MÁLAGA 2028. SERGIO RUIZ MATEO

MÁLAGA 2028
Durante la Edad Media la construcción de una catedral se convertía en la materialización de un esfuerzo colectivo, en un motor de piedra que aunaba el esfuerzo de hombres y mujeres de diferente condición y estatus social. Contribuían a ella el clero, la nobleza, los gremios, las cofradías, es decir, el conjunto completo del cuerpo social, con un fin espiritual y material a la vez, pues una catedral representaba la prosperidad y nobleza de una ciudad, pero también la creaba y la atraía, convirtiéndose en centro y escenario de todo tipo de actividades.

Las ciudades pugnaban entre sí por llevar a buen término el proyecto más audaz, y el perfil inconfundible que cada templo daba al caserío que le rodeaba era, más que cualquier carta de privilegio o circunstancia económica, el que proporcionaba el estatus simbólico de ciudad.
Al declinar el medievo y con los nuevos aires del mundo moderno, aquellos que sin embargo evocaban el antiguo antropocentrismo, nuevos matices se vertieron sobre el hecho de levantar estas hazañas constructivas. Las catedrales, además de representar un esfuerzo ciudadano, venían a ilustrar el poder de la Iglesia Romana triunfante, asediada empero por las corrientes reformistas del norte de Europa.
La catedral de Málaga se enmarca en este periodo de transición, nacida en los estertores de la edad Media y levantada entre los siglos XVI y XVIII. Su prolongado periodo de construcción en modo alguno debe entenderse como algo inaudito, sino como un hecho consustancial a las catedrales, cuyas obras por lo general solían alargarse varios siglos. Tampoco es inusual que los trabajos se paralizasen sin concluir los proyectos originales. Este es el caso de la Iglesia Mayor de Málaga, inconclusa en múltiples elementos, de los cuales la torre meridional es sin duda el más llamativo.
Hoy día, los desafíos arquitectónicos poco tienen que ver con los templos medievales, renacentistas o barrocos. Las ciudades se afanan en erigir los nuevos templos de la modernidad, contenedores de las actividades comerciales, empresariales, de transportes y culturales. Pero curiosamente, la ciudad actual vive inmersa en un proceso intenso de cambios que estan desnaturalizándola. Nada más lejos del tradicional concepto de polis o de comuna urbana que la ciudad difusa posmoderna.
Yo abogo por recuperar ese espíritu que hacía a los individuos miembros activos de una comunidad ciudadana, un espíritu que, en contra de lo que muchos pudieran creer, no es arcaico ni obsoleto, sino intemporal, puesto que se ha expresado de diversas formas a lo largo de diferentes periodos, desde Grecia a la actualidad. Hacen falta estrategias para recuperar ese espíritu que infundió en nuestros antepasados la audacia necesaria para iniciar empresas sorprendentes. Quizás concluir una catedral inacabada sea una buena forma de recuperar ese universal espíritu en nuestra propia ciudad. ¿Y por qué no?
Terminar la catedral de Málaga es un sueño del que muchos malagueños somos partícipes. La ciudad ha sido apartada recientemente de la carrera por la capitalidad cultural de 2016. Construir entre todos la segunda torre sería un medio inmejorable de redimirnos del fracaso y superar esa decepción, construir ciudad mediante la cultura, puesto que nada es mejor que los retos colectivos para reforzar la cohesión de una sociedad que entendería el evento como un medio a través del cual se consiguen logros concretos y permanentes. Logros que encumbran proyectos, cierran ciclos y cicatricen derrotas, para abrir la ciudad a una nueva realidad cultural más allá del periodo cronológico de un evento, que hubiera sido importante, sí, pero que no dejaba de ser un fenómeno coyuntural. La cultura y los desafíos que lleva implícitos deben ser estructurales, no coyunturales.
Pero sobre la finalización de la Catedral hay posturas encontradas, como no podía ser de otro modo en una ciudad abierta y viva como la nuestra. A mi modo de ver son tres los principales argumentos que se oponen a la conclusión del monumento. El primero de ellos sería el que llamaríamos “conservacionista”, que otorgaría supremacía al carácter histórico-artístico del conjunto, dotándole de un carácter acabado y sacralizado, dado que expresa el tiempo y la mentalidad del momento o momentos en que fue construido, y en función del cual cualquier modificación actual en su estructura supone una alteración sustancial de ese espíritu del que es reflejo.
El segundo argumento en contra es el que podemos denominar “del impacto visual y psicológico”, que queda patente en la impresión que causaría en los malagueños el encontrarse, al cabo de pocos años, una nueva torre con la que quizás nunca llegarán a identificarse. Los otros elementos arquitectónicos del monumento, tales como torrecillas de los cubillos laterales, remate y frontón central, balaustrada de la cornisa, tejado, etc, serían sin embargo mucho más asumibles en este sentido.
Por último, queda el argumento económico, que es probablemente el de más peso pero no por ello el más importante (por lo menos no más importante que las dos anteriores cuestiones) si contemplamos el proyecto con la suficiente amplitud de miras, una amplitud que abarca siglos de historia de la ciudad y no una breve legislatura.
Tratemos de rebatir cada uno de los argumentos previos.
