FRAGA Y LA LIBERTAD. UNA PASIÓN TARDÍA. ANTONIO ELORZA

UNA PASIÓN TARDÍA. ANTONIO ELORZA

Manuel Fraga fue el prototipo de una personalidad autoritaria. Cuando el relato de su vida destaca la sucesión de posiciones políticas en apariencia contradictorias, desde su lealtad al franquismo y a Franco, que nunca desmentirá, a su implicación sincera en el proceso de incorporación de la derecha a la democracia, es necesario tener en cuenta que siempre hubo un hilo rojo explicativo de su conducta: una adhesión sin reservas al orden establecido, del cual derivaba la autoridad legítima, frente a cualquier tipo de subversión, la de la oposición democrática hasta 1976 o la del 23-F.

Firme en sus lealtades, Fraga fue un hombre siempre seguro de sí mismo, escasamente dispuesto a admitir que alguien frente a él pudiera tener la razón. Su adscripción a los principios de autoridad y jerarquía era manifiesta en todos los órdenes de la vida, no solo en la política, sino también, para quienes fuimos sus alumnos, en la universitaria, y por los datos disponibles, sin que ello afectara al sentimiento, en la familiar. De ahí el gran acierto de Aznar al poner en sus manos una carta de dimisión al ser nombrado al frente del PP: nada podía ser más grato a Fraga que tal reconocimiento pleno de su auctoritas.

Esa vocación dominadora no era secreto alguno para quienes siguieron sus cursos en Políticas y Económicas, en vísperas de su ascenso en 1962, cuando ya los estudiantes le montaban escenas jocosas sobre su ambición, presentando en el Paso del Ecuador a una señora Friega y Barre sobre la cual “no hay secreto, no hay misterio, va buscando un Ministerio”. Su ya notoria puntualidad tenía el coste de ser llamado “el abominable hombre de las nueve”, hora en que cerraba la puerta al llegar a clase, incluso al estudiante que llegara a sus espaldas (Aquí había algo de trampa, porque la clase acababa a las diez menos cuarto, pero no para tarea oficial alguna, sino para acudir a un gimnasio en la calle Casado del Alisal).

Pero por encima de eso era respetado. Sus clases eran milimétricamente precisas, apoyadas en torres de fichas, con su texto pronunciado con la mirada puesta a la intersección de la pared frontal y el techo. En mi tiempo, chicos y chicas separadas. Su libro de referencia, La crisis del Estado, como admirador de Carl Schmitt, resultaba indigesto, pero las clases eran muy informativas. Cumplía a fondo con su tarea docente.

Ministro entre 1962 y 1969, Fraga concebirá primero su papel como puesta en marcha de un reformismo fiel al régimen. En 1965 declara al Times que el futuro de España sería monárquico, después de una transición reformadora impulsada ¡desde el Movimiento Nacional! Y en ese juego va a instalarse, no dudando como ministro de Información en implicarse a fondo al avalar decisiones represivas, frente a intelectuales, sindicalistas, comunistas, con la ejecución ilegal de Grimau como momento culminante. Nunca renegará de esa conducta, prolongada luego hasta la declaración del estado de excepción y la siniestra manipulación del asesinato del estudiante Ruano. No creo tampoco que los demócratas deban perdonárselo.

Paralelamente, amén de su eficacia en la racionalización del turismo, ahí está la Ley de Prensa, que hoy puede parecer limitada y contradictoria, que incluyó políticas de persecución como la llevada a cabo contra Ruedo Ibérico, pero al mismo tiempo hizo posible entre zigzags comprar periódicos legibles como Madrid, que muchas veces pasara Le Monde y que pudieran llegar libros y autores hasta entonces condenados. Y también gotas del nuevo cine, en salas “de arte y ensayo”.

Siempre entre explosiones. Cuando en una arriesgada presentación pública de la ley en el Paraninfo de la Complutense los estudiantes ridiculizaron su imagen como paladín de la libertad —había permitido que Conchita Montes dijera furcia en una comedia de Achard—, su estallido de ira solo tuvo comparación con el monumental pateo recibido. Un ejemplo entre muchos. Su capacidad de aguante era mínima.

Entre la política de autoridad a ultranza del régimen, que defendía, y la exigencia de modernización, algo de lo cual era muy consciente, Fraga intenta entonces la transformación de la dictadura, cargada de residuos totalitarios, en un auténtico régimen autoritario, que el franquismo, por mucho que escribiese Linz, no era. A Fraga le gustaba la Baviera de Franz Josef Strauss. Pero ni Franco ni su entorno estaban dispuestos a admitir la transformación. Las iniciativas de cambio desde dentro fracasan, lo cual en definitiva viene bien a la imagen de Fraga. Así, cuando el régimen entre en un callejón sin salida agónico, desde su Embajada en Londres podrá aparecer como la solución de cambio conservador: Fragamanlis, un Caramanlis español.

No obstante, Fraga seguía encerrado con su juguete preferido: la autoridad. En 1973 dirige y prologa la serie de estudios La España de los 70: su introducción es inequívoca en cuanto a ver en la democracia la precondición para que se afirmen los procesos de modernización. Sin embargo, llegado a hablar de España, las reformas propuestas eluden la política. Hasta en su etapa de ministro de Gobernación en 1975-1976, cuando introduce la referencia a Cánovas, siempre ve el cambio como algo que desde su poder tendrá unos límites por él trazados; más allá solo está la inevitable represión. En las declaraciones como ministro a The New York Times, de enero de 1976, dibuja con perfiles precisos esa concepción: “La libertad tiene que estar establecida por un hombre fuerte”, dispuesto a “hacer cosas no agradables” y a no admitir presión alguna.

De cara a la transición democrática, seguía pensando lo mismo que en su condena de las utopías del 68. Y así fue, con la mortífera represión de Vitoria. Solo faltó para aislarle otra entrevista al mismo diario americano, en junio de 1976, aceptando a medio plazo una legalización del PCE, con lo cual se enajenó a la derecha franquista. Autoritarismo y realismo político en oscilación pendular. Las posibilidades de Fraga como líder nacional habían acabado.

Paradójicamente, la democracia le vino bien, una vez privado de toda posible actuación gubernamental. Ahora era el sistema político el que le imponía los límites y podía entrar en juego la capacidad política de Fraga, con su sentido de la realidad y un dinamismo organizativo donde se asociaban firmeza y eficacia. Al veterano franquista le encantó participar en la redacción de una ley fundamental democrática y, tras superar muchos obstáculos, forjar desde los residuos del franquismo un partido conservador de gobierno. Luego vino el importante premio de consolación, con la presidencia de su amada Galicia. En sus últimos años, Fraga pudo ser políticamente feliz. Nunca se arrepintió de aquello de que hubiera debido arrepentirse.

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