NOVELAS Y GUERRA CIVIL. JOSÉ CARLOS MAINER

¿DEMASIADAS NOVELAS DE LA GUERRA CIVIL?

Es favorable para la buena convivencia que sigamos hablando en España de la Guerra Civil? ¿Lo es que los judíos hablen del Holocausto y que la sombra de la colaboración siga sobresaltando la conciencia francesa, que los años del maccarthismo graviten sobre la memoria de los liberales de Estados Unidos, o que el Ventennio fascista acongoje todavía a muchos italianos en pleno circo berlusconiano? Sí, por supuesto. Que una sociedad sana tenga algunos muertos en el armario favorece el ejercicio colectivo de la comprensión y la lucidez; como el inolvidable Tony Judt recordó, el éxito político de la Europa posterior a 1945 se basó en la práctica del remordimiento.

Se dice que la Guerra Civil española ha suscitado más literatura que la Segunda Guerra Mundial. Seguramente se exagera mucho, aunque la historiadora Maryse Bertrand realizó una bibliografía -sólo de novelas- que en los años ochenta totalizaba más de dos mil entradas.

Entre ellas hay títulos inmarcesibles como 'Por quién doblan las campanas', de Hemingway; 'L'espoir', de Malraux; 'Los grandes cementerios bajo la luna', de Bernanos, y 'El agente confidencial', de Graham Greene. La sombra de la guerra transitaba también por esa estimulante maravilla que sigue siendo Casablanca, el filme de Michel Curtiz, pero también ocupaba un lugar en 'No soy Stiller', de Max Frisch, o en 'La pena de Bélgica', de Hugo Claus, por ejemplo.

Mientras Franco vivió, el mundo tuvo presente una divisoria de campos que no había cauterizado la victoria de 1945; el último episodio de aquella movilización emocional fueron las manifestaciones ante las embajadas españolas en el dramático otoño de 1975, después de las últimas ejecuciones dictadas por aquel anciano fanático y cruel. La Guerra Civil fue un episodio universal que amalgamó lo folclórico inevitable y la mala conciencia, la emotividad y la razón y ha sido emblema generacional e incluso transgeneracional en todo el mundo.

En contadas ocasiones, el balance literario español proporcionó obras de gran magnitud, con una excepción que hay que colocar de entrada: la narrativa del exilio. Los desterrados compraron su libertad en moneda de extrañamiento de su público natural y vivieron el destino de la mujer de Lot: se quedaron mirando atrás, incapaces de nuevos temas y, a menudo, lúcidamente incómodos por esa circunstancia. Pero el resultado estético e ideológico fue notable.

A la guerra dedicaron gran parte de su obra el olvidadísimo Virgilio Botella Pastor y el algo más recordado Manuel Andújar, autor de la saga 'Lares y penares' que va de 'Cristal herido' (1945) a 'Cita de fantasmas' y 'La voz y la sangre', ambas de 1984. Pero el ciclo más vivo -y el mejor- sobre la guerra es 'El laberinto mágico', de Max Aub: después de 'Campo cerrado' (1943, escrito en los días franceses de 1939 vinieron 'Campo de sangre' (1945), 'Campo abierto' (1951), 'Campo del Moro' (1963), 'Campo francés' (1965) y 'Campo de los almendros' (1968), además de algunos títulos conexos.

Otros contemplaron la guerra desde el exilio de modo más metafórico. La respuesta narrativa de Francisco Ayala fueron dos preciosos libros de 1949: 'Los usurpadores' agrupa relatos históricos, donde el poder se transforma en violencia ejercida sobre el prójimo, y se remata con un 'Diálogo de los muertos' que es el único texto directamente relacionado con la guerra; 'La cabeza del cordero' se compuso de cuatro cuentos de la guerra que exploran el drama de la culpa individual que hubo tras la sangría colectiva. Ramón J. Sender escribió un reportaje fascinante, 'Contraataque' (1938), y luego prefirió formas más metafóricas de evocar la contienda. 'Crónica del alba' fue un prodigioso exorcismo que arranca de un campo de refugiados y de la muerte del autor de esos recuerdos para ir avanzando en busca de la luz del alba, de la niñez, del milagro de vivir. En cambio, 'El rey y la reina' (1947) y 'Mosén Millán' (1953), dos novelas «en» la guerra, exploraron el misterio de la culpa, que adoptó una liturgia enigmática e inquietante en 'La esfera' (1949).

Literatura de la victoria

Frente a estas grandes novelas, las escritas en la España de la victoria dieron una talla muy escasa. No hay tema literario si no es conquistado y discutido, pero no se disputa sobre lo que se atribuye a la perversidad innata de los otros o a la divina providencia. 'Javier Mariño' (1942), de Gonzalo Torrente Ballester, es la mejor novela fascista (que no es mucho decir); 'Madrid de Corte a Cheka' (1939), de Foxá, es un pastiche valleinclaniano estropeado por la elementalidad folletinesca; 'La fiel infantería' (1942), de Rafael García Serrano, tiene demasiada caspa cuartelera y exceso de testosterona. Y todo empeora si descendemos a los testimonios de «cautivos de la horda»: 'Chekas de Madrid', de Tomás Borrás; 'Madridgrado', de Francisco Camba, y 'Una isla en el mar Rojo', de Wenceslao Fernández Flórez.

Ni siquiera Pío Baroja (que escribió incansablemente sobre la Guerra Civil entre 1937 y 1951) acertó a separar su miedo y sus prejuicios de un fondo ideológico liberal, laico y pesimista que sólo alguna vez aflora.

