EN DOCE AÑOS, HITLER Y STALIN MATARON A 14 MILLONES DE PERSONAS. CÉSAR COCA


HITLER Y STALIN
PUBLICADO EN DIARIO SUR

Una mañana de primavera, en 1933, los ciudadanos de Járkov (Ucrania) que acudían al mercado vieron a un niño de pocos meses aferrado al pecho de su madre, succionando con desesperación una última gota de leche. La madre, apenas un esqueleto, llevaba muerta unas horas y su cuerpo yacía sobre una montaña de cadáveres. Los transeúntes no se detuvieron a contemplar la escena, ni acudieron en socorro del bebé. Ni siquiera comentaron nada entre ellos. En Ucrania, en aquellos días terribles, la muerte por inanición había dejado de ser noticia para convertirse en rutina. Cada día fallecían miles de personas que se habían consumido hasta quedar convertidas en huesos y piel. Stalin los había sometido a la hambruna más terrible que se ha dictado nunca.

Unos centenares de kilómetros al oeste, Hitler empezaba a trazar las líneas maestras de un plan que pretendía terminar con algunos millones más. Los dos dictadores crearon eficaces máquinas de matar. Tanto que en los años transcurridos entre 1933 y 1945 acabaron con la vida de 14 millones de seres humanos, sin contar los caídos en el frente de batalla. Muertos en los campos de concentración, pero sobre todo en fusilamientos masivos o por hambre y frío. 'Tierras de sangre. Europa entre Hitler y Stalin', de Timothy Snyder (Ed. Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores), un profesor de Yale especializado en historia de Europa central y del este, da cuenta del horror vivido en esa zona del continente a partir de documentos hasta ahora inéditos y testimonios de las víctimas.

Situemos geográficamente el infierno: una amplia región delimitada al norte por la ciudad de Leningrado, que se extiende por las repúblicas bálticas, llega a la mitad de Polonia y continúa hacia el sur hasta el mar Negro. En esa área se encuentra incluida Ucrania, objeto de deseo tanto de los soviéticos como de los alemanes porque su riquísima agricultura garantizaba el sustento a decenas de millones de personas.

La hambruna de Ucrania encabeza la clasificación de atrocidades del siglo XX. El plan quinquenal 1928-32 había terminado con un saldo de decenas de miles de fusilados y centenares de miles de muertos por agotamiento. Eran trabajadores extenuados, incapaces de cumplir los objetivos marcados por el Gobierno y sus caciques locales, que los exprimían al máximo para hacer méritos ante el comité central del PCUS. En 1933, Stalin dio otra vuelta de tuerca con unas exigencias de entrega de cereales tan grandes que no había explotación que pudiera cumplirlas.

Comenzaron entonces las requisas, con los comisarios políticos de cada región apuntando a todo aquel a quien consideraran enemigo del régimen. Muchos campesinos se vieron obligados a entregar las semillas para la siembra de la siguiente campaña, aún a sabiendas de que se estaban condenando.

Así fue. Cuenta Snyder que Stalin dictó unas instrucciones rigurosas: el campesino que moría lentamente de hambre era, pese a las apariencias, un saboteador que trabajaba para el capitalismo con el objeto de desprestigiar a la URSS. Una retorcida forma de entender la realidad, pero no tan extraña en Stalin: durante la guerra, dispuso que se tratara como traidores a los soldados soviéticos apresados por los alemanes y que se represaliara a sus familias. No se le puede acusar de incoherencia: cuando su propio hijo cayó prisionero, su nuera fue encarcelada.

En las grandes ciudades, Kiev y Járkov sobre todo, los ucranianos morían por miles cada día y los cadáveres se apilaban en la calle, a menudo junto a los lugares donde se formaban las colas para conseguir un mendrugo de pan. En el año maldito de 1933, el mismo en que Hitler llegaba al poder, la esperanza de vida al nacer en Ucrania era de siete años. Snyder ha recogido numerosos testimonios de canibalismo, que se dieron también durante el asedio alemán a Leningrado. Un comunista de la región de Járkov elevó un informe en el que decía que solo se podría cubrir el cupo de carne si utilizaba seres humanos. Al parecer, también existía un mercado negro. Ese año, los tribunales locales condenaron a 2.500 personas por canibalismo.

Las hambrunas se extendieron en años siguientes a Kazajastán y Rusia. El censo de población de 1937 contabilizó ocho millones de personas menos de las previstas en esas regiones: era el efecto inevitable de los fallecimientos en masa y de los niños que no habían nacido. Stalin resolvió el problema por la vía más directa: mandó fusilar a los demógrafos que habían hecho el estudio.

Al finalizar la década, las matanzas mayores se dieron en otras zonas. En apenas dos años, unos 250.000 soviéticos fueron ejecutados por razones étnicas. La persecución era tan evidente, cuenta Snyder, que un polaco que viviera en Leningrado tenía 34 veces más posibilidades de ser arrestado que un ruso. Otro medio millón de soviéticos fueron pasados por las armas por razones diversas.

Escenario del horror también fue Polonia. Durante una sola noche, en febrero de 1940, casi 140.000 polacos fueron sacados de sus casas y conducidos a trenes de mercancías para ser trasladados a Kazajastán o Siberia. En el exterior, la temperatura rozaba los 40 grados bajo cero. El Gobierno soviético quería deshacerse de grupos de ciudadanos que amenazaban el nuevo orden. Y lo consiguió: al llegar a su destino, muchos vagones eran verdaderos almacenes de cadáveres. Antes de desplomarse para siempre, algunos habían logrado escribir unas líneas en trozos de papel que arrojaron por las rendijas de los vagones. Querían que quedara testimonio de su final.

Beria, el jefe del Servicio Secreto de la URSS, puso en marcha una operación contra los militares polaco en marzo de ese mismo año. Se hicieron miles de detenciones y había un cupo de ejecuciones: el 97% de los capturados pasó por el pelotón de fusilamiento.

Al oeste, en la zona ocupada por los alemanes, el terror llevaba distinto uniforme pero era igual en su esencia. El gueto de Varsovia, en el que murieron los judíos por decenas de miles, se convirtió en una atracción para los turistas alemanes. Incluso la guía Baedeker lo incluyó en la edición de 1943. Fuera de la capital, miles de prisioneros soviéticos morían cada semana en el transporte en trenes.

Los judíos ante todo

En 1942, en Minsk, los soldados alemanes dispararon o apuñalaron hasta la muerte a casi 3.500 judíos -incluidos mujeres y niños- en un solo día. Las autoridades del gueto de la ciudad se habían negado a proporcionar un cupo de condenados y eso desató la carnicería. Otros muchos murieron gaseados. Las mujeres, con frecuencia, eran violadas antes de entrar en las cámaras o recibir un tiro en la nuca. O en los genitales, como relatan supervivientes del genocidio.

¿Qué pensaban los ejecutores de esas matanzas? Snyder cuenta que Stalin nunca vio los efectos de las hambrunas que ordenó, de la misma forma que Hitler no visitaba los guetos o los campos de concentración. Pero entre quienes estaban en contacto con los elegidos para la muerte los había entusiasmados con su tarea. Es el caso de Irmfried Eberl, un doctor en Medicina que había dirigido dos centros de 'eutanasia' y recibió el encargo de supervisar la construcción del campo de exterminio de Treblinka, donde murieron más de 750.000 personas. Durante las obras, escribió a su mujer: «Me va muy bien. Hay un montón de cosas que hacer y es divertido». Eberl fue cesado porque pedía tantos contingentes de judíos para su campo que llegó a saturar las cámaras de gas.

En total, murieron 14 millones de personas.

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