Contra el primero de ellos es necesario esgrimir que precisamente por su carácter histórico y sobre todo artístico, la expresión de su valor debe proclamarse a través de la totalidad de la idea, y no sólo en una parte de ella. Una obra de arte lo es en cuanto a obra acabada, y nada más respetuoso con la obra y los hombres que la diseñaron que concluir el proyecto. El que en el siglo XVIII se interrumpiera la construcción, no debe objetivarse como un hecho que paralice el devenir histórico, inamovible y eterno. Y en cualquier caso no tiene por qué ser más importante que el futurible de que se acabe en el siglo XXI. Deberíamos entender el fenómeno como una postergación, excesivamente larga en el tiempo, de un proceso dinámico que habría de continuar incluso una vez terminado el proyecto. La Catedral es un edificio vivo, producto de su tiempo pero no menos de los diferentes tiempos por los que ha transitado. Dejarla tal como la vemos hoy sería aceptarla como un organismo muerto, fosilizada en su incapacidad de expresarse plenamente.
Es cierto que a todos nosotros nos costaría reconocer el perfil de Málaga si la imaginamos con dos torres en la Catedral. A muchos no les importaría demasiado, pero para otros podría producir un efecto incómodo. Podemos relativizar este hecho si tenemos en cuenta que de los últimos quinientos años sólo los malagueños de los postreros doscientos han vivido con una sola torre. Los anteriores ni siquiera vieron la actual, y muchos fueron los que la conocieron sin el crucero. El impacto que nosotros recibiríamos sería ínfimo frente al gozo de las siguientes generaciones, que podrían disfrutar, como algo ya dado y de toda la vida, de una catedral conclusa. En cualquier caso, es posible minimizar el efecto psicológico si las obras se prolongaran lo suficiente como para que nuestra vista y nuestro espíritu se fueran adaptando suavemente, de manera que al acabarse la obra nos pareciese que la segunda torre ha estado ahí desde siempre, y que nos cueste recordar como eran las cosas antes (¿Quién añora ya, por ejemplo, la calle Larios con tráfico?). Visto lo que en nuestra tierra se alargan las grandes obras, no debe ser difícil marcarse un plazo amplio.
Queda por último el argumento económico. La financiación debería contemplarse como un esfuerzo mixto, público y privado, en el que participaran de forma proporcional Estado, Junta y Ayuntamiento. Junto a la participación pública, la ciudadanía debería asumir el protagonismo, canalizando por sí misma un proyecto que debe ser expresión de la energía de Málaga, tal y como ocurría en el pasado. Una asociación o comisión delegada, formada por personalidades independientes, ajenas al juego político, podría encabezar el proyecto buscando financiación a través de donaciones de empresas y particulares, fiestas, conciertos, casetas, venta de productos y cualquier otra forma imaginativa de obtener recursos. Se hizo una vez y puede volver a hacerse. Ya hemos dicho que el tiempo no es un gran enemigo. No es necesario un gran esfuerzo económico en tres o cuatro años intensos, sino un trabajo continuado y una voluntad decidida. La ciudad asumiría el proyecto como algo propio, un objetivo con el que sentirnos orgullosos y aun más identificados con nuestro patrimonio, puesto que el mismo sería resultado más que visible del empeño de un pueblo.
Otras ciudades así lo han hecho. Colonia concluyó las torres de su catedral a finales del siglo XIX y hoy sigue siendo uno de los templos más significativos del gótico alemán. También en esta centuria Barcelona finalizó la fachada de su principal basílica. La Almudena de Madrid, como bien podemos recordar, se consagró a finales del XX. Astorga presentaba un caso similar al de Málaga, con una torre inconclusa en la fachada principal, que fue finalmente erigida nada menos que en la tardía fecha de 1965. Pero el mejor ejemplo de gran templo en construcción es la Sagrada Familia, que en breve será consagrada por el papa y cuya edificación está aun lejos de finalizarse. Sus obras son parte habitual del paisaje barcelonés y no por ello pierden toda la fuerza creativa del genial Gaudí.
En 2028 se cumplirán 500 años desde que la Catedral nueva, la que hoy disfrutamos, iniciara su andadura por impulso de Bernardino de Contreras, provisor del obispo César Riario. Un año después de aquel 1528 se iniciaban las obras y esa andadura que aun no ha tenido su feliz destino. Una ciudad no es capital cultural porque lo decida una comisión. Es cultural porque así la construyen y la sienten sus habitantes, su ciudadanía. Más allá de los eventos y las efemérides, la cultura se manifiesta en la cotidianidad de los actos ciudadanos, en el día a día de las prácticas humanas donde el pensamiento y la creatividad toman contacto con la realidad. Pero la ilusión, el afán de altos logros y la identificación con proyectos colectivos pueden ayudar a reanimar una vida cultural algo aletargada, a sacudirse injustificados complejos y emprender el camino hacia nuevos horizontes. Es el momento de asociar la cultura al desarrollo, abandonar insostenibles propuestas basadas en la depredación del suelo y trabajar por alternativas productivas. De aquí al 2028 tenemos una nueva oportunidad de concluir nuestra catedral, o lo que es lo mismo, de iniciar la construcción de una nueva ciudad más imaginativa y sin lastres, tal y como la soñaron nuestros antepasados.
SERGIO RUIZ MATEO

1 comentario:

Anónimo dijo...

Sergio tengo que hacerte varias preguntas al respecto, pero primero quiero saber por qué pones papa en minúscula? Es lo que más me ha gustado del artículo, jeje. Un saludo y ya en serio, enhorabuena por el artículo