Más de la mitad de los jóvenes de entre
18 y 25 años que el domingo botaban de alegría en las calles del país, tocaban
bocinas alrededor de las fuentes y exhibían sus rostros y sus manos pintadas
con los colores de la selección nacional como si fuera parte de un desafío para
amordazar el derrotismo, exactamente el 51,5% de esa masa eufórica que
escenificaba por las calles el entusiasmo y el pleno optimismo, carece de
trabajo y no lo tendrá en los próximos meses (incluso en años), según los datos
divulgados ayer (primer día después del paseo triunfal por Kiev) por la oficina
de estadística comunitaria Eurostat. Todos ellos forman parte de una grupo de
edad perdido y seguramente estafado que va a perder cualquier expectativa de
conseguir un futuro conforme a su formación y a sus merecimientos, una
generación que va a estrenar un mundo más injusto con menos bienestar y marcado
por una competitividad suicida.
En un mes el paro juvenil en España ha
avanzado otro punto, con lo que el país de la selección ganadora de la Eurocopa
iguala (empata, debería decir) la marca con Grecia. En el otro extremo de la
calificación, entre las más bajas, están Alemania (7,9%), Austria (8,3%) y
Holanda (9,2%). Son la élite de una Eurozona profundamente desigual donde el
desempleo alcanza ya los 17,5 millones de personas (24,5 si sumamos los
Veintisiete) pero que golpea especialmente a la campeona. Una nueva generación,
pues, se preparara para sumarse al fracaso económico general, para ser
engullida por una profunda desesperanza y un vacío existencial que crecerá a
medida que transcurran los años sin que los afanes den frutos o, como mal
menor, las vocaciones se transformen en un opaco y miserable remedo. Es duro,
terriblemente duro reconocer que esos millones de chispeantes y entusiastas
españoles van a estrellarse con el grueso muro de una crisis perpetrada en los
mercados financieros, y que las oportunidades para demostrar en público su
empuje y su tenacidad (y para desplegar su exaltación) tendrán que ceñirse a
los contados éxitos deportivos.
No se trata de mezclar fútbol con
economía. El éxito deportivo es pasajero y más pronto que tarde los balcones se
despoblarán de los símbolos y las banderas se deshilacharán en los mástiles
improvisados de los automóviles y en las pértigas de los bares, pero el fracaso
y, sobre todo, la sensación de engaño persistirá. Ni la economía tira del balón
ni el fútbol determina los éxitos económicos, pero hay un punto de confluencia
o de confrontación, una línea donde el optimismo inmoderado de los ganadores de
las gestas deportivas choca con la desazón del fracaso generacional y el roce
de ambas piedras levanta una chispa de incoherencia que queda en suspenso como
una amenaza.
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