NUESTRA ACTITUD ANTE EL DESASTRE. JUAN BONILLA.

El trampantojo de la injerencia en asuntos nacionales, sirve a muchos dictadores sanguinarios para mantenerse intactos

PUBLICADO EN DIARIO SUR 20.03.2011 -

Con este título publicó Borges uno de sus pocos textos comprometidos, ante la inminencia de la Segunda Guerra Mundial. Me parece un buen título para hacer, si no literatura comparada, comparación de actitudes -estoy hablando de los políticos, nuestros representantes, es decir, estoy hablando de nosotros- ante los desastres con que nos desayunamos estos días. Por un lado, el Apocalipsis japonés, el mordisco terrible del mar a una isla que sabe de Apocalipsis como nadie.

Con emocionante urgencia la comunidad internacional -como si se pusiera en el lugar donde ha acontecido el desastre- ha enviado toda la ayuda que ha podido, y Japón se ha llenado de héroes anónimos y extranjeros que están allí por si pueden hacer algo. Ante una declaración de guerra tan explícita como la pronunciada por el Océano Pacífico, ante una invasión de semejante violencia, el planeta entero se une, aterrorizado y empático, y los políticos no dudan en firmar los documentos pertinentes para dar salida al envío de tropas: bomberos, ingenieros, sanitarios, lo que sea.

Nuestro enemigo entonces es parte de lo que somos, la naturaleza, y contra su desafío y su voracidad aniquiladora, oponemos nuestra premisa principal: somos humanos, pertenecemos a un mismo equipo, esos muertos son nuestros muertos, precisamente porque ahí la política no tiene nada que ver. Ahora bien, cuando la política sí tiene que ver con un desastre, por muy evidente que sea ese desastre, las firmas en los papeles se demoran, las decisiones se toman tras prolongadas discusiones, la diplomacia hace de freno incluso cuando ese freno -por poco que frene, tres días, cinco días, dos semanas- significará un centenar más de muertos.

Caso Libia: ahí no nos dejan ser uno, la unanimidad mundial no se verá representada en el Consejo de Seguridad de la ONU, se demorarán las decisiones, los muertos, por decirlo así, no serán tan nuestros, a pesar de que Gadafi sea tan cruel -o más- que el Océano Pacífico. Si hace un año tan sólo hubiera sido impensable que su pueblo esclavizado se rebelara contra sus indómitas crueldades, y por lo tanto hubiera sido imposible una intervención a favor de la liberación de un pueblo -porque para que ésta se dé, ese pueblo ha de sacrificar a algunos para hacer tomar conciencia al mundo de que está dispuesto a rebelarse-, ahora, una vez rebelado el pueblo, parecía de cajón que les ayudaríamos a vencer la tiranía en la que vivían.

Pues no ha sido así, y es cierto que buena parte de culpa de esa demora se haya debido a que los rebeldes, en los primeros días de su despertar, cuando las ciudades de la franja derecha del país caían en sus manos con visible facilidad y llegaban ellos, por su propio ánimo a las puertas de Trípoli, exclamaban orgullosos de su fuerza: no necesitamos de ayuda internacional, esto es un asunto nuestro. Decir eso, dio alas a Gadafi: que no teme bombardear ciudades sin escoger puntos estratégicos, sembrar el territorio perdido de muertos, y sacar todas sus fuerzas para recobrar lo que había ido perdiendo, mientras el mundo seguía la guerra civil como si fuera un partido de fútbol en el que un equipo pequeño, en la primera parte, acorrala a uno grande, sin darse cuenta de que la fatiga les empequeñecería aún más cuando las fuerzas le abandonasen.

Nuestra actitud ante ese desastre, ante el tsunami Gadafi, por decirlo mal, ha sido, como de costumbre cuando es la ONU quien nos representa, de lo más decepcionante. Se ha tardado, y se ha tardado mucho, en dictar una resolución que proteja a quienes, por contagio de lo sucedido en Túnez y en Egipto, cuyos sátrapas son Gandhi al lado de Gadafi, decidieron que había llegado la hora de levantarse.

El trampantojo de la injerencia en asuntos nacionales, sirve a muchos dictadores sanguinarios para mantenerse intactos, siempre que no cometan, en sus delirantes anhelos de grandeza, el error de expandirse, siempre que no invadan un territorio vecino o financien con una cuenta bancaria de la que son titulares a un itinerante grupo terrorista. Basta con que se estén quietecitos, matando y encarcelando y torturando sólo a los suyos, porque en esos casos, las víctimas no parecen ser nuestras, según el derecho internacional, uno de los grandes protectores de tsunamis nacionales o regionales.

Todo esto hace pensar en la utilidad de una organización como la ONU, que emite a diario cientos de documentos de más o menos importancia, pero que a la hora de las grandes decisiones siempre se encuentra taponada por la disparidad de criterios de su Consejo de Seguridad, donde China -¡China!- puede apelar a criterios morales para impedir una intervención. Es difícil no acordarse de España y su guerra civil, aunque en nuestro caso el levantamiento fue militar -es decir, desde arriba- y quien quedó abajo desde el principio fue el pueblo, que en Libia es el que se ha levantado. En ambos casos se quedó solo, unas semanas, unos meses, el tiempo suficiente como para dar alas a quien tenía la fuerza militar para acabar con toda esperanza.

Si hubiera sido el apacible Mediterráneo el que hubiera decidido darle un buen bocado a las costas libias, no hubiéramos tardado ni un minuto en enviar refuerzos para paliar la sangría. Pero es Gadafi: sus muertos no mueren de causa natural -nunca mejor dicho cuando es la naturaleza la que mata- y para poner fin a su crueldad y a sus delirios, hacen falta muchas firmas en muchos papeles, y tardan en llegar, y cuando llegan, ya han muerto muchos más de los que son siempre necesarios para que el mundo entero se dé cuenta de algo.

No sé si la resolución de la ONU llega a tiempo de evitar que Gadafi siga donde ha estado, con las palmaditas en la espalda de muchos de nuestros gobernantes, Aznar y Zapatero entre ellos, pero tal vez haría falta en el Consejo de Seguridad de la ONU un poeta que supiera leer las metáforas de la realidad, y convencer a los demás de que nuestra actitud ante el desastre debe ser siempre la misma, ponernos en el lugar de las víctimas, ya sea el Pacífico o un tirano el causante del desastre.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Lo de China clama al cielo. Pero el mundo que vivimos es un mundo repleto de contradicciones y de mentiras. Juan Subirón