LA CHABOLA DE LOS CINCO DESEOS. ISABEL NÚÑEZ

LA CHABOLA DE LOS CINCO DESEOS


La web turística de Alcalá de Guadaíra, al lado de Sevilla, no miente: «En Alcalá no se aburrirá. Porque además de que hay mucho que ver, hay mucho que hacer. (...) Encontrará que los niños tienen un papel protagonista...». Solo hay que acercarse a la Vereda del Cerezo, una carretera, más bien un camino de cabras flanqueado desde hace una década por chabolas llenas de críos: rubios, morenos, grandes, pequeños, con zapatillas de felpa, descalzos... Sin agua corriente -una vez a la semana viene un camión y les llena unas cisternas de plástico- y sin electricidad desde que hace tres años se rompió un transformador. Sí, hay ratas olfateando en la oscuridad... De noche, los niños las oyen acercarse, encogen las piernas y se apretujan más en la misma cama. No es un cuadro dibujado con exageración. Esfuerzan la vista para detectarlas a la luz de las velas que, junto a las mantas, los cartones y el papel amenazan con provocar el desastre. Aun así, les muerden.

En algunos casos, como techo, las estrellas. Ahora en invierno, si cae agua -eso no son goteras, son torrenteras-, los pequeños (y los mayores) duermen sobre colchones húmedos, y se tapan las piernas salpicadas de heridas e hinchadas por el frío con una manta de Betty Boop, otra de la Sirenita, una colcha, dos sábanas, de nuevo una manta de cuadros... «Cuando empieza a llover, empezamos también nosotros a llorar», dice una joven madre. Allí, donde viven unas 40 personas, todas emparentadas, más de la mitad niños, el invierno es duro. También el verano, con los pequeñajos corriendo con el culo al aire sobre la tierra rojiza ardiendo al sol. Mejor eso que freírse a 50 grados bajo un techo de uralita.

Esto no se parece mucho a los poblados de gitanos de los reportajes en televisión, con carreras de coches y palmas a ritmo de rumbitas. Aquí no hay nada. Cuatro hombres para sacar adelante a todos. Tres discapacitados graves en viejas sillas de ruedas. Mujeres cargadas de hijos, algunas hasta con diez. Hacen lo que pueden; intentan vender chatarra, pero ni tienen coche ni carné para transportarla. Compraron un mulo, pero como no podían alimentarlo se les quedó canijo y hubo que venderlo. Algunos vecinos les dan comida y una vez al mes pasa el Banco de Alimentos, pero sin neveras se les pierden. Sobreviven con las ayudas, unos 2.000 euros cada seis meses por familia, y la mendicidad, explica María José Lera, profesora de Psicología en la Universidad de Sevilla. «Están tan mal, tan perdidos, que ni se les ocurre ocupar una casa».

Un buen día de 2004, Lera llegó a su nueva residencia, en una carretera paralela, y se encontró a «unos niños solos, vagando en pelotas entre la basura». Paró el coche y preguntó. Un asentamiento del que nadie tenía conocimiento en Alcalá de Guadaíra. «Las chicas jóvenes, con 20 años, no saben leer ni escribir. Qué decir de los mayores...», explica. «Al menos, los críos no faltan ya a la escuela desde que el autobús se acerca cada día a cogerlos». Con esta reclamación hubo suerte. La profesora no ha dejado de denunciar la situación ante las autoridades sin mucha respuesta.

Pero durante las pasadas fiestas no todo ha sido tan terrible. Cada año desde hace seis, en la Vereda no esperan la llegada de barbudos disfrazados. Son la profesora Lera y sus estudiantes (unos 200) los que aparecen una mañana de noviembre para preguntarles por 'Los cinco deseos'. Y antes de Navidad regresan con los regalos. Quiere que sus alumnos vean cómo es esta realidad y se desprendan de estereotipos: «Algunos piensan que les van a robar la cartera y cuando llegan allí y se encuentran a estos niños sin zapatos pero con una sonrisa... Hay viejos alumnos que siguen viniendo».

Se han hecho tan famosos que se acercan otros niños gitanos que viven con unas condiciones mejores que las de la Vereda. Y aquí se ven las diferencias, explica la profesora: «Mientras estos nos piden la 'play station' y cosas así, los nuestros te sorprenden con ¡un paquete de macarrones o un rollo de mortadela!, como nos dijo un crío de 3 años». Lera los ha visto crecer. El problema llega en la adolescencia, al darse cuenta de que son distintos. «Una chica guapísima, Saray, de 14 años, me ha pedido este año cirugía estética para la quemadura de su cara, provocada por una candela, porque en el instituto se ríen de ella. Seguramente se quedará embarazada pronto. Y con los chicos es peor. Su hermano y su primo, de la misma edad, estaban robando unas aceitunas y les pegaron unos perdigonazos. Ahí siguen, con el plomo en el cuerpo».

Ajenos a lo que les espera, los más pequeños ríen mientras se caen de la bicicleta o arrancan con dientes sucios un pedazo de embutido. Pero no son tontos, lo que quieren no lo pueden tener; lloran cuando los psicólogos se van. No les sueltan. Les quieren viviendo allí, con sus ratas, sus velas y su porquería. Que les traten como a personas, ése es su deseo. Si su situación no fuera tan penosa, no necesitarían los otros cuatro.

PUBLICADO EN DIARIO SUR

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