NACIONALISMOS. SERGIO RUIZ


UN DECÁLOGO PARA EL BUEN NACIONALISTA
 
Leer a Fichte o a Herder podría ser el inicio de un ascenso que lleve al lector del profundo abismo de una humanidad «prebabeliana» al cielo del nacionalismo salvífico.

Si además lo aderezamos con un poco de darwinismo y nuestra visión de la historia, es más parecida a la de Spengler que a la de los ilustrados, ya estamos preparados para ser un patriota radical dispuesto a dejarnos la vida y el alma individual en la lucha por la liberación nacional.

Siempre me llamaron la atención los nacionalistas, especialmente los extremistas, claro, y eso reconociendo que uno también siente cierto amor por su patria, empezando por la chica, que es el pueblo o ciudad de uno, y terminando por el país en el que se vive o malvive. Habría que recordar que patria significa «tierra de los padres» y eso ya nos suele predisponer positivamente, convirtiéndose en un referente amable y hasta cierto punto protector. Me considero español, desde luego, pero no hasta el punto que otros se sienten también españoles, vascos o catalanes.

El mundo hoy no es muy diferente en algunos aspectos al de los dos últimos siglos. El nacionalismo sigue constituyendo un motor nada desdeñable de los acontecimientos históricos, aunque algunos otorguemos mayor importancia a otro tipo de causas más prosaicas. Desde el País Vasco a Chechenia, pasando por Israel, el Úlster y también (por qué negarlo) Madrid, el nacionalismo más rancio vuelve a enarbolar sus enseñas y a movilizar hombres y discursos. Curioseando en algunos de éstos y tomándomelo como una especie de juego, me propuse hacer un decálogo del buen nacionalista. Pese a no haber leído nunca a los autores arriba mencionados he decidido acercarme, aunque algo superficialmente, a este género de guerreros idealistas que antes son hijos de la patria que de su madre.

Las consignas nacionalistas deben fundarse en unas pocas ideas, sencillas pero precisas, por no decir simples, de manera que bien aprendidas e inyectadas en las mentes de los prosélitos no haya enemigo posible que las enmiende. Yo las reduciría a estas diez:
  • La patria es la esencia de la vida, de la historia y de nuestro espíritu mismo. Debe ser sinónimo de Dios para los creyentes, de libertad para los liberales y sinónimo de fin de la opresión para los imbuidos en desvaríos marxistas. La nación lo explica todo y nos da la razón de ser, pues es la patria quien nos otorga la carta de naturaleza de individuos y es ella quien nos modela y proporciona sustancia humana.
  • La patria siempre está oprimida, ya sea por fuerzas extranjeras o por enemigos internos más perniciosos si cabe. La labor del nacionalista es ponerla a salvo de estos elementos que siempre actúan parapetados y movidos por oscuros intereses. A la redención de la patria debe orientarse la acción del nacionalista.
  • Los valores y la cultura de nuestra nación son invariables y eternos. Trascienden a todos y cada uno de nosotros. Sólo en los momentos de debilidad nuestro pueblo ha recibido influencias degradantes que han hecho perder la solidez e integridad de su cultura.
  • La opinión y la palabra de nuestra patria, expresada mediante la voz nacionalista, por supuesto, no admite matices ni modulaciones. Representa a todos los miembros de la comunidad nacional, por lo que es innecesario prestar atención a las voces discordantes que, claro está, no son expresión de la nación
  • En la cúspide evolutiva de las culturas, que la hay y no hay que dudar de ello (conviene no dudarlo), entre las más refinadas y civilizadas naciones, se encuentra la nuestra. Nuestros logros no tienen parangón y la civilización humana no habría adquirido la dimensión actual sin nuestra indispensable aportación. Si no hemos aportado más, ha sido por esos yugos imperialistas o anexionistas de nuestros enemigos.
  • Los rasgos básicos de nuestro pueblo son observables desde antiguo, tanto que es evidente que ya en las cavernas nuestro himno debía prefigurarse en los cantos y danzas tribales de nuestros antepasados; que algún gen peculiar nacional ya era portado por algún mítico pero a la vez real humano africano (aunque mejor no profundizar en lo de África); y que los siervos y señores feudales se amaban recíprocamente, conscientes de pertenecer al mismo colectivo-nación.
  • La misión de todo ser humano es ser un buen patriota. Ciudadano no es sino aquel que se gana el derecho de tal después de prestar un buen servicio a su país. El interés individual por ende es suplementario, o mejor dicho, el interés individual coincide plenamente con el colectivo.
  • Los intereses económicos de la nación deben primar sobre valores como los de la solidaridad. La mejor manera de cortar relaciones con otros pueblos considerados saqueadores o rémoras para nuestro desarrollo es evidenciar una independencia económica, ya que tenemos sobradas evidencias de que una nación ha de empezar a construirse primero por la bolsa y luego por la política (evidentemente, las relaciones económicas rentables serán toleradas a pesar de nuestras legítimas suspicacias).
  •  Es necesario evitar, además, cualquier otro lazo de unión con otros territorios, ya sean políticos, sociales o culturales, con objeto de impedir que nuestra patria se desdibuje para siempre en el marasmo de la globalización, o lo que es peor, en el seno de una nación enemiga.
  •  La reivindicación es el mejor camino de la política nacional. Dicha política debe fundamentarse en un permanente victimismo que nunca hay que dejar de alentar. Cada logro o consecución no deberá ser un fin, sino un eslabón más que estará seguido por nuevas exigencias que sacien el deseo de justicia histórica.
 
En conclusión, todos estos epígrafes le dan la vuelta a lo mismo y pueden resumirse en pocas palabras: la nación siempre se define por oposición a otra y es la idea que ha de colmar nuestros pensamientos como individuos. El uso abusivo que se ha hecho de la palabra nación y su utilización como soporte de un buen número de ideologías ha provocado que otro tanto de visiones o postulados rechacen tal concepto como nocivo y retrógrado.

Quizás es cierto que la nación, como condensación de unas estructuras culturales que alcanzan sustancia política, nos hace ciudadanos en cuanto a participantes de una comunidad que comparte valores, lengua y formas de manifestación pública. No vendría mal recordar aquí la máxima orteguiana y suponer que la cultura nacional forma parte de la circunstancia que se suma al «yo». Pero no es menos cierto que ese yo, esa individualidad, nos hace exactamente iguales al resto de los individuos, con miedos, deseos y esperanzas muy parecidos en cualquier parte del mundo. Integrantes todos de una misma humanidad que entreteje vínculos universales más allá de las artificiales barreras nacionales.

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