PAUL AUSTER: SUNSET PARK. ROSA HERRERO SALINERO

Paul Auster: Sunset Park. Barcelona, Anagrama, 2010.
Sunset Park se centra en un joven, Miles Heller y en las personas que lo rodean en su estancia en Florida y en Nueva York. Esta última ciudad siempre aparece en las novelas de Auster como un personaje más; en este caso, es un barrio, Sunset Park, el que da nombre a la obra. Aquí vivirá el protagonista con otros jóvenes okupas hasta que llegue el momento de vencer a sus miedos.

Los problemas familiares y la culpa llevan al brillante Miles a abandonar Nueva York y empezar de cero, huyendo de su familia y de un prometedor futuro en el terreno de la literatura. Una chica se cruza en su camino y se ve obligado a regresar y a enfrentarse a todo aquello que dejó atrás.

El mundo editorial, el refugio de la lectura, los problemas de la juventud, etc., se unen a la crisis económica y social de nuestro tiempo en una obra que defiende la importancia del presente, “el ahora que está aquí y ya no está, el momento que se ha ido para siempre”.
ROSA HERRERO SALINERO

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Te dejo un artículo de la semana pasada de Juan Manuel de Prada sobre los últimos libros de Juan Manuel de Prada.
Durante años leí con alborozo y asombro las narraciones de Paul Auster, uno de los escritores más encandiladores que jamás hayan caído en mis manos. Me subyugaba la aparente levedad de sus tramas, en las que Auster iba infiltrando perplejidades azarosas que -casi imperceptiblemente- envolvían a sus personajes en una telaraña de zozobras, hasta convertir sus existencias -risueñas, mansas, muy amablemente rutinarias- en infiernos acechados por la angustia y la autodestrucción. Y me subyugaba, sobre todo, la habilidad de prestidigitador con la que Auster lograba este efecto: uno tenía la impresión de estar leyendo una apacible novela de costumbres que, de repente, se metamorfoseaba en desazonante novela de intriga; y, sin solución de continuidad, los vericuetos de esa intriga se adentraban en pasadizos de sombra hasta desembocar en una suerte de pesadilla metafísica. Aquella magia, agazapada y a la vez deslumbrante, sostenida por una pasmosa alegría de contar y una capacidad inimitable para construir situaciones en las que lo inverosímil se tornaba cotidiano, convertía obras como La trilogía de Nueva York, El palacio de la luna, Leviatán o El libro de las ilusiones en auténticos festines. Me recuerdo leyendo aquellos libros en un estado de jubilosa trepidación interior, como quien se adentra en una cueva abarrotada de innumerables tesoros, seguro de que el descubrimiento de tesoros sucesivos me brindaría nuevos motivos de estupor y regocijo, nunca previsibles, nunca repetidos.

Anónimo dijo...

Creo que aquel estado de gracia en que se desenvolvían las novelas de Auster era el resultado de una perfecta aleación entre un universo especulativo, mental (al estilo de Borges, para entendernos) y un universo mucho más «carnal», en donde la lucha por la supervivencia, el vagabundaje, la búsqueda de la propia identidad adquirían cualidades épicas; y, por supuesto, en la sabiduría del autor para tejer, con ingredientes tan contradictorios a primera vista, una arquitectura en apariencia sencilla que escondía infinitas complejidades. Hubo un momento, sin embargo, en que esa aleación se resquebrajó: las novelas de Auster empezaron a congestionarse de un excesivo lastre especulativo, a internarse en los laberintos onanistas de la metaficción (Viajes por el Scriptorium, Un hombre en la oscuridad), que lo conducían hacia callejones sin salida; o bien probaron a desprenderse de ese componente que antes las sazonaba en la exacta dosis, para tornarse más anodinas y convencionales, como ocurre en Brooklyn Follies o la reciente Sunset Park, en donde parece que Auster escribe con el piloto automático puesto, fiado de su facilidad fabuladora, transmitiendo una impresión de pereza o hastío. Es como, si de repente, el prestidigitador hubiese decidido exponer a la luz sus trucos; y lo que antes parecía milagroso se revelara maquinal, cansino, puro recurso de repertorio.

En Sunset Park están presentes todos los asuntos predilectos de Auster: las relaciones conflictivas entre padres e hijos, los secretos familiares que pesan sobre la conciencia como una losa, la vocación (o necesidad) de pérdida y aislamiento. Y está presente también esa caricia de lo aleatorio, que acaba vinculando férreamente a sus personajes, como una brisa que funde sus destinos. Pero falta esa levadura secreta que hacía irresistibles sus tramas, bifurcándolas subterráneamente, hasta convertir la realidad en una telaraña de zozobras; y, faltando esa levadura, la historia (o agregación mostrenca de historias, que así en definitiva se configura Sunset Park) se enturbia de inanidad, de estereotipos endebles, de fórmulas consabidas, hasta hacerse tediosa y... (cuesta aplicar este epíteto a un escritor tan dotado) chapucera, con digresiones llenas de topicazos sonrojantes sobre la crisis económica, el futuro incierto del libro o la persecución sufrida por escritores en China o en el mundo musulmán, más propias de un artículo de periódico (de un artículo mazorral, convendría añadir) que de una novela.

Sorprendentemente, esta decadencia austeriana coincide con la época en que el autor ha alcanzado mayor éxito de ventas, en que los premios y reconocimientos públicos le llueven por doquier, en que su ritmo de publicación se parece cada vez más al de una cadena de montaje. Paradoja que suele repetirse mucho en nuestra época, en la que parece que para granjearse el aplauso académico y popular hay que dejarse en la aduana los signos distintivos del talento, o degradarlos hasta hacerlos irreconocibles.