adolescentes. Resulta que estaban comentando el «Otelo» de Shakespeare, chúpate esa mandarina. No me eché a llorar de la emoción porque soy muy reservado para la cosa sentimental.
Tengo el honor de que veintidós adorables alumnos se hayan apuntado voluntarios a la optativa de Literatura Universal, menudo éxito. Una de sus lecturas obligatorias para este curso es la tragedia referida y, para ilustrarla, les proyecté la película del mismo título, con Kenneth Branagh en el papel del falsísimo Yago. Ahí quisiera ver a los que sostienen la inutilidad de la literatura, ese arte que nos ayuda a vivir, que amplía nuestro universo porque nos invita a imaginar otras maneras de concebirlo y de organizarlo, que dijo el premio «Príncipe de Asturias» Todorov.
Tengo el honor de que veintidós adorables alumnos se hayan apuntado voluntarios a la optativa de Literatura Universal, menudo éxito. Una de sus lecturas obligatorias para este curso es la tragedia referida y, para ilustrarla, les proyecté la película del mismo título, con Kenneth Branagh en el papel del falsísimo Yago. Ahí quisiera ver a los que sostienen la inutilidad de la literatura, ese arte que nos ayuda a vivir, que amplía nuestro universo porque nos invita a imaginar otras maneras de concebirlo y de organizarlo, que dijo el premio «Príncipe de Asturias» Todorov.
Aquel grupito de magníficos mozos revelaba que para convertirse en buen lector no hace falta ser pedante, docto, erudito, ni nada parecido. Sólo se necesitan tres cosas: atención, agudeza y tiempo, como recordaba García Gual. Ahí los tengo, semana tras semana, aprendiendo con el Dux de Venecia que cada asunto requiere su tiempo y su pausa; apreciando la sutil amenaza del suegro del protagonista al sembrar la primera duda; conociendo al mercenario Otelo, devorado por sus complejos, oidor de cuanta maledicencia circule, débil por sus traumas; calibrando al Casio alcohólico que no se entera de nada; al imbécil de Rodrigo, el manipulado por excelencia; siguiendo a esas imponentes mujeres como la inocente Desdémona, que cree en la bondad humana, la maltratada Emilia, que se venga escupiendo el odio acumulado contra su marido, la vana y despechada Blanca.
Y, sobre todo, empapándose de lo que es la envidia, el rencor que consume a quien se cree minusvalorado; contemplando al campeón del engaño y la astucia más febriles, al hombre imposible de contentar pues nunca se llenaría su pozo de insatisfacción, a ese Yago colosal por su maldad retorcida, calculada, arrasadora.
Díganme: ¿en qué otro espacio que no sea el de la literatura pueden los estudiantes instruirse sobre asuntos que tan cruciales van a ser en sus vidas? Allí estaban, en grupo, discutiendo acerca de lo principal, olvidándose del submundo al que el Poder quiere que desciendan para así embrutecerlos como carne de cañón dócil y sin futuro. Ocurría gracias a Shakespeare, gracias a la bendita literatura.
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