Convertido el 18 de julio en una referencia que no cabía discutir, la mejor cosecha se halla en quienes abordaron indirectamente la catástrofe: aparece como oscuro germen de todo en 'El Jarama' (1956), de Sánchez Ferlosio, o en 'Los bravos' (1955), de Jesús Fernández Santos, o como lejana memoria infantil en 'Duelo en el Paraíso' (1957), de Juan Goytisolo; 'Cabeza rapada' (1958), de Jesús Fernández Santos, y 'Los hijos muertos' (1958) y 'Primera memoria' (1960), de Ana María Matute. Pero es significativo que los poemas fueron a menudo más explícitos en su diagnóstico que las novelas.

En 1953, acertaron a abordar el tema Miguel Delibes y José María Gironella, dos excombatientes franquistas, poniéndolo algo más allá de la doctrina obligatoria: el primero, en el cáustico relato 'Mi idolatrado hijo Sisí'; el segundo, adoptando el punto de vista de un católico convencido a través de su héroe, un muchacho en el camino de la conversión e inserto en un núcleo familiar bastante sofocante. Pero el friso de personajes secundarios, aunque muy convencionales, resucitó una España diferente donde había socialistas, anarquistas, comunistas, carlistas y falangistas.

Ambos supusieron, en todo caso, el primer acercamiento de la timorata clase media a un nombre prohibido: el de «guerra civil». La conquista real de ese sintagma se dio más adelante, en 1965-1970, al paso de éxitos de venta tan merecidos como 'Tres días de julio', de Luis Romero, o 'Las últimas banderas', de Ángel María de Lera, primera novela escrita desde el punto de vista de los combatientes de la República. El punto culminante de esta reflexión lo logró una novela honesta e intensa -'Cinco horas con Mario' (1966), de Miguel Delibes- y una explosión narrativa brillante aunque caprichosa, 'San Camilo 1936' (1969), que volvió a colocar el nombre de Camilo J. Cela en el centro de la literatura española de su tiempo.

El nuevo clima

Estábamos ya en un nuevo clima: la percepción de la guerra como una trama secreta del presente que sólo se descubriría en forma de un exorcismo colectivo. Eso fue lo que vio muy bien Juan Marsé en un libro capital, 'Si te dicen que caí' (1973), que marcó una frontera que ya antes había tanteado Juan Goytisolo en 'Señas de identidad' (1966), novela grávida de toda la historia reciente, desde la Guerra Civil hasta la revolución cubana y los primeros síntomas de 1968. La pesca de arrastre se convirtió en un recurso general.

Juan Benet, un especialista por libre en la historia militar de 1936, puso la memoria de la guerra en el ¿centro? del confuso y fascinante magma que se empezó a desplegar en 'Volverás a Región (1967) y que llegó hasta 'Herrumbrosas lanzas' (1983-1986). 'Juan Iturralde' hizo algo parecido en una novela coral que presenta el mundo de los tribunales populares en el Madrid cercado de 1936: 'Días de llamas' (1979).

Poco antes, Carmen Martín Gaite -que admiraba ese relato- había experimentado la urgencia de escribir 'El cuarto de atrás' (1978) a partir de la imagen de Carmencita Franco en el televisor, el 21 de noviembre de 1975, cuando un impertinente y enigmático médium la llamó a explorar las cenagosas aguas del pasado y de sí misma. También el demasiado olvidado Antonio Rabinad, en 'Memento mori' (1983), hizo aflorar una historia del pasado en la que -como en muchas de Marsé- todo oscilaba entre la vivencia y la mentira.

Ellos enseñaron a una generación más joven que mirar al pasado ayuda a reconocernos en el presente. Por eso, cundieron los libros donde el escritor iba a la busca de su tema, la parte que le tocaba de la guerra de todos: lo ha hecho Antonio Muñoz Molina en 'Beatus ille' (1986), 'El jinete polaco' (1991) y 'La noche de los tiempos' (2010); 'Días y noches' (2000), de Andrés Trapiello, finge ser la transcripción de un testimonio escrito en 1939, del mismo modo que 'Soldados de Salamina' (2001), de Javier Cercas, buscaba las claves de algo que sucedió entonces y que confiere algún sentido a la errática vida de un profesor universitario de Girona a finales del siglo XX; 'Enterrar a los muertos' (2005), de Ignacio Martínez de Pisón, reconstruye, al margen de la ficción (pero con la rara intensidad de una buena novela), la desastrada muerte de José Robles Pazos en la zona republicana. El rumbo narrativo de Almudena Grandes, a partir de 'El corazón helado' (2007) también tiene mucho que ver con una apasionada toma de posesión del pasado.

La memoria histórica

Es cierto que algunos títulos recientes denotan los riesgos de una visión excesivamente sentimental de los hechos o una documentación demasiado apresurada. Pero es difícil reprochar a sus autores extemporaneidad u oportunismo. El presidente Zapatero no tiene la culpa, decididamente, de los rumbos de la narrativa por los caminos de la llamada 'memoria histórica'

Patrik Modiano viene escribiendo de la Francia ocupada por los nazis desde 1970 hasta hoy; E. L. Doctorow escribió su mejor novela, 'El libro de Daniel', sobre el recuerdo del asesinato legal de los esposos Rosenberg en Estados Unidos; Haruki Murakami ha llevado al inquietante Tokio de 1990 la memoria de la guerra en Manchuria, en 'Crónica del pájaro que da cuerda al mundo'; Ian MacEwan ha situado el centro moral de 'Expiación en los días' de la evacuación de Dunquerque; en 'Austerlitz', W.G. Sebald se ha empecinado en rebobinar la historia de Europa en torno a un taciturno niño judío alemán, refugiado en Gran Bretaña en 1940. Tantos no pueden estar equivocados de recuerdos...